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Angel de la isla
Castro Arasco, Dante

ANGEL
DE LA ISLA
Dante
Castro Arrasco

Habían dejado de sonar los tiros de cañón
y todo era una sola ruina de concreto y sangre mezclada con
fango oliendo a pólvora. No se podía oir mucho
porque los oídos ya casi no servían para nada
y nos iban sacando a los pocos que quedábamos con vida,
reducidos a menos que esas ruinas oliendo a muerte y dolor,
pateándonos y jalándonos de los cabellos. Tampoco
se podía ver mucho en medio de las lágrimas,
pero supimos gritar a pesar de que los golpes llovían
y supimos rabiar consignas mientras nos alineaban delante
de la zanja. Era el final de todos y había que gritar
más fuerte para que no duelan las balas. Había
que corear lo que apenas escuchábamos nos mandaba Ricardo,
hasta que de Ricardo no quedó sino un guiñapo
bañado en sangre y luego seguían los otros y
los otros cayendo en medio de la zanja. Nadie sabe si fue
por la mala puntería de los marinos o porque eso lo
hacían sin mucha convicción, pero algunos íbamos
a la fosa tan solo heridos, cubiertos por los cuerpos de los
que venían atrás y luego por los escombros que
causó la primera de las últimas explosiones.
El siguiente estampido únicamente lo sentimos los que
aún sobrevivíamos con el tórax aplastado
por el peso de los cadáveres, buscando un espacio para
respirar, empujando aquí y allá. Fuerzas ya
ni tenía, peor si estaba perdiendo sangre por las heridas.
Luego vino el vértigo, la náusea que sacudía
mi ser, la oscuridad ondulando alrededor y el aire escaso
y maloliente. Las sensaciones iban desapareciendo como en
una zambullida en lo oscuro, como en un abismo pestilente
cada vez más hondo y extenso donde no podía
llegar ni un aliento, ni una voz del mundo ruidoso. Estaba
desvaneciéndome, pero no perdí totalmente la
conciencia: la que me quedaba, me decía que no todo
estaba perdido.

Pasaron así minutos o tal vez horas. No era necesario
contar el tiempo si eso no ayudaba. La desesperación
me ganaba cada vez que los esfuerzos eran inútiles
para liberar parte de mi cuerpo de los pedazos de roca y de
los cadáveres que tenía encima. «¡Mística,
carajo!», me decía a mi mismo. Seguía empujando
sin saber qué valor tenía eso, si realmente
valía la pena pelear para que arriba igual me fusilaran.
Era como una lucha cuerpo a cuerpo contra todos los muertos
dentro de la garganta de la tierra. Temblaba un poco y el
brazo herido dolía en cada esfuerzo. El tumulto de
cadáveres no cedía y sentí pánico
de desmayanne en esos momentos. ¡Mística carajol»,
volvía a repetirme, pero el abismo insondable me iba
ganando aún contra mi voluntad. Pronto comprendí
que el que nunca se ha desmayado, poco sabe de esas cosas.

Imposible calcular cuánto tiempo estuve desmayado.
Seguían los muertos abrazándome con fuerza,
presionando a mi alrededor. Estaba sepultado aún, vivo
aún, revolcándome en el mismo infierno y asumiendo
el destino a solas. «Hay que seguir peleando», me
dije dispuesto a no abandonar la lucha por sobrevivir. De
pronto empiezo a sentir que alguien se queja, llora. Tal vez
sin querer lo he empujado haciéndole doler las heridas.

-Mis piernas, mis piernas… No las siento -escucho que solloza.

Por un instante recuerdo los cañonazos sobre el pabellón
azul, los primeros muertos de las explosiones y, sobre todo,
los gritos del camarada Mateo, allí tendido y sin piernas.
Me espanto de solo recordar.

-¿Quién eres?… ¿Mateo?

-Eulogio… Eulogio -repite como para que no lo pierda y voy
tanteando hacia donde sale su voz.

Hay cadáveres que pesan mucho, otros que se despedazan
con sólo tocarlos, pero el barro y la sangre abundante
que chorrea por todos lados, facilita que uno resbale entre
peso y peso. No puedo llegar hasta donde Eulogio me habla.

-Hay que vivir, Eulogio. Mística, Eulogio -digo sin
muchas esperanzas de ser escuchado.

-No puedo más. ¿Quién hay?

-Mario soy -le respondo- No aflojes Eulogio, tenemos que salir.

Tengo de luchar con los obstáculos resbalando entre
el barro de sangre y tierra, pero las fuerzas me abandonan
por momentos. Descanso instantes solamente. No quiero desmayarme,
no quiero morir así.

-Estamos vivos. Hay que seguir -me oigo decir, a pesar que
la rodilla de alguien me aplasta la cara. La empujo hacia
un lado y continúo abriendo camino.

-Mística, Eulogio…

-¿Mario de dónde?

-Huancavelica es mi tierra. Hay que hablar, compañero.
Si dejas de hablar, puedes desmayarte.

-Ni aire siento, huevón. ¿Qué te puedo
hablar? -solloza. Su voz se oye apagada, como si tuviera trapos
encima de la boca.

-Hay muchos mártires, Eulogio. ¡No sucumbas!
Habla del partido, de la guerra.

Podía recordarlo a Eulogio cuando recién lo
trajeron a la isla. Vino muy maltratado por la tortura y le
habían descoyuntado los brazos cuando lo colgaron allá
en Lima. El día que le tocó su primera visita,
no podía cargar a su guagua por el dolor de los brazos.
Quiero seguir hablando en medio de la sofocación, pero
ni eso puedo porque un cuerpo me presiona el abdomen. Una
cabeza choca contra mi cabeza, el dolor es insoportable. Alguien
mueve los cadáveres del lado izquierdo. Justamente
sobre la herida del brazo, siento un hincón sin misericordia
y me hace gritar.

-¿Quién hay?… ¿Quién? -susurra
una tercera voz

-Mario soy… Presiona para otro lado hom… Me has hecho
doler.

-Soy Rodrigo yo.

-¿Estás herido?

-Los brazos… Harta sangre me sale.

-¿Cómo presionas entonces?

-Con las piernas,compañero…

Ha parado de presionar, pero nos sumimos en silencio como
esperando sentir más voces allá abajo, o encima,
aunque es difícil saber dónde es arriba y dónde
es abajo. Después de largos minutos de silencio, me
preocupa Eulogio porque ya ni lo siento quejarse.

-Eulogio… Eulogio -susurro en su dirección.

-Mamacita… ¿Por qué tanta maldad? respondió
delirante. Tenía un temblor constante en la voz, como
el de los niños cuando contienen el llanto. Gritaba
por momentos reclamando la imagen de la madre, como si no
la pudiera retener y se le escapara.

-Este pobrecito nos va a delatar -sentí que me decía
con poco aire la voz de Rodrigo.

-Déjalo delirar. Igual nos van a dar vuelta -le digo.

Ya no volvimos a escucharlo a Eulogio. Su voz se perdió
entre tantos cadáveres que se empezaban a hinchar.
Por más que lo llamábamos por su nombre no nos
respondía, hasta que nos cansamos y supimos por fin
que él también se había cansado para
siempre.

-Tengo miedo… Miedo, compañero. Aire me falta, fuerzas
también.

-Levanta, Rodrigo. Levanta. No estamos muertos. Hay que pelearla
para salir. Hay que seguir hablándonos.

-¿Qué te puedo hablar? -dijo rompiendo a llorar.

-Pulseabas charango, Rodrigo. ¿Recuerdas?

-Ya ni manos tengo. ¿Para qué seguir? -respondió
con una voz angustiosa que pugnaba por no extinguirse.

Sigo luchando para arrimar escombros, pedazos humanos, cuerpos
que minuto a minuto, hora a hora, pesan más. El barro
de sangre me ayuda a acomodarme entre muerto y muerto, pero
a veces me encuentro con las paredes de la zanja y eso me
desmoraliza. «¡Mística, carajo!»

-Mario… Mario… ¿Dónde estás compañero?

-Empújate con las piernas, Rodrigo. Resiste, tenemos
que… Vamos a pelear… Hay que hacerles pagar por esto.

-Quiero irme a mi casa -llora de nuevo.

-Cuéntame eso. Cuéntame de tu casa, Rodrigo
-ahora sé que tengo que buscarlo en medio de la oscuridad
sofocante, que no saldré sin él.

-Mi casa… mi casa…

-Sigue. Sigue contando -mientras tanto iba arrimando y empujando
cuanto podía en dirección de su voz. Otra vez
me equivoco y mi ánimo se derrumba tan sólo
de saber que he desperdiciado lo mejor de mis fuerzas tratando
de empujar la pared de roca de la zanja. Encima se sienten
pisadas de botas como galope de caballos.

-Cuenta Rodrigo, cuenta.

-Ya casi no puedo respirar.. No vamos a ninguna parte.

-¡Hay que luchar, Rodrigo! ¡Levanta carajo!

-Me llamo Elmer… Elmer Juscamaita.

-Entonces ya no agotes tu aire, Elmer. Pasa la voz con el
pie. Haz sonar algo para buscarte -le dije cuando ya su voz
se escuchaba apenas como un susurro sordo, como de moribundo.
Luego ya no se sintió nada, sólo las ventosidades
que botaban los cadáveres presionados unos con otros.

-Elmer… Rodrigo… -lo llamé varias veces.

Y esos minutos se hicieron horas, quizás ya eran días
cuando supe lo que es llorar bajo tierra, entre la miasma
de orines, excremento y sangre. Estaba solo. Los latidos del
corazón que eran los latidos de las venas, de las sienes
y de las ingles, y la herida del brazo izquierdo me recordaban
a cada momento que estaba desgraciadamente vivo bajo el infierno
y que mejor hubiera sido morir.

¡Levanta,
Mario! ¡Levanta! ¡Piensa en el partido, en la
guerra popular! Y recordé que eso era lo que gritaba
el camarada Mateo cuando tratábamos de defender el
pabellón a lanzazos, pedradas y cuchilladas, devolviéndoles
las lacrimógenas, las vomitivas y hasta las granadas
con los coladores de la cocina. Él ya sin piernas y
desangrándose, seguía infundiéndonos
valor entre lágrimas de moribundo. Y los marinos gritando
como hienas cebándose en sangre humana, matando y matando,
mientras que con nuestros cuerpos tratábamos de proteger
a los rehenes. Y otra vez ahora el vértigo, la náusea
y la caída irremediable en el vacío de sombras.

Desperté sin poder precisar cuánto tiempo había
transcurrido: no importaba el tiempo ya y estaba solamente
pendiente de mi propia impaciencia, de mi propio dolor. Poco
a poco iba recuperando movimientos desplazándome a
lo largo de la pared de rocas con más facilidad, pero
a los extremos encontraba nuevamente el final áspero
donde las uñas y los dedos no servían como herramientas,
donde no había más allá del cemento y
la piedra. Más abajo el tacto me iba revelando pedazos
de madera, quizás pedazos de puerta o catres destruidos.
Un listón me sirvió para separar o destrozar
más los cadáveres en el mismo camino de regreso.
De pronto un ruido y otro y otro: ¡Crisc! ¡Crisc!
¡Crisc! Aguzando el oído supe de donde venía
y con el listón separé obstáculos hasta
allí. Bajo unas tablas ocultas por los cuerpos, alguien
raspaba con las uñas.

-¿Quién?… ¿Quién?… ¡Habla
carajo! -grité.

Me respondió el lamento de un perro que trataba de
salvar su vida. Era «Negro», el perro del pabellón
al que engreíamos todos. Con muchas dificultades lo
libré de lo que le aprisionaba y me reconoció
por fin lamiéndome el rostro acartonado de sangre seca.
Él mismo empezó a deslizarse entre bultos informes
buscando camino; y yo, a ciegas, lo seguí tanteando
los crespones de su lomo. Con sus patitas iba empujando lo
que podía y lloraba cuando no conseguía nada;
entonces le ayudaba para que pudiera pasar. Fui siguiéndolo
así, ayudándonos los dos, como reconociéndonos
compañeros de desgracia, y encontramos otra zanja que
comunicaba con la nuestra. ¡Era uno de nuestros túneles!
Ya no íbamos separando muertos gelatinosos sino pedazos
de pared, cartones y trozos de colchón que habían
servido para bloquear uno de los conductos de fuga preparados
antes del genocidio. Su naricita buscaba y sus uñas
seguían escarbando hasta que se puso inquieto, como
loquito en esa sola dirección. En un supremo esfuerzo
le ayudé sacando con las piernas un enorme resto de
concreto y argamasa hacia arriba y nos cayó tierra
a los ojos, pero no la suficiente como para que no sintiera
en el rostro el chorro de luz solar. Así, abrazando
al «Negro» contra mi pecho, salí hacia la
superficie tropezándome y llenándome hasta donde
pude los pulmones de aire costero.

Los uniformados corren hacia nosotros gritando lisuras y maldiciones;
me arrancan al «Negro»de los brazos y me tienden
a patadas en el piso. Uno de los infantes de marina hace sonar
el cerrojo de su arma y por ese momento pienso que toda la
lucha por sobrevivir ha sido en vano. Suena el tiro de fusil
y cierro los ojos. Cuando los abro veo al «Negro»
agonizando a mi lado, boqueando sangre, tratando de pararse
y no pudiendo. Por último lo veo tendido de costado,
levantando su orejita como despidiéndose. Ha muerto
y las lágrimas empiezan de nuevo a correrme por el
rostro.

-¡Llévenselo a las rocas y maten esa mierda de
una vez! -grita el oficial señalándome.

Los infantes me conducen detrás de las rocas jalándome
del brazo herido, pero hay discusión. No puedo entenderles.
Llegando uno le dice a otro que se quite su casaca y su gorra.
Que me ponga esas prendas, que es cosa de Dios el que me haya
librado dos veces de la muerte.

-Si has sobrevivido al abaleamiento y a la explosión,
es porque Dios lo ha querido… -me dice el más alto
con el rostro cubierto de betún. «¿Qué
dice éste? ¿Acaso me quieren para torturarme?»,
pensé temblando.

Regresamos trotando con el pelotón que se retiraba
a las instalaciones de la isla. A media carrera trato de detenerrne
para despedirme del «Negro», para darle el último
adiós al que había sido mi compañero
y salvador. Pero uno de los marinos otra vez me jala del brazo
herido haciéndome doler.

-Puta que eres huevón, baboso de mierda… ¡Tanto
muerto y tú llorando por un perro!… ¡Corre,
corre, carajo! ¡A mi paso, Lázaro, a mi paso!

Atrás quedaba la fosa, el cuerpo del «Negro»
tendido de costado y el sol muriendo detrás suyo, más
allá de los escombros sobre el mar.

Callao, 1986