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La gama ciega
Quiroga, Horacio

La gama
ciega
Hector Quiroga

Había una vez un venado —una gama— que
tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un
gato montés se comió a uno de ellos, y quedó
sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían
mucho, le hacían siempre cosquillas en los costados.

Su
madre le hacia repetir todas la mañanas, al rayar el
día, la oración de los venados . Y dice así:

I

Hay
que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque
algunas son venenosas.

II

Hay
que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar
a beber, para estar seguro de que no hay yacarés.

III

Cada
media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el
viento, para sentir el olor del tigre.

IV

Cuando
se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los yuyos,
para ver si hay víboras.

Este
es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita
lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.

Una
tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el
monte comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella,
en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas
bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro,
como el de las pizarras.

¿Qué
sería? Ella tenía también un poco de
miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas
cosas, y disparó.

Vio
entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían
gotas. Habían salido también muchas mosquitas
rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima.

La
gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito,
entonces, muy despacito, probó una gota con la punta
de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas
gotas eran miel, y miel riquísima porque las bolas
de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban
porque no tenían aguijón. Hay abejas así.

En
dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca
de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá
la reprendió seriamente. —Ten mucho cuidado, mi
hija —le dijo—, con los nidos de abejas. La miel
es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla.
Nunca te metas con los nidos que veas.

La
gamita gritó contenta: —¡Pero no pican,
mamá! Los tábanos y las uras sí pican;
las abejas, no.

—Estás
equivocada, mi hija —continuó la madre—.
Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas
muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas a dar un gran disgusto.

—¡Sí,
mamá! ¡Sí, mamá! —respondió
la gamita. Pero lo primero que hizo a la mañana siguiente,
fue seguir los senderos que habían abierto los hombres
en el monte, para ver con más facilidad los nidos de
abejas.

Hasta
que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía
abejas oscuras, con una fajita amarilla en la cintura, que
caminaban por encima del nido. El nido también era
distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas
abejas eran más grandes, la miel debía ser más
rica.

Se
acordó asimismo de la recomendación de su mamá;
mas, creyó que su mamá exageraba, como exageraban
siempre las madres de las gamitas. Entonces le dio un gran
cabezazo al nido.

¡Ojalá
nunca lo hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de avispas,
miles de avispas que le picaron en todo el cuerpo, le llenaron
todo el cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la barriga,
en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos. La
picaron más de diez en los ojos.

La
gamita, loca de dolor corrió y corrió gritando,
hasta que de repente tuvo que pararse porque no veía
más: estaba ciega, ciega del todo.

Los
ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía
más. Se quedó quieta entonces, temblando de
dolor y de miedo, y sólo podía llorar desesperadamente.

—¡Mamá!…
¡Mamá!…

Su
madre, que había salido a buscarla, porque tardaba
mucho, la halló al fin, y se desesperó también
con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso
hasta su cubil con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo,
y los bichos del monte que encontraban en el camino, se acercaban
todos a mirar los ojos de la infeliz gamita.

La
madre no sabía qué hacer. ¿Qué
remedios podía hacerle ella? Ella sabía bien
que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía
un hombre que tenía remedios. El hombre era cazador,
y cazaba también venados, pero era un hombre bueno.

La
madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija
a un hombre que cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió
a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una carta de recomendación
al oso hormiguero, que era gran amigo del hombre.

Salió,
pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó
corriendo el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando
llegó a la guarida de su amigo, no podía dar
un paso más de cansancio.

Este
amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de
una especie pequeña, cuyos individuos tienen un color
amarillo, y por encima del color amarillo una especie de camiseta
negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de los hombros.
Tienen también la cola prensil porque viven siempre
en los árboles, y se cuelgan de la cola.

¿De
dónde provenía la amistad estrecha entre el
oso hormiguero y el cazador? Nadie lo sabía en el monte;
pero alguna vez ha de llegar el motivo a nuestros oídos.

La
pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.

—¡Tan!,
¡tan!, ¡tan! —llamó jadeante.

—¿Quién
es? —respondió el oso hormiguero.

—¡Soy
yo, la gama!

—¡Ah,
bueno! ¿Qué quiere la gama?

—Vengo
a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador.
La gamita, mi hija, está ciega.

—¿Ah,
la gamita? —le respondió el oso hormiguero—.
Es una buena persona. Si es por ella, sí le doy lo
que quiere. Pero no necesita nada escrito… Muéstrele
esto, y la atenderá.

Y
con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió
a la gama una cabeza seca de víbora, completamente
seca, que tenía aún los colmillos venenosos.

—Muéstrele
esto —dijo aún el comedor de hormigas—. No
se precisa más.

—¡Gracias,
oso hormiguero! —respondió contenta la gama—.
Usted también es una buena persona.

Y
salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba
a amanecer.

AI
pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba
siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron
que caminar muy despacito y arrimarse a las paredes, para
que los perros no las sintieran. Ya estaban ante la puerta
del cazador.

—¡Tan!,
¡tan!, ¡tan! —golpearon.

—¿Qué
hay? —respondió una voz de hombre, desde adentro.
—¡Somos las gamas!… ¡TENEMOS LA CABEZA
DE VÍBORA!

La
madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera
bien que ellas eran amigas del oso hormiguero.

—¡Ah,
ah! —dijo el hombre, abriendo la puerta—. ¿Qué
pasa?

—Venimos
para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.

Y
contó al cazador toda la historia de las abejas.

—¡Hum!…
Vamos a ver qué tiene esta señorita —dijo
el cazador. Y volviendo a entrar en la casa, salió
de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la
gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho.
Le examinó así los ojos, bien de cerca con un
vidrio redondo muy grande, mientras la mamá alumbraba
con el farol de viento colgado de su cuello.

—Esto
no es gran cosa —dijo por fin el cazador, ayudando a
bajar a la gamita—. Pero hay que tener mucha paciencia.
Póngale esta pomada en los ojos todas las noches, y
téngale veinte días en la oscuridad. Después
póngale estos lentes amarillos, y se curará.

—¡Muchas
gracias, cazador! —respondió la madre, muy contenta
y agradecida—. ¿Cuánto le debo?

—No
es nada —respondió sonriendo el cazador—.
Pero tenga mucho cuidado con los perros, porque en la otra
cuadra vive precisamente un hombre que tiene perros para seguir
el rastro de los venados.

Las
gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían
a cada momento. Y con todo, los perros las olfatearon y las
corrieron media legua dentro del monte. Corrían por
una picada muy ancha, y delante la gamita iba balando.

Tal
como lo dijo el cazador se efectuó la curación.
Pero sólo la gama supo cuánto le costó
tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran árbol,
durante veinte días interminables. Adentro no se veía
nada. Por fin una mañana la madre apartó con
la cabeza el gran montón de ramas que había
arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz,
y la gamita, con sus lentes amarillos, salió corriendo
y gritando:

—¡Veo,
mamá! ¡Ya veo todo!

Y
la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también
de alegría, al ver curada su gamita.

Y
se curó del todo. Pero aunque curada, y sana y contenta,
la gamita tenía un secreto que la entristecía.
Y el secreto era éste: ella quería a toda costa
pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella
y no sabia cómo.

Hasta
que un día creyó haber encontrado el medio.
Se puso a recorrer la orilla de las lagunas y bañados
buscando plumas de garza para llevarle al cazador. El cazador,
por su parte, se acordaba a veces de aquella gamita ciega
que él había curado.

Y
una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto,
muy contento porque acababa de componer el techo de paja,
que ahora no se llovía más; estaba leyendo cuando
oyó que llamaban. Abrió la puerta, y vio a la
gamita que le traía un atadito, un plumerito todo mojado
de plumas de garza.

El
cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque
creía que el cazador se reía de su pobre regalo,
se fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes,
bien secas y limpias, y una semana después volvió
con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído
la vez anterior de cariño, no se rió esta vez
porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio
le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la
gamita tomó loca de contento.

Desde
entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella
se empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que
valen mucho dinero, y se quedaba las horas charlando con el
hombre. Él ponía siempre en la mesa un jarro
enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su
amiga. A veces le daba también cigarros que las gamas
comen con gran gusto, y no les hacen mal. Pasaban así
el tiempo, mirando la llama, porque el hombre tenía
una estufa de leña mientras afuera el viento y la lluvia
sacudían el alero de paja del rancho.

Por
temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de
tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba a llover,
el cazador colocaba en la mesa el jarrito con miel y la servilleta,
mientras él tomaba café y leía, esperando
en la puerta el ¡tan-tan! bien conocido de su amiga
la gamita.