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Satira primera
Gaspar Melchor De Jovellanos

SATIRA PRIMERA A ARNESTO
Quis tam patiens ut teneat se? (Juvenal)

Déjame,
Arnesto, déjame que llore

los
fieros males de mi patria, deja

que
su ruïna y perdición lamente;

y
si no quieres que en el centro obscuro

de
esta prisión la pena me consuma,

déjame
al menos que levante el grito

contra
el desorden; deja que a la tinta

mezclando
hiel y acíbar, siga indócil

mi
pluma el vuelo del bufón de Aquino.

¡Oh
cuánto rostro veo a mi censura

de
palidez y de rubor cubierto!

Animo,
amigos, nadie tema, nadie,

su
punzante aguijón, que yo persigo

en
mi sátira al vicio, no al vicioso.

¿Y
qué querrá decir que en algún verso,

encrespada
la bilis, tire un rasgo

que
el vulgo crea que señala a Alcinda,

la
que olvidando su orgullosa suerte,

baja
vestida al Prado, cual pudiera

una
maja, con trueno y rascamoño

alta
la ropa, erguida la caramba,

cubierta
de un cendal más transparente

que
su intención, a ojeadas y meneos

la
turba de los tontos concitando?

¿Podrá
sentir que un dedo malicioso,

apuntando
este verso, la señale?

Ya
la notoriedad es el más noble

atributo
del vicio, y nuestras Julias,

más
que ser malas, quieren parecerlo.

Hubo
un tiempo en que andaba la modestia

dorando
los delitos; hubo un tiempo

en
que el recato tímido cubría

la
fealdad del vicio; pero huyóse

el
pudor a vivir en las cabañas.

Con
él huyeron los dichosos días,

que
ya no volverán; huyó aquel siglo

en
que aun las necias burlas de un marido

las
Bascuñanas crédulas tragaban;

mas
hoy Alcinda desayuna al suyo

con
ruedas de molino; triunfa, gasta,

pasa
saltando las eternas noches

del
crudo enero, y cuando el sol tardío

rompe
el oriente, admírala golpeando,

cual
si fuese una extraña, al propio quicio.

Entra
barriendo con la undosa falda

la
alfombra; aquí y allí cintas y plumas

del
enorme tocado siembra, y sigue

con
débil paso soñolienta y mustia,

yendo
aún Fabio de su mano asido,

hasta
la alcoba, donde a pierna suelta

ronca
el cornudo y sueña que es dichoso.

Ni
el sudor frío, ni el hedor, ni el rancio

eructo
le perturban. A su hora

despierta
el necio; silencioso deja

la
profanada holanda, y guarda atento

a
su asesina el sueño mal seguro.

¡Cuántas,
oh Alcinda, a la coyunda uncidas

tu
suerte envidian! ¡Cuántas de Himeneo

buscan
el yugo por lograr tu suerte,

y
sin que invoquen la razón, ni pese

su
corazón los méritos del novio,

el
sí pronuncian y la mano alargan

al
primero que llega! ¡Qué de males

esta
maldita ceguedad no aborta!

Veo
apagadas las nupciales teas

por
la discordia con infame soplo

al
pie del mismo altar, y en el tumulto,

brindis
y vivas de la tornaboda,

una
indiscreta lágrima predice

guerras
y oprobrios a los mal unidos.

Veo
por mano temeraria roto

el
velo conyugal, y que corriendo

con
la impudente frente levantada,

va
el adulterio de una casa en otra.

Zumba,
festeja, ríe, y descarado

canta
sus triunfos, que tal vez celebra

un
necio esposo, y tal del hombre honrado

hieren
con dardo penetrante el pecho,

su
vida abrevian, y en la negra tumba

su
error, su afrenta y su despecho esconden.

¡Oh
viles almas! ¡Oh virtud! ¡Oh leyes!

¡Oh
pundonor mortífero! ¿Qué causa

te
hizo fiar a guardas tan infieles

tan
preciado tesoro? ¿Quién, oh Temis,

tu
brazo sobornó? Le mueves cruda

contra
las tristes víctimas que arrastra

la
desnudez o el desamparo al vicio;

contra
la débil huérfana, del hambre

y
del oro acosada, o al halago,

la
seducción y el tierno amor rendida;

la
expilas, la deshonras, la condenas

a
incierta y dura reclusión. ¡Y en tanto

ves
indolente en los dorados techos

cobijado
el desorden, o le sufres

salir
en triunfo por las anchas plazas,

la
virtud y el honor escarneciendo!

¡Oh
infamia! ¡Oh siglo! ¡Oh corrupción! Matronas

castellanas,
¿quién pudo vuestro claro

pundonor
eclipsar? ¿Quién de Lucrecias

en
Lais os volvió? ¿Ni el proceloso

océano,
ni, lleno de peligros,

el
Lilibeo, ni las arduas cumbres

de
Pirene pudieron guareceros

de
contagio fatal? Zarpa, preñada

de
oro, la nao gaditana, aporta

a
las orillas gálicas, y vuelve

llena
de objetos fútiles y vanos;

y
entre los signos de extranjera pompa

ponzoña
esconde y corrupción, compradas

con
el sudor de las iberas frentes.

Y
tú, mísera España, tú la esperas

sobre
la playa, y con afán recoges

la
pestilente carga y la repartes

alegre
entre tus hijos. Viles plumas,

gasas
y cintas, flores y penachos,

te
trae en cambio de la sangre tuya,

de
tu sangre ¡oh baldón!, y acaso, acaso

de
tu virtud y honestidad. Repara

cuál
la liviana juventud los busca.

Mira
cuál va con ellos engreída

la
imprudente doncella; su cabeza,

cual
nave real en triunfo empavesada,

vana
presenta del favonio al soplo

la
mies de plumas y de agrones, y anda

loca,
buscando en la lisonja el premio

de
su indiscreto afán. ¡Ay triste, guarte,

guarte,
que está cercano el precipicio!

El
astuto amador ya en asechanza

te
atisba y sigue con lascivos ojos;

la
educación y la caricia el lazo

te
van a armar, do caerás incauta,

en
él tu oprobrio y perdición hallando.

¡Ay,
cuánto, cuánto de amargura y lloro

te
costarán tus galas! ¡Cuán tardío

será
y estéril tu arrepentimiento!

Ya
ni el rico Brasil, ni las cavernas

del
nunca exhausto Potosí nos bastan

a
saciar el hidrópico deseo,

la
ansiosa sed de vanidad y pompa.

Todo
lo agotan: cuesta un sombrerillo

lo
que antes un estado, y se consume

en
un festín la dote de una infanta.

Todo
lo tragan; la riqueza unida

va
a la indigencia; pide y pordiosea

el
noble, engaña, empeña, malbarata,

quiebra
y perece, y el logrero goza

los
pingües patrimonios, premio un día

del
generoso afán de altos abuelos.

¡Oh
ultraje! ¡Oh mengua! Todo se trafica:

parentesco,
amistad, favor, influjo,

y
hasta el honor, depósito sagrado,

o
se vende o se compra. Y tú, Belleza,

don
el más grato que dio al hombre el cielo,

no
eres ya premio del valor, ni paga

del
peregrino ingenio; la florida

juventud,
la ternura, el rendimiento

del
constante amador ya no te alcanzan.

Ya
ni te das al corazón, ni sabes

de
él recibir adoración y ofrendas.

Ríndeste
al oro. La vejez hedionda,

la
sucia palidez, la faz adusta,

fiera
y terrible, con igual derecho

vienen
sin susto a negociar contigo.

Daste
al barato, y tu rosada frente,

tus
suaves besos y sus dulces brazos,

corona
un tiempo del amor más puro,

son
ya una vil y torpe mercancía.

Gaspar
Melchor de Jovellanos