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Apuntes para dibujar un borrador
Alvarez, Milton

No
es que el paisaje sea triste,
es que la nube de frailejones calla
y observa impasible el vuelo señorial
del viento, del cóndor,
del cóndor como viento.
Es que el paisaje es profundo y amplio
profundo hacia la bóveda azul
donde el Chiles y el Cumbal
besan con sus picos albinos
su vientre inmenso e intenso;
amplio como el frío
que cala hasta los huesos
y mantiene despierta el alma.
Es que el paisaje es único,
es que el paisaje es nuestro,
y es que comulgando con sus faldas
nosotros somos el paisaje.

Soy Milton Henry, hijo de Jorge Isaac un zapatero soñador
y Rosario Herminia una bella artesana del dulce y la ternura,
me trajeron a la vida en Tulcán una pequeña
ciudad que se extiende alrededor del Chiles, un cerro que
se abrasa entre frío y viento con el Cumbal en la vecina
Colombia.
Ambos nacieron en la capital, más buscando organizarse
fuera de Quito llegaron a Tulcán, tras de mi abuela
materna Carmen, una viejita bonachona, la gestora de trabajar
el azúcar para hacer tantas y tantas golosinas, así
llegaron a esa pequeña ciudad, fría pero muy
activa por el comercio con Ipiales (Colombia) a sólo
treinta minutos en taxi.
Mientras vivió la abuela, generosa como amorosa, no
permitió que su hija trabajara haciendo dulces, sin
embargo la partida de la abuelita que no dejo imagen en mi
memoria, más las necesidades de una familia pobre,
que apenas tenía el esfuerzo del buen artesano zapatero
que fue mi padre, puso pronto a todos en movimiento, en la
herencia de trabajo de la abuela Carmen.
Entre manualidades y mucho movimiento mis hermanos y yo aprendimos
tan pronto pudimos, que teníamos que engranar en el
especial equipo de los Alvarez Viteri, pues había tantas
cosas que hacer que siempre existía una tarea para
cada uno, pero también tiempo para charlar, reír
o leer revistas.
Alquilábamos revistas en la tienda frontal de la casa
y claro, los más asiduos lectores éramos nosotros,
así llenamos en nuestra mente tantas y tantas historias,
más fantásticas que reales y las reales fantásticamente
contadas y dibujadas, creo que aquellos años de imágenes,
aventuras sin fin, alimentaron nuestras dotes naturales de
buenos dibujantes, el cultivo de la memoria, alguna amplitud
en el vocabulario, pero por sobre todo un horizonte basto,
místico a veces, idealista siempre, pero por nuestra
realidad, con un corazón inconmensurable de determinación
y esperanzas lleno.
Más tarde papá dejó la zapatería
como actividad principal, para con mamá hacerse cargo
de la atención del bar del colegio en el que estudiaba
Margoth Anabella mi hermana mayor, entonces las tareas se
multiplicaron, había que preparar más cositas,
comprar otras cruzando la frontera, etc. Aquellos viajes a
Ipiales y/o Pasto los disputábamos todos, porque aunque
había que ir a caminar mucho, cargar paquetes, etc.,
podías sin embargo también, deleitarte con el
ajetreo del comercio, el especial espectáculo de la
gente embebida en la tan especial ceremonia de comprar y/o
vender, y por supuesto, disfrutar de las golosinas que mamá
o papá compartían con el beneficiario acompañante.
Familia modesta que por el trabajo colectivo habría
vivido sin dificultades, tuvo que encarar desgraciadamente
las tristes secuelas de las enfermedades, por no acceder desde
el vientre a una atención médica preventiva,
(sin contar que los pocos médicos locales eran todólogos,
pues debían convertirse en especialistas de todo mal,
con más modestos que profesionales resultados), los
esfuerzos por heredar una buena educación a sus hijos,
puso pronto a Jorge y Herminia, a luchar cada instante contra
los ataques de las enfermedades, ya que terribles infecciones
tempranas, arrancaron a dos de sus nueve hijos: Edmundo el
tercero a quien no conocí y Johnsson Patricio el séptimo,
mi bebé que parecía juguete, que se fue sin
despedirse cuando yo iniciaba mis estudios en la escuela primaria;
cuando mis primeras letras, debieron enseñarme a decir
adiós, y mis primeros juegos debieron incluir lágrimas
de despedida. Los dos se fueron muy tiernos, que debían
ser para Dios decían, no llegaron a saber mucho de
este mundo, ni siquiera alcanzaron a caminar y caerse en el
intento.
Nací el quinto de nueve hijos, hoy soy el segundo de
los cinco que quedamos, el cuarto Tyron Elvis fue nuestro
mártir, padeció cáncer en sus riñones
entre los 8 y 14 años, los años de juego, de
hacer picardías, de aprender cosas, de los pedidos
inverosímiles a Papá Noel, se diluyeron antes
que sus riñones.
Pudo sin embargo expresar su increíble sensibilidad,
para demostrar muy temprano, que fue el más virtuoso
en el dibujo y en el uso de las letras para decir lo que el
alma grita; sus cartas de “noche buena” al niño
Dios pidiendo como favor, como bendición lo que cada
niño sano tenía, el aliento para jugar, correr,
caminar sin dolor al menos, mirar los ojos de sus padres,
libres de la represión de las lágrimas, brillosos
aunque sea de esperanza, ver sus rostros descansadas, libres
de la ansiedad, de las muecas de dolor contenido, de la ira
contranatura. Sí, podían romper cualquier nudo
de garganta para permitir el paso a raudales al llanto que
hace descansar algo al espíritu, para ponerlo nuevamente
en guardia a soportar la siguiente embestida.
Nuestros viejos no paraban nunca, luchaban sin descanso para
no dejar que una vida más les sea arrebatada, cuando
fue necesario llevaron a Tyron a la Capital al Hospital de
Niños, que jamás fue una garantía de
mejores posibilidades, la ciencia desarrollaba recién
en esos años, los primeros pasos de implantaciones
artificiales y mi país tenía algunas décadas
de retraso respecto de esos primeros avances. Pero no se quedaron
allí, buscaron en la fe también, experimentaron
hasta con una Virgen de esas que se asoman de cuando en cuando,
hasta un pueblo Colombiano de nombre Piendamó lo llevaron
a limpiarlo en las aguas bendecidas por aquella, algunos galones
extras también les vendieron para llevar a casa, para
que la virgen milagrosa completara la sanación (los
consabidos negocios forjados paralelos a las apariciones);
todos nos embebimos en esa esperanza que emborracha a los
necesitados, especialmente a los que no teníamos cómo
optar por otras alternativas.
Cuando por fin -dios debe haber sido-, Tyron murió,
lo hizo peleando una esperanza más, lo habían
llevado a internar en el Hospital para niños de la
Capital, papá había ido a buscar ayuda con Doña
Corina la esposa del Presidente Velasco, para tratar de alcanzar
alguna solución para los riñones de mi hermano
que casi no existían; esa ayuda tampoco fue posible,
no estuve allí, pero ahora sé que sólo
tanto amor y esperanza de mis padres esperando un milagro,
pudieron soportar tanto dolor y angustia. Tyron fallece asomando
a sus catorce años huérfanos de adolescencia,
cansados de luchar, lacerados por las limitaciones de la enfermedad,
pero maduros a más no poder de esperanza, de persistencia
de negarse a bajar los brazos, de no querer llorar, pues ya
bastantes lágrimas habían en los ojos de mamá,
se fue deseando volver corriendo como tantas otras veces y
aunque hubiese regresado en brazos de papá, habría
sido un triunfo más de su fortaleza infinita, una pincelada
maestra que retoque su estatura sin igual de ser humano.
Cuando alguien muere sus recuerdos dicen, van en proporción
con los años de vida, yo no lo creo, van en relación
con la calidad de vida que se ha tenido, Tyron se nos fue
dejándonos como herencia su tesón por la vida,
su gran sensibilidad al dibujar y pintar, su poco niñez
y su ninguna adolescencia debido a la madurez extrema de tanta
ilusión por sanar, y sobre todo, nos dejó un
hueco enorme como el hambre, en la casa toda y en el recuerdo
que no se llenará ni saciará jamás.
Pero de los que se fueron, había un sol que también
se nos iría, el cariño hecho hija y hermana,
mi “hermadre” Margoth Anabella la primera, la
que tenía besos y caricias para los pequeños
que mamá no podía atender, porque estaba consolando
el dolor y las angustias de Tyron, la que encontraba el estímulo
exacto para todos, hasta para los viejos, la de la sonrisa
dulce, aquel ser que su belleza espiritual le desbordaba también
físicamente, nuestro ángel.
Nuestra Margothsita que tuvo la fortaleza, la inteligencia
y todo el amor del mundo, para desprendernos del pedazo de
falda de mamá que peleábamos los pequeños
buscando su cariño, un pedacito de ternura, un instante
de sus ojos amorosos, nos hizo sentir compensados, nos enseño
que debíamos apoyar a nuestros padres y cada que podamos
hacerles saber que les queremos mucho y que podían
contar con nuestro apoyo, para la epopeya de buscar ganar
la lucha por la vida de nuestro mártir.
La bella Margoth que se fue queriendo ser madre, que no resistió
saber que su tercera maternidad había parido un hijo,
que a las pocas horas no pudo continuar respirando y que la
dejó aún más sola, en la distante Caracas,
en donde no estaba y no pudo llegar raudo el consuelo de mamá,
… sólo se fue, … no sé, si renegando
con su corazón que se negó a seguir latiendo
o pidiéndole que ya no lo haga más, porque su
tercer intento de tener sus propios hijos se marchitaba, sin
embargo su imagen angelical flotando llegó, hasta el
rincón de nuestra tristeza, para consolarnos con el
recuerdo de su dulce sonrisa y sus ojos grandes como su alma,
acá en la casa, el hueco de hambre se hizo hueco de
tristeza y rebeldía, de sentimientos inciertos, manos
vacías, de frío en la espalda y ojos cansados.
La partida de cada uno de los ausentes, estableció
huecos sí, pero la rebeldía de la impotencia
para detener lo inevitable, pudo trocarse en determinación
por avanzar, pues aún éramos muchos, que sobre
todo nos necesitavamos tanto y por ello aprendimos a apoyarnos,
a hacer del beso y el abraso el mecanismo más continuo
de cercanía. Pudo especialmente convertirse en madurez,
de sabernos capaces de superar tormentas, de entender que
nuestro trabajo nos da la medida de enfrentarlas, y toda la
ternura que podíamos recibir y generar el motor para
nunca darnos por vencidos.
Aprendimos que no podemos perdernos los detalles de vida de
cada uno de nosotros, que no necesitavamos consuelo, que era
más importante la compañía, el compartir
los alimentos y el saludo, el trabajo cotidiano y los sueños
y hasta el chiste que nunca falto, porque había que
encontrarse al menos sentido del humor en la desolación
y la desesperanza.
En casa al igual que se preparaba la suela y los nuevos lindos
zapatos, se amasaba el azúcar y envolvía los
sugestivos dulces, más tarde toda la gama de artículos
para los bares, etc.; la insistencia en los detalles y en
el trabajo de grupo de todos, nos ayudó siempre a acentuar
los cuidados entre todos, nos hizo entender que la felicidad
es un instante y que por ello hay que darle intensidad a la
entrega, a la expresividad, aprendimos por ejemplo con Raymundo
el sexto, mi entrañable hermano Ray, que teníamos
que alimentar la ilusión de Carmita y Harold los últimos,
que debíamos reeditar el derroche de amor de Margoth
y otra “Nochebuena” lloramos después de
haber logrado algún regalo para los pequeños,
sus sonrisas al otro día serían la mejor recompensa
y nuestra Navidad, quizá el enfrentar situaciones de
este tipo, determinaron que fuéramos convirtiéndonos
en algo padres y no cuates de juegos, triste manera de forjar
distancias y barreras generacionales, pese a la insignificante
diferencia de edades.
En aquella “nochebuena” mis padres habían
tenido que asistir en la Capital al primer embarazo fallido
de Margoth, su muñequita no alcanzó la vida,
murió prematura con la belleza corriendo por su pequeña
estatura, mamá y la otra abuela tuvieron que envolver
entre lagrimas y un atuendo blanco aquella tierna vida frustrada,
como dos niñas grandes compartiendo la misma muñeca
preferida, para con el murmullo de sus sollozos velar su sueño
eterno hasta apagar la luz con los clavos que cerraban su
lecho.
Jorge Isaac Jr. el segundo estudiaba lejos y tampoco estaba
con nosotros, tuvo que aprender a imaginar como se va el agua
entre las manos, aunque esta no corra refrescando. También
él se nos quedó lejos, por aquellas absurdas
distancias generacionales, como podíamos entenderlas
entonces, para acercarnos y protegernos, para hacernos fuertes
y sostener con mayor abrigo la fe en la vida, en la esperanza
loca de un amanecer distinto
Aprendimos, siempre aprendimos, buscamos entender la lección
de cada pasaje, pero era necesario que algún momento
pongamos en blanco y negro estos pasajes de nuestro fortín,
del remanso en media guerra, de la casa, de las ilusiones
después del llanto, de como se afianza y crece la familia,
a pesar de los detalles desgarradores en ocasiones de la historia;
algún momento había que hablar de lo vivido
sin temor a llorar por hacerlo, rescatar la memoria de los
ausentes, por sobre la cultura del dolor, por sobre el sacrilegio
de no abandonar las lecciones de vida, que la calidad de los
años vividos dejaba.
Para tranquilidad de mis padres los más pequeños
fuimos buenos estudiantes, en mi caso había despuntado
como un excelente alumno en mi escuela, pero injustamente
compensado, mi escuela era la típica escuela de pueblo
chico, en donde brillan o más bien se hace brillar
a los hijos de maestro o de familia de recursos, a pesar de
no haber tenido punto de comparación, se me relegó
injustamente repetidas veces, como que hasta en eso mi ambiente
no encontró incentivos.
Recuerdo como los hechos más sobresalientes de mi vida
escolar: que me seleccionaron como declamador innato desde
el primer año; a mis 8 años tenía a toda
la clase en mi rededor, escuchando historias increíbles,
quizá una mezcla de las 30 a 50 historias que semanalmente
devoraba, cuando las revistas nuevas llegaban a casa; ese
año participé en un concurso de dibujo con otras
escuelas con niños de hasta 12 años y quedé
tercero, lloré mucho antes de llegar a casa con la
noticia, ese año mi Tyron dejó de asistir a
la escuela, lloraba porque sabía que si él estaba
aún en clase, abríamos llevado dos premios a
casa. Cuando terminaba la escuela primaria, uno de los profesores
jóvenes, -que luego despuntó como uno de los
poetas de mi ciudad-, al leer mis perspectivas de vida en
una composición que hice en el concurso por la medalla
de oro (que también me robaron), se acercó a
felicitarme y a decirme que tenía una gran inventiva.
Quizá estos no gratos antecedentes determinaron que
en el colegio busque otros atractivos a más de pasar
los años sin dificultades, sin prestar mucha importancia
a algún estímulo que recibí, entre ellos
la de uno de mis profesores de literatura, que me resulta
especial ahora, me dijo una ocasión que escribía
con mucha madurez y que debía dedicarme a estudiar
Literatura, después de calificar un ensayo de cuento
que había presentado, pero fue un comentario que se
le hace a un niño de 13 años y nada más,
una felicitación más, vaga e intrascendente.
Hice algo de teatro a finales de secundaria, y pude mantener
mi fama de buen declamador hasta cambiarla después
por la oratoria.
Para entonces mis padres administraban el bar de mi colegio,
de modo que mis recreos los dedicaba a ayudar, mis amigos
más cercanos no salieron del colegio, los tenía
en el barrio; sólo cuando cursaba los últimos
años de colegio y toda la influencia de la revolución
cubana nos llegaba a través de los movimientos de izquierda,
encontré respuestas difusas a mi rebeldía, a
la angustia en todos los rostros de la miseria galopante,
al olvido inmisericorde de pueblos como el mío, traté
de ser un líder y pretendí tener respuestas,
pero era más la confusión y las complejidades
de las ortodoxias mal explicadas y aplicadas, que proyectos
concretos para generar cambios, viví sin embargo la
crisis de una de las masacres más terribles de esa
década en mi país, la matanza de los obreros
del azúcar en Aztra; luego el retorno “democrático”
con todo su circo de curanderos sociales, inventores del progreso,
de la justicia social, demagogos traficantes de la miseria
popular, no tuvimos que esperar mucho para sufrir la desilusión
de constatar las equivocaciones, la corrupción y los
engaños de los nuevos títeres de turno; nos
regocijamos y estallamos en solidaridad con el auge del sandinismo
hasta la nueva decepción de su caída posterior.
Vinieron más tarde las ramificaciones de la familia,
Jorge que se hizo Técnico de Aviación nos trajo
a Yolanda, pronto llegaron los primeros sobrinos y nietos,
Jorge Isaac Tercero y Patricia, cuando ella nacía,
yo también abrí mi ramal con Ruth mi compañera,
jóvenes impulsivos pusimos nuestras frentes y puños
al viento, con la coraza férrea de un amor del tamaño
de nuestros sueños, dueños del futuro y las
herramientas para forjar un núcleo diferente en nuestro
hogar, echamos a andar, allí fuimos dando forma a las
sinuosidades del camino, tratando de esperar los ramalazos
de luz de mejores amaneceres, para que las bendiciones de
las maternidades de mi muñeca-mujer encuentren al menos
más amplio el horizonte para volar y soñar.