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Satira II a
Gaspar Melchor De Jovellanos

SATIRA
SEGUNDA A ARNESTO
Perit omnis in illo nobilitas, cujus laus est
in origine sola.

(Lucano, Carm. ad Pison.)

¿De
qué sirve

la
clase ilustre, una alta descendencia,

sin
la virtud?

¿Ves,
Arnesto, aquel majo en siete varas

de
pardomonte envuelto, con patillas

de
tres pulgadas afeado el rostro,

magro,
pálido y sucio, que al arrimo

de
la esquina de enfrente nos acecha

con
aire sesgo y baladí? Pues ése,

ése
es un nono nieto del Rey Chico.

Si
el breve chupetín, las anchas bragas

y
el albornoz, no sin primor terciado,

no
te lo han dicho; si los mil botones,

de
filigrana berberisca que andan

por
los confines del jubón perdidos

no
lo gritan, la faja, el guadijeño,

el
arpa, la bandurria y la guitarra

lo
cantarán. No hay duda: el tiempo mismo

lo
testifica. Atiende a sus blasones:

sobre
el portón de su palacio ostenta,

grabado
en berroqueña, un ancho escudo

de
medias lunas y turbantes lleno.

Nácenle
al pie las bombas y las balas

entre
tambores, chuzos y banderas,

como
en sombrío matorral los hongos.

El
águila imperial con dos cabezas

se
ve picando del morrión las plumas

allá
en la cima, y de uno y otro lado,

a
pesar de las puntas asomantes,

grifo
y león rampantes le sostienen.

Ve
aquí sus timbres, pero sigue, sube,

entra
y verás colgado en la antesala

el
árbol gentilicio, ahumado y roto

en
partes mil; empero de sus ramas,

cual
suele el fruto en la pomposa higuera,

sombreros
penden, mitras y bastones.

En
procesión aquí y allí caminan

en
sendos cuadros los ilustres deudos,

por
hábil brocha al vivo retratados.

¡Qué
gregüescos! ¡Qué caras! ¡Qué
bigotes!

El
polvo y telarañas son los gajes

de
su vejez. ¿Qué más? Hasta los duros

sillones
moscovitas y el chinesco

escritorio,
con ámbar perfumado,

en
otro tiempo de marfil y nácar

sobre
ébano embutido, y hoy deshecho,

la
ancianidad de su solar pregonan.

Tal
es, tan rancia y tan sin par su alcurnia,

que
aunque embozado y en castaña el pelo,

nada
les debe a Ponces ni Guzmanes.

No
los aprecia, tiénese en más que ellos,

y
vive así. Sus dedos y sus labios

del
humo del cigarro encallecidos,

índe
son de su crianza. Nunca

pasó
del B-A ba. Nunca sus viajes

más
allá de Getafe se extendieron.

Fue
antaño allá por ver unos novillos

junto
con Pacotrigo y la Caramba.

Por
señas, que volvió ya con estrellas,

beodo
por demás, y durmió al raso.

Examínale.
¡Oh idiota!, nada sabe.

Trópicos,
era, geografía, historia

son
para el pobre exóticos vocablos.

Dile
que dende el hondo Pirineo

corre
espumoso el Betis a sumirse

de
Ontígola en el mar, o que cargadas

de
almendra y gomas las inglesas quillas

surgen
en Puerto Lápichi, y se levan

llenas
de estaño y de abadejo. ¡Oh!, todo,

todo
lo creerá, por más que añadas

que
fue en las Navas Witiza el santo

deshecho
por los celtas, o que invicto

triunfó
en Aljubarrota Mauregato.

¡Qué
mucho, Arnesto, si del padre Astete

ni
aun leyó el catecismo! Mas no creas

su
memoria vacía. Oye, y diráte

de
Cándido y Marchante la progenie;

quién
de Romero o Costillares saca

la
muleta mejor, y quién más limpio

hiere
en la cruz al bruto jarameño.

Haráte
de Guerrero y la Catuja

larga
memoria, y de la malograda,

de
la divina Lavenant, que ahora

anda
en campos de luz paciendo estrellas,

la
sal, el garabato, el aire, el chiste,

la
fama y los ilustres contratiempos

recordará
con lágrimas. Prosigue,

si
esto no basta, y te dirá qué año,

qué
ingenio, qué ocasión dio a los chorizos

eterno
nombre, y cuántas cuchilladas,

dadas
de día en día, tan pujantes

sobre
el triste polaco los mantiene.

Ve
aquí su ocupación; ésta es su ciencia.

No
la debió ni al dómine, ni al tanto

de
su ayo mosén Marc, sólo ajustado

para
irle en pos cuando era señorito.

Debiósela
a cocheros y lacayos,

dueñas,
fregonas, truhanes y otros bichos

de
su niñez perennes compañeros;

mas
sobre todo a Pericuelo el paje,

mozo
avieso, chorizo y pepillista

hasta
morir, cuando le andaba en torno.

De
él aprendió la jota, la guaracha,

el
bolero, y en fin, música y baile.

Fuele
también maestro algunos meses

el
sota Andrés, chispero de la Huerta

con
quien, por orden de su padre, entonces

pasar
solía tardes y mañanas

jugando
entre las mulas. Ni dejaste

de
darle tú santísimas lecciones,

oh
Paquita, después de aquel trabajo

de
que el Refugio te sacó, y su madre

te
ajustó por doncella. ¡Tanto puede

la
gratitud en generosos pechos!

De
ti aprendió a reírse de sus padres,

y
a hacer al pedagogo la mamola,

a
pellizcar, a andar al escondite,

tratar
con cirujanos y con viejas,

beber,
mentir, trampear, y en dos palabras,

de
ti aprendió a ser hombre… y de provecho.

Si
algo más sabe, débelo a la buena

de
doña Ana, patrón de zurcidoras,

piadosa
como Enone, y más chuchera

que
la embaidora Celestina. ¡Oh cuánto

de
ella alcanzó! Del Rastro a Maravillas,

del
alto de San Blas a las Bellocas,

no
hay barrio, calle, casa ni zahúrda

a
su padrón negado. ¡Cuántos nombres

y
cuáles vido en su librete escritos!

Allí
leyó el de Cándida, la invicta,

que
nunca se rindió, la que una noche

venció
de once cadetes los ataques,

uno
en pos de otro, en singular batalla.

Allí
el de aquella siete veces virgen,

más
que por esto, insigne por sus robos,

pues
que en un mes empobreció al indiano,

y
chupó a un escocés tres mil guineas,

veinte
acciones de banco y un navío.

Allí
aprendió a temer el de Belica

la
venenosa, en cuyos dulces brazos

más
de un galán dio el último suspiro;

y
allí también en torpe mescolanza

vio
de mil bellas las ilustres cifras,

nobles,
plebeyas, majas y señoras,

a
las que vio nacer el Pirineo,

des
Junquera hasta do muere el Miño,

y
a las que el Ebro y Turia dieron fama

y
el Darro y Betis todos sus encantos;

a
las de rancio y perdurable nombre,

ilustradas
con turca y sombrerillo,

simón
y paje, en cuyo abono sudan

bandas,
veneras, gorras y bastones

y
aun (chito, Arnesto) cuellos y cerquillos;

y
en fin, a aquellas que en nocturnas zambras,

al
son del cuerno congregadas, dieron

fama
a la Unión que de una imbécil Temis

toleró
el celo y castigó la envidia.

¡Ah,
cuánto allí la cifra de tu nombre

brillaba,
escrita en caracteres de oro,

oh
Cloe! solo deslumbrar pudiera

a
nuestro jaque, apenas de las uñas

de
su doncella libre. No adornaban

tu
casa entonces, como hogaño, ricas

telas
de Italia o de Cantón, ni lustros

venidos
del Adriático, ni alfombras,

sofá,
otomana o muebles peregrinos.

Ni
la alegraban, de Bolonia al uso,

la
simia, il pappagallo e la spinetta.

La
salserilla, el sahumador, la esponja,

cinco
sillas de enea, un pobre anafe,

un
bufete, un velón y dos cortinas

eran
todo tu ajuar, y hasta la cama,

do
alzó después tu trono la fortuna,

¡quién
lo diría!, entonces era humilde.

Púsote
en zancos el hidalgo y diote

a
dos por tres la escandalosa buena

que
treinta años de afanes y de ayuno

costó
a su padre. ¡Oh, cuánto tus jubones,

de
perlas y oro recamados, cuánto

tus
francachelas y tripudios dieron

en
la cazuela, el Prado y los tendidos

de
escándalo y envidia! Como el humo

todo
pasó: duró lo que la hijuela.

¡Pobre
galán! ¡Qué paga tan mezquina

se
dio a tu amor! ¡Cuán presto le feriaron

al
último doblón el postrer beso!

Viérasle,
Arnesto, desolado, vieras

cuál
iba humilde a mendigar la gracia

de
su perjura, y cuál correspondía

la
infiel con carcajadas a su lloro.

No
hay medio; le plantó; quedó por puertas…

¿Qué
hará? ¿Su alivio buscará en el juego?

¡Bravo!
Allí olvida su pesar. Prestóle

un
amigo… ¡Qué amigo! Ya otra nueva

esperanza
le anima. ¡Ah! salió vana…

Marró
la cuarta sota. Adiós, bolsillo…

Toma
un censo… Adelante; mas perdióle

al
primer trascartón, y quedó asperges.

No
hay ya amor ni amistad. En tan gran cuita

se
halla ¡oh Zulem Zegrí! tu nono nieto.

¿Será
más digno, Arnesto, de tu gracia

un
alfeñique perfumado y lindo,

de
noble traje y ruines pensamientos?

Admiran
su solar el alto Auseva,

Limia,
Pamplona o la feroz Cantabria,

mas
se educó en Sorez. París y Roma

nueva
fe le infundieron, vicios nuevos

le
inocularon; cátale perdido,

no
es ya el mismo. ¡Oh, cuál otro el Bidasoa

tornó
a pasar! ¡Cuál habla por los codos!

¿Quién
calará su atroz galimatías?

Ni
Du Marsais ni Aldrete le entendieran.

Mira
cuál corre, en polisón vestido,

por
las mañanas de un burdel en otro,

y
entre alcahuetas y rufianes bulle.

No
importa: viaja incógnito, con palo,

sin
insignias y en frac. Nadie le mira.

Vuelve,
se adoba, sale y huele a almizcle

desde
una milla… ¡Oh, cómo el sol chispea

en
el charol del coche ultramarino!

¡Cuál
brillan los tirantes carmesíes

sobre
la negra crin de los frisones!…

Visita,
come en noble compañía;

al
Prado, a la luneta, a la tertulia

y
al garito después. ¡Qué linda vida,

digna
de un noble! ¿Quieres su compendio?

Puteó,
jugó, perdió salud y bienes,

y
sin tocar a los cuarenta abriles

la
mano del placer le hundió en la huesa.

¡Cuántos,
Arnesto, así! Si alguno escapa,

la
vejez se anticipa, le sorprende,

y
en cínica e infame soltería,

solo,
aburrido y lleno de amarguras,

la
muerte invoca, sorda a su plegaria.

Si
antes al ara de Himeneo acoge

su
delincuente corazón, y el resto

de
sus amargos días le consagra,

¡triste
de aquella que a su yugo uncida

víctima
cae! Los primeros meses

la
lleva en triunfo acá y allá, la mima,

la
galantea… Palco, galas, dijes,

coche
a la inglesa… ¡Míseros recursos!

El
buen tiempo pasó. Del vicio infame

corre
en sus venas la cruel ponzoña.

Tímido,
exhausto, sin vigor… ¡Oh rabia!

El
tálamo es su potro…

Mira,
Arnesto,

cuál
desde Gades a Brigancia el vicio

ha
inficionado el germen de la vida,

y
cuál su virulencia va enervando

la
actual generación. ¡Apenas de hombres

la
forma existe…! ¡Adónde está el forzudo

brazo
de Villandrando? ¿Dó de Argüello

o
de Paredes los robustos hombros?

El
pesado morrión, la penachuda

y
alta cimera, ¿acaso se forjaron

para
cráneos raquíticos? ¿Quién puede

sobre
la cuera y la enmallada cota

vestir
ya el duro y centellante peto?

¿Quién
enristrar la ponderosa lanza?

¿Quién?…
Vuelve ¡oh fiero berberisco, vuelve,

y
otra vez corre desde Calpe al Deva,

que
ya Pelayos no hallarás, ni Alfonsos

que
te resistan; débiles pigmeos

te
esperan. De tu corva cimitarra

al
solo amago caerán rendidos…

¿Y
es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran

los
timbres y blasones? ¿De qué sirve

la
clase ilustre, una alta descendencia,

sin
la virtud? Los nombres venerandos

de
Laras Tellos, Haros y Girones,

¿qué
se hicieron? ¿Qué genio ha deslucido

la
fama de sus triunfos? ¿Son sus nietos

a
quienes fía su defensa el trono?

¿Es
ésta la nobleza de Castilla?

¿Es
éste el brazo, un día tan temido,

en
quien libraba el castellano pueblo

su
libertad? ¡Oh vilipendio! ¡Oh siglo!

Faltó
el apoyo de las leyes. Todo

se
precipita; el más humilde cieno

fermenta,
y brota espíritus altivos,

que
hasta los tronos del Olimpo se alzan.

¿Qué
importa? Venga denodada, venga

la
humilde plebe en irrupción y usurpe

lustre,
nobleza, títulos y honores.

Sea
todo infame behetría: no haya

clases
ni estados. Si la virtud sola

les
puede ser antemural y escudo,

todo
sin ella acabe y se confunda.

Gaspar
Melchor de Jovellanos