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Ruben Dario
Paz, Octavio

Rubén
Darío
Por Octavio Paz

Nuestros textos escolares llaman siglos de oro al XVI y al
XVII; Juan Ramón Jiménez decía que eran
de cartón dorado; más justo sería decir:
siglos de la furia española. Con el mismo frenesí
con que destruyen y crean naciones, los españoles escriben,
pintan, sueñan. Extremos: son los primeros en dar la
vuelta al mundo y los inventores del quietismo. Sed de espacio,
hambre de muerte.
Abundante hasta el despilfarro, Lope de Vega escribe mil comedias
y pico; sobrio hasta la parquedad, la obra poética
de San Juan de la Cruz se reduce a tres poemas y unas cuantas
canciones o coplas. Delirio alegre o reconcentrado, sangriento
o pío: todos los colores y todas las direcciones. Delirio
lúcido en Cervantes, Velásquez, Calderón;
laberinto de conceptos en Quevedo, selva de estalactitas verbales
en Góngora.
De pronto, como si se tratase del espectáculo de un
ilusionista y no de una realidad histórica, el escenario
se despuebla. No hay nada y menos que nada: los españoles
viven una vida refleja de fantasmas. Sería inútil
buscar en todo el siglo XVIII un Swift o un Pope, un Rousseau
o un Laclos. En la segunda mitad del siglo XIX surgen aquí
y allá tímidas manchas de verdor: Bécquer,
Rosalía de Castro.
Nada que se compare a Coleridge, Leopardi o Holderlin; nadie
que se parezca a Baudelaire. A fines de siglo, con idéntica
violencia, todo cambia. Sin previo aviso irrumpe un grupo
de poetas; al principio pocos los escuchan y muchos se burlan
de ellos. Unos años después, por obra de aquellos
que la crítica seria había llamado descastados
y «afrancesados», el idioma español se pone
de pie. Estaba vivo. Menos opulento que el siglo barroco,
pero menos enfático. Más acerado y transparente.
El último poeta del período barroco fue una
monja mexicana: Sor Juana Inés de la Cruz. Dos siglos
más tarde, en esas mismas tierras americanas, aparecieron
los primeros brotes de la tendencia que devolvería
al idioma su vitalidad. La importancia del modernismo es doble:
por una parte dio cuatro o cinco poetas que reanudan la gran
tradición histórica, rota o detenida al finalizar
el siglo XVII; por la otra, al abrir puertas y ventanas, reanimó el idioma.
El modernismo
fue una escuela poética; también fue una escuela
de baile, un campo de entrenamiento físico, un circo
y una mascarada. Después de esa experiencia el castellano
pudo soportar pruebas más rudas y aventuras más
peligrosas. Entendido como lo que realmente fue –un movimiento
cuyo fundamento y meta primordial era el movimiento mismo–
aún no termina: la vanguardia de 1925 y las tentativas
de la poesía contemporánea están íntimamente
ligadas a ese gran comienzo. En sus días, el modernismo
suscitó adhesiones fervientes y oposiciones no menos
vehementes. Algunos espíritus lo recibieron con reserva:
Miguel de Unamuno no ocultó su hostilidad y Antonio
Machado procuró guardar las distancias.
No importa: ambos están marcados por el modernismo.
Su verso sería otro sin las conquistas y hallazgos
de los poetas hispanoamericanos; y su dicción, sobre
todo allí donde pretende separarse más ostensiblemente
de los acentos y maneras de los innovadores, es una suerte
de involuntario homenaje a aquello mismo que rechaza. Precisamente
por ser una reacción, su obra es inseparable de lo
que niega: no es lo que está más allá
sino lo que está frente a Rubén Darío.
Nada más natural: el modernismo era el lenguaje de
la época, su estilo histórico, y todos los creadores
estaban condenados a respirar su atmósfera.
Todo lenguaje, sin excluir al de la libertad, termina por
convertirse en una cárcel; y hay un punto en el que
la velocidad se confunde con la inmovilidad. Los grandes poetas
modernistas fueron los primeros en rebelarse y en su obra
de madurez van más allá del lenguaje que ellos
mismos habían creado. Preparan así, cada uno
a su manera, la subversión de la vanguardia: Lugones
es el antecedente inmediato de la nueva poesía mexicana
(Ramón López Velarde) y argentina (Jorge Luis
Borges) ; Juan Ramón Jiménez fue el maestro
de la generación de Jorge Guillén y Federico
García Lorca; Ramón del Valle Inclán
está presente en el teatro moderno y lo estará
más cada día… El lugar de Darío es
central, inclusive si se cree, como yo creo, que es el menos
actual de los grandes modernistas. No es una influencia viva
sino un término de referencia: un punto de partida
o de llegada, un límite que hay que alcanzar o traspasar.
Ser o no ser como él: de ambas maneras Darío
está presente en el espíritu de los poetas contemporáneos.
Es el fundador.

De «El Caracol y la Sirena»
Cuadrivio, Editorial Joaquín Mortiz, S. A.
México, 1964.