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Atracci?n de circo
Quintanilla Osorio, Jesus

ATRACCIÓN
DE CIRCO

AUTOR:
JESÚS QUINTANILLA OSORIO.

Avanzada
la noche, mientras las titilantes estrellas colgaban del cielo
profundamente azul, el hombre permanecía en su camerino,
con la cabeza baja, mientras, lentamente, se quitaba la pegajosa
cubierta de su piel, como si fuera una excrecencia de esta,
pero con la apariencia de un amasijo de carne putrefacta,
efecto conseguido gracias a los toques de maquillaje.
El traje, de tamaño natural, le cubría casi
totalmente, y escondía la verdadera estructura ósea
considerablemente menor, de su esqueleto.
El restante se completaba con largas zancas, confiriéndole
el aspecto de un gigante.
El anuncio, afuera de la carpa, presentaba a ANDRÉ,
EL MONSTRUO DE DOS CABEZAS, promoción con poca justicia,
porque aparte de la suya natural, bastante pequeña,
casi calva y cerúlea, la otra sólo formaba parte
del relleno conseguido con pedazos de estopa y algunos apliques
de pintura antes de la función, para darle realismo.
A esas horas de la madrugada, cuando los fantasmas nos envuelven
con su halo de misterio, la feria permanecía dormida,
con sus gigantes mecánicos abandonados, los tentáculos
inmóviles, con restos de grasa, apenas apoyados en
el suelo, mientras las barandillas y los escalones, algunos
caídos por el ventarrón de la medianoche, se
mostraban grotescos, despintados, con la pintura levantada
en varios puntos, hábilmente disimulada por el camuflaje
de las luces de colores de los juegos.
Serpentinas de colores, y montoncitos de confeti cubrían
casi toda la superficie.
Algún trasnochado jugaba un solitario en un pequeño
escondrijo, una pareja se hacía el amor en silencio,
como si no quisieran turbar la quietud de ese mágico
instante, y los más, dormían en espera del siguiente
día, con sus luchas, sus sueños. Mientras, André
se despojaba de su vestuario, ceremoniosamente, como si hacerlo
deprisa, rompiese el hechizo de sus múltiples actuaciones.
Su vida, desde siempre, reflejaba una sucesión de fragmentos
de todos los colores: Conoció el amor, en una pequeña
artista, con el rostro de una mujer ya vivida, debió
sumarse a la nostalgia cuando ella abandonó las atracciones
para dedicarse a su propio restaurante en un viejo barrio
parisino.
Casi todos sus familiares habían muerto, y el único
sobreviviente, vivía cerca de un laboratorio clínico
en las afueras de la Ciudad, muy próximo a la salida
de Ruén.
André sabía de la nostalgia, entendía
la soledad como una urgente necesidad de encontrarse consigo
mismo, y nunca se dejaba abandonar por el miedo.
Casi había terminado.
Sólo le quedaban las manos.
Se las quitó con presteza, y las metió con el
resto de sus miembros, al baúl negro.
Luego, arrastrándose con los muñones, se dirigió
a su brevísimo camastro.
Al pasar por el espejo, no pudo disimular su asombro ante
aquella espantosa máscara de su rostro, con un solo
ojo y la nariz como una gota suspendida en medio de su cara,
que le mostraban en toda la extensión de su fealdad.
Se recostó en las mullidas almohadas y cerró
los ojos.
Mañana sería nuevamente, ANDRÉ, EL GIGANTE.