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Para comprender hay que comprenderse
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ALGO
MÁS QUE PALABRAS

PARA
COMPRENDER
HAY QUE COMPRENDERSE

Hay figuras e instantes, voces y silencios,
que se nos quedan grabadas para siempre. En mis adentros,
permanece el semblante y la manera de ser de uno de los
escritores del pasado, José Fernández Castro
(recomiendo la lectura de su novela: “la tierra lo
esperaba”- Edición: Austral), corazón
siempre vivo y vivo humanista. Todo un señor, en
el señorial término del lenguaje. O lo que
es lo mismo, un caballero con estilo. Sus despedidas, tras
intensos y extensos diálogos, donde jamás
había una última palabra, ni un pensamiento
que lo dijese todo de modo definitivo, acababan siempre
de la misma manera: “¡cuídate mucho!”.
A lo que yo añadía: “¡sobre todo
por dentro!”. Ahora, que prosigo los parlamentos a
través de sus libros y el eco de su voz, (silabario
del pueblo, que iba consigo), me doy cuenta de nuestro propio
abandono. Me pregunto: ¿por qué estropear
nuestra vida que, en suma, es la suma de todos? Cerramos
los ojos a la existencia, y nos desatendemos tanto, que
nos hemos vuelto vacíos y viciados. Lo despreciamos
todo, hasta el aprecio de querernos. Olvidamos que el amor
no tiene precio y que las interpretaciones cuando no pasan
por las entretelas del corazón, ponen en tela de
juicio la autenticidad.

Interpretar la vida en la vida de los otros, como en la
nuestra, no es nada fácil. Tampoco complicado, es
cuestión de diálogo. Casi siempre es el gran
ausente en los salones familiares y en los aposentos del
ciudadano como tal. Díganme, sino, ¿quién
está dispuesto a lanzar preguntas, en vez de balas
y bombas, de abrirse a la palabra del otro para poder acercar
posturas y llegar a ser uno mismo? Desde luego, para comprender,
antes hay que comprenderse. El escritor Fernández
Castro siempre fue una persona de principios y de coherencias,
de respeto a las interpretaciones y de humanidad, por encima
de todo. Lo contrario a lo actual. A poco que bebamos de
la calle, veremos que vivimos en un vacío continuo
y en un vicio, enviciado, que nos mata interiormente. El
escritor proponía la sanación de raíz:
“hay que parar esas tropelías o canalladas
antes que se gangrene el aire” –me decía
cuando algo no marchaba bien. Ante lo cual, nos poníamos
en movimiento como guerrilleros de verbos. Y nos afanábamos
en buscar el pensamiento exacto para aliviar los sufrimientos.
En una ocasión levantamos una institución,
tipo naciones unidas, en el Carmen del Alba, bajo el sello
de “hombres y caminos”, dispuestos a todo, a
ser archiveros de experiencias, saberes y creencias, y ponerlo
en activo, como sembradores en continuo servicio a la humanidad,
para combatir la pobreza, las enfermedades perversas, el
cambio climático y las mentes de horchata. Otra vez,
escritores de toda España, reunidos en torno al salón
de independientes, llamaron a su puerta, y el Alba se convirtió
en una Academia con la Alhambra al fondo y la sierra ensortijada
de pureza.

El admirado maestro de la palabra, guerrillero de la verdad
como pocos, filósofo de la Pezasca (en honor a su
villa natal: la Peza), José Fernández Castro,
(que para colmo de males, no tiene ni una calle en la ciudad
que dejó su vida y, también para más
absurdo, la medalla de la ciudad se le impuso después
de muerto) me enseñó el amor a los viejos
textos y el gusto por el análisis razonado, bajo
el prisma de alegría y de belleza, de libertad y
de sentido, de verdad y de bondad, que transmiten los genios
del arte y de la palabra. Hoy, más que nunca, necesitamos
arroparnos de una atmósfera que nos ayude a superar
los muchos dramas que padecemos, generados por la ociosidad
y apego a los cuantiosos vicios que nos esclavizan. Crear
un nuevo pensamiento que nos llene, nos colme y calme, así
como un nuevo humanismo que nos humanice, capaz de suscitar
otras acogidas y de incitar a formarse en la paz, es lo
que más se precisa en estos momentos. Es saludable
para la salud del mundo mundial –que diría
Manolito Gafotas-, calarse uno mismo en sí mismo
y, reconocido internamente, hallarse en los demás
para comprenderse y comprendernos.

Recuerdo que a Fernández Castro siempre le había
sugestionado lo que le ocurre a la gente. Así lo
cuenta en sus memorias: “En más de una ocasión,
entre ir a un concierto, película o festejo, prefería
hablar con cualquier tipo raro, ir un rato al hospital,
la cárcel o al café para conocer a un artista
o cortijero con temperamento. En una palabra: me agrada
bucear en el alma de otras personas, saber cómo reaccionan
en un momento dado”.

Siguiendo
sus enseñanzas como buen discípulo, hice lo
propio, y me puse a caminar, con los cinco sentidos puestos
a punto, para mejor saber mirar y ver. Salí del Carril
del Picón, rumbo al Callejón de las Tomasas,
para concluir en el Mirador de San Nicolás. Con la
mirada descubrí un rebaño de jóvenes
tirados en el suelo, entre cristales y jeringas, con caras
sucias y corazón triste. Los viandantes que pasaban
por allí, todos cruzaban para la otra acera. Algunos
querían correr, alargaban la mano y pedían
ayuda, pero apenas tenían fuerza alguna para dar
dos pasos sin traspiés. La gente no se inmutaba,
seguía (más rápido si cabe) como si
nada. Con el oído pude escuchar sus tormentos que
atormentan al más optimista. El olfato me proporcionaba
una juventud distinta a la de Rubén Darío,
la del divino tesoro. Para nada entendí el gusto
de gastar las horas bebiendo. Han perdido todo tipo de tacto
y sus toques son de lo más escandalosos.

Una
vez más me acordé de Fernández Castro.
No tomaba más que café con galletas maría
y, de vez en cuando, alguna cerveza con una tapa de “papas
a lo pobre”, justo al lado donde han construido ahora
la mezquita, en pleno Albayzín granadino. Los libros
que ha publicado, más que afán literario,
más que pirueta o bordado artístico, son puros
testimonios, radiografías vivas, deseos de comunicación.
Hoy, por desgracia, falta ese intercambio de ideas, que
nos haga crecer más como personas. Nadie se hace
así mismo, se hace con los demás y por los
demás. Está visto que los éxitos no
llenan y que, el tenerlo todo, vicia más que regenera.
A Fernández Castro, fue precisamente la relación
con los ciegos en la juventud, al ocupar el cargo de Interventor-Delegado
del Consejo Superior de Ciegos, la experiencia que más
despertó su levadura humanista, que hizo germinar
su primer libro, bajo el título: “La sonrisa
de los ciegos”. Por consiguiente, es buena vacuna
para huir de los vacíos interiores y de los vicios
íntimos, lo de donarse sin letra de cambio, nos serena
y aclara, porque al fin y al cabo, los triunfos son transitorios
mientras la fortaleza de la generosidad siempre fortalece.

Víctor
Corcoba Herrero
-Escritor