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No a las guerras – de verdad
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ALGO
MÁS QUE PALABRAS

¡NO A LAS GUERRAS!: DE VERDAD

¡No a las guerras! Todo el mundo vocifera ese ¡no!
rotundo. Sin embargo, ahí están, con sus humos
y vivas. ¿Hacemos algo porque ese ¡no! sea real?
¿Creemos de verdad que las guerras son evitables y
que la paz es posible si aminoramos cada uno de nosotros,
tensiones, violencias y conflictos, practicando más
el corazón y viviendo más en el verso, o lo
que es lo mismo, en el culto al cultivo de la justicia? Porque
vencer no es convencer. Ni gritar conlleva la sanación
del mundo. Se me ocurre que para convencer, hemos de restaurar
el diálogo, no destruir, reconciliar en vez de instigar
a la venganza. La sociedad es vengativa porque sus individuos
también lo son. Hay guerras porque no se respetan los
derechos humanos, el derecho natural. La vida apenas vale
nada y así no puede brotar esa paz que anhelamos.

La guerra está en nosotros mismos que hemos vendido
la palabra a don dinero. Todo se vende y se compra. Todo se
compra y se vende. No hay respeto sincero, ni apoyo auténtico
a los más débiles. En vez de globalizar la solidaridad,
hemos puesto la maldad en el camino. Todo es un desorden en
el orden natural. No hay familia de naciones, al igual que
cada día es más difícil encontrar familias
unidas. Nadie auxilia a los pobres. No son rentables. Se les
exilia lo más lejos posible. ¡Que se maten entre
ellos! Los países ricos machacan con el pesado lastre
de la deuda externa, a los países pobres. Y así
no se puede caminar, hacia la paz, que todos vociferamos de
boquilla para afuera.

Resulta esperpéntico ese ¡no a la guerra!, que
nada cuesta decirlo y que además se ha puesto de moda,
mientras nos cruzamos de brazos ante tantas injusticias. ¿Dónde
están esos intelectuales incapaces de limpiar la atmósfera
viciada de corrupción? Hay que mojarse, aunque nos
cueste la vida. Nos venden una cultura de la ilegalidad y
nadie dice nada. El hecho mismo de denunciarla requiere valor.
Para erradicarla se necesita ser auténticamente libre
en un mundo de tropelías, donde hasta en los gobiernos
municipales de los países democráticos se tiran
a matar como leones en busca de tarta para sí. ¿Qué
ejemplo podemos dar de que no queremos la guerra? El uso fraudulento
del dinero público penaliza sobre todo a los pobres,
que son los primeros en sufrir la privación de los
servicios básicos indispensables para el desarrollo
de la persona, y para más colmo de alma, son las primeras
víctimas de la guerra.

Hablemos
claro con las acciones, seamos coherentes y justos con nosotros
mismos. No cesan las guerras en el mundo, tan cercano hoy
a todos, pero tampoco en ese mundo vecinal, porque nadie respeta
a nadie, falta acrecentar en cada corazón, el patrimonio
ético-cultural de la humanidad entera y de cada persona:
la conciencia de que los seres humanos somos todos iguales
en dignidad, y de que todos merecemos el mismo respeto, porque
somos seres que hemos de poseer los mismos derechos y deberes.
De ahí, que construir la paz es tarea de todos y de
cada uno, es algo que ha de implicarnos más en el fondo
que en la forma.

Se
necesitan más que voces contra la guerra, guerrilleros
que a corazón abierto cultiven el amor sin distinciones
y sin medida. Sin letra de cambio. Como en esa familia que
todo es donación. Los signos de ¡no a la guerra!,
que cuelgan de tantas ventanas y balcones, debieran hacernos
vivir un acto de contrición. De lo contrario de nada
sirve. Un signo distintivo del ¡no a la guerra! debe
ser, hoy más que nunca, el amor por los pobres, los
débiles y los que sufren. Vivir este exigente compromiso
requiere un vuelco total de aquellos supuestos valores que
inducen a buscar el bien solamente para sí mismo: el
poder, el placer y el enriquecimiento sin escrúpulos.

Además,
no basta ofrecer bienes materiales, los que nos sobran, se
requiere esfuerzo y coraje por compartir con los últimos,
con los que nadie quiere, todo tipo de aconteceres. Es un
acto de justicia, que debiera considerarse como un título
de honor en este mundo alocado que nos ha tocado vivir. De
esa donación sincera, sin duda, germinaría:
de la selva un jardín, y del jardín un mar de
rosas perfumadas en transparencia. Habríamos conseguido
llevar luz al portal de la paz, porque allí viven moradores
justos, que son fruto de equidad, semilla de seguridad perpetua,
amor que purifica el vergel de la vida. Eso es la paz.

Víctor
Corcoba Herrero