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Cuentero de monte adentro
Castro Arasco, Dante

CUENTERO DE MONTE ADENTRO
Dante Castro Arrasco

Catalino era quien contaba cosas interesantes allá por Puerto Bermúdez. Le decíamos Catasho de cariño y nadie podía asegurar si tenía treintaicinco o cuarenta años. Eso si, era solterón empedernido y gran aficionado a los burdeles y al trago. Buen matero para buscar los mejores palos en el monte, los de madera más fina y de mejor estampa. Luego de cumplir la faena nos reuniamos a fumar un mapacho mirando la puesta de sol sobre la llanura amazónica, escuchándolo contar con ese dominio de palabra nacido en él. Nadie le interrumpía y después del cuento todo era silencio y cavilaciones de los escuchas ante la mirada satisfecha de Catasho. Bajo de estatura, de mucha fibra muscular, perfil aguileño y sublimes entradas de calvicie, movía siempre las manos ásperas al son del acontecimiento narrado. Las copas de los árboles sostenían ya el peso de la noche y el sol se despedía en fulgores fugaces sobre el río eterno, pero Catalino seguía contando entre las sombras.

-Una de otorongos, pues Catalino -insistía Génesis para que arrancara y él hasta se hacía de rogar.

-No se metan con el tigre -decía Mashico desde su mejor posición de descanso- …Cuéntate mejor una de mujeres.

Catasho entonces conmovido por los ruegos, se tiraba la gorra hacia atrás y frotándose los brazos acribillados de ronchas, iniciaba su relato.

«Resulta que esa noche iba yo por el lado donde vive la Carmela Reyes, anden ustedes a saber para qué, y veo que su marido se había quedado en la casa. Vi su sombra y cambié de rumbo, disimulado, como quien se equivoca de camino, tratando que no se dé cuenta el muy cornudo. Pero algo habría visto porque salió en medio de la oscuridad con la escopeta, gritando a todos los rincones de su chacra: -¡Quién anda ahí! … ¡Quién anda ahí! -gritaba listo para dis-parar a lo primero que se moviera. Miedo siempre hay cuando uno sabe que está en falta, así que agachadito me fui gateando por la punta de yuca que han plantáo junto al río. Esas dos terneras finas que son su adoración de Carmela Reyes se inquietaron en el potrero. Las dos lloraban en el corral; nerviosas estaban. Y el cornudo seguía buscando entre los plantones de yuca con la escopeta lista para enfriar a lo primero que se moviera. Yo que me escapaba encogido como el quirquincho, me encuentro frente a frente con alguien en la oscuridad. Escondido también estaba, huyendo quién sabe si del marido celoso y con miedo igual que yo. Los dos nos quedamos quietecitos, mirándonos como compañeros de desgracia, respirando fuerte. Así pasamos un rato. Rato largo se hacía, hasta que el viento se llevó las nubes más allá y la luna nos echó un poco de luz encima. Vi sus ojos de demonio mirándome de frente y creí por un momento que estaba ante el diablo. Sentí su aliento fétido en mi cara y me hice la señal de la cruz tratando de rezar el credo que no recordaba. En eso sonó un cartuchazo a mis espaldas y la perdigonada me pasó con las justas por encima de la cabeza. Cerré los ojos dándome por muerto. Y ahí mismito saltó rugiendo hacia el monte un otorongo bien cebao, que era lo que me estaba marcando de cerca en medio del yucal. -¡Era un tigre, Carmela! -gritó el cornudo a su mujer, que también había salido a ver por qué lloraban tanto las terneras…»

Hubo silencio mientras Catasho nos recorría con su mirada de loco orgulloso por ver cuánta atracción tenía su historia. Algunos reíamos contentos de haber escuchado algo nuevo, porque Catalino nunca repetía sus relatos. Otros movían la cabeza incrédulos de que el cuentero escapara tan fácilmente del otorongo.

-Cuéntate otra de mujeres, pues Catasho.

-Experto es el Catasho en mujeres -decían.

Mientras los murciélagos enormes revoloteaban entre las ramas desnudas del mango, Catasho mataba los mosquitos que acribillaban su cuello, preparándose a contar otra historia. A nadie le importaba la noche.

«Ustedes saben cómo son las hijas del viejo Casimiro. Guapas ellas, blanconas, buena carne pa’ los leones. Y el Casimiro que las cuida como si fueran vírgenes las muy pu … rísimas, sin saber que a sus espaldas ellas viven bien su vida, como todos nosotros. Yo en ese tiempo andaba detrás de Zenaida, la gorda. Buenamoza era la gorda. Y cuando me iba a Pucallpa, jamás olvidaba traerle un cortecito de tela bonita para que se haga esas falditas que le quedan tan bien. Detrás de la Zenalda iba yo, embobao, como si me hubiera pusangueao con sus caderas la muy bandida. Entonces fue que una noche me dio cabida pa’ que la buscara en su casa, aprovechando que don Casimiro se había ido a una fiesta de tumbamonte. Tenía que ir por el patio, cuando todos dormían y entrar al baño para encontrarnos. Y así me fui por detrás de la casa agüeitando cómo estaba el ambiente. Y a que no adivinan a quién lo encuentro…»

-Seguro que a don Casimiro -comentó el Mashico desganado, creyendo que la historia terminaba. El narrador lo miró fijamente con ojos de rapiña, haciendo una pausa para humedecer los labios. Luego prosiguió sin importarle el comentario.

«Me encuentro cara a cara con el brujo Félix Huarcaya. Ahí mismito estaba el brujo fumando su cachimba de tabaco fuerte. -Eso que vas a hacer, Catalino, muy mal te va a salir- -me dijo. Pero yo, caballo viejo, caballo terco, no quise hacerle caso. Viendo mi terquedad, mi falta de seso, el Félix Huarcaya dijo que me iba a demostrar cómo se hacían las cosas. -Hoy voy a acostarme con la Priscila y ella ni cuenta va a darse -dijo por la segunda hija de don Casimiro y yo no le creí. Sin decir más, el Félix, todo flaco y arrugao, se convirtió en gato negro y saltó la cerca de palos pa’ luego meterse por una de las ventanas. -¡Carajo! -dije yo asombrao, con miedo de verlo al brujo convertirse en gato y entrar por la ventana del cuarto de Priscila. ¿Y qué creen que pasó?…»

-Seguro que después parió gatitos… -se burló Génesis haciéndonos reir. Pero eso no le importó a Catalino. El siguió contando.

«En eso salió la gorda pa’l patio y cruzando por lo oscuro se metió al baño con su papel higiénico en la mano. De sólo verla me olvidé del Félix y más fogoso me puse. Me aventé por encima de los palos pa’ir acercándome despacito al baño. Despacio para que nadie se despierte en la casa avanzaba yo hacia ‘onde estaba la hembra esperándome. Y qué creen que pasó…»

-Cuenta nomás, Catalino -dije tratando de abreviar la expectativa.

«Veo salir al patio a don Casimiro, todo zampao, borracho hasta su mano, que se venía del tumbamonte lleno de serpentinas y talco por todos lados. Hablaba solo y con palabras fuertes maldecía su borrachera. Entonces me puse juntito a la sombra donde la luna no me delatara, pegado a la pared del baño. El viejo, como había encontrado la puerta del baño cerrada, se puso a mear justamente allí, apuntando a la pared ‘onde yo estaba arrimao y muerto de miedo. En principio no me vio y siguió meando, mirando como zonzo al vacío, murmurando lisuras. Me mojó mis zapatos nuevos y parte del pantalón sin darse cuenta. Y meaba como si se hubiera tragado todo el río; no había cuando acabara. Yo …quietecito, en firmes, ni respiraba. Hasta que el viejo maldecido empieza a sacudírsela y levanta la vista encontrándose de pronto con mi cara. Nervioso le sonreí primero y le dije después casi sin voz: -Güenas noches, don Casimiro- ¡No sabia dónde meterme, óe! Y ahí estaba delante mío, todo gordo, con su respiración de fuelle, mirándome. Me cubrí los testes cuando me tiró la patada, pero el lapo que me mandó si tronó feo en mi cara. Salí corriendo, mientras el viejo gritaba: -¡Ratero! ¡Ratero!- Y a la salida de la carretera a que no adivinan a quién veo.»

Todos nos reíamos de la cara del cuentista y de los gestos que hacía para ilustrarnos mejor, pero igual callamos para seguir escuchando, como si el Catasho nos mandara silencio. Sólo los grillos y los sapos voladores se dejaron sentir.

«Ahí mismito lo veo al gato negro saliendo de entre los palos de la cerca, sacudiéndose todo satisfecho después de haberse pachamanqueado a la hembra. -¡Ya te jodiste, Félix maldecido!- Le grité en medio de la oscuridad, agarrando piedras y plantando la carrera tras el gato. La primera le cayó en pleno tronco y con la segunda lo rematé en el cráneo al animalito pa’ que el brujo no recobrara nunca su forma de cristiano y no se siga aprovechando así de las mujeres…»

-No seas pendejo, óe Catasho. El Félix está curando allá, por Súngaro.

-Yo también he sabido que anda curando por allá, por Palcazú -dijeron.

Pero el narrador no se amedrentó con las aclaraciones. Siguió adelante con la historia sin importarle.

«Óiganme. ¿Y qué creen que había detrás mío cuando maté al gato? Ahí justito estaba el Félix Huarcaya cagándose de risa de mi furia, mirándome cómo descargaba la piedra una y otra vez sobre los sesos del gato. Y me sentí ridículo, avergonzao de lo que estaba haciendo. -Catalino abusivo. ¿Qué te ha hecho el animalito ese pa’ que lo mates así? -me dijo. Y yo que nunca antes le tuve respeto a estas cosas de brujos, salí corriendo hacia la carretera para nunca más volver por ahí…»

Con el cuerpo adolorido por la jornada, olvidándonos del hambre, de las heridas en las manos y de las picaduras a flor de piel, reíamos de las ocurrencias del hombre. El no quería que le creyeran, sino que el resto pasara un rato agradable siguiendo con expectativa el devenir de sus relatos. Lo importante era contar por contar y, cuando ya no tenía qué contar, inventaba algo como quien saca el naipe necesario debajo de la manga. Con las herramientas al hombro nos fuimos despidiendo, sin dejar de saborear los restos de la última historia.

Génesis, Catalino y los Guzmán tomaban el camino del aguajal, mientras Mashico y yo nos retirábamos hacia la pequeña chacra que le ganamos al monte por la zona de carretera. Allí nos esperaba la casa sin paredes donde era posible reposar hasta el amanecer burlando, bajo los mosquiteros, el ataque implacable de los zancudos.

-Ese Catasho sí que sabe mentir -me comentó el Mashico ya en camino.

-Algo de cierto habrá en lo que cuenta… -respondí sin pensar.

-Pero ya es muy pendejo, óe. Puede recibir castigo por mentiroso. Así como él, había un jijuna en Cacazú que mentía y mentía sobre la Sachamama… Esa serpiente enorme, más grande que la Yacumama pero que anda en la tierra. Esa se traga a cualquier cristiano que se le cruza o animales grandes; primero los hipnotiza y luego se los traga. Este jodido decía que había visto a la Sachamama y que había burlado su mirada. Toda la gente sabe que es imposible escapar cuando te fija los ojos. Un monstruo es. Le crecen plantas encima y a veces los viajeros la confunden con un árbol tirao a medio camino. Y el ladino ese decía que hasta había dormido a su costado.

-¿Y qué le pasó? -pregunté sin desviar la vista del oscuro sendero.

-Un día que lo dejaron solo bajándose un palo de mohena adentro del monte, vino la Sachamama y se lo tragó. Encontramos su zapato de jebe, su herramienta y el sombrerito que usaba el muy mentiroso.

Seguimos caminando en silencio, pensativos y atentos a los obstáculos de la trocha que fugazmente alumbraban las luciérnagas. Sentíamos el silbido desconfiado de las serpientes pequeñas y el croar del sapo volador, el del Walo que es más grande y del Bochito ronco en medio de la maleza húmeda. Chirridos de grillos y chicharras cerraban la noche a los flancos del camino.

El día había sido muy duro por haber transportado los troncos cortados al botadero. La corriente de agua que lubricaba la canaleta donde deslizábamos los enormes palos, se secó y tuvimos que desviar otro brazo de agua para que alimentara el botadero. Ahí se impusieron el ingenio y la pericia de Catalino. Daba órdenes como si fuera un ingeniero y nosotros obedecíamos sin gastar bromas. Los gemelos Guzmán tuvieron peor suerte al encontrarse con un panal de avispas en el árbol que cortaban, así que regresaron todos hinchados por las picaduras y calenturados por la fiebre. El cielo seguía ayudando: no había llovido durante la semana. Cuando caía el sol nos detuvimos como una patrulla de hormigas desconcertadas en medio de la vegetación. Casi por inercia o por costumbre, fuimos a sentarnos en el mismo lugar, al pie del mango donde fumábamos cotidianamente escuchando los relatos del Catasho.

-Cuéntate algo, cho… -le dijo el Génesis.

-Cuéntate otra del tigre -pedí yo. Mashico no dijo nada y los Guzmán sólo tenían atención para sus dolencias. Fue suficiente para que el cuentista se nutriera de los mejores vientos del bosque y su rostro cansado cobrara vitalidad.

«Ustedes no han visto al otorongo cuando se ceba en la sangre de cualquier animalito que atrapa. Primero le rompe el pescuezo y chupa su sangre con los ojos cerrados, chinos de gusto, sin importarle el mundo una vez que está así. Creo que es como una droga para él. Cierra los ojos de placer y chupa la sangre del animal, ya sea vaca, chancho, chivo, venado, lo que sea. No le importa tanto la carne como la sangre tibiecita brotando de su yugular. Antes que vendiera mi terreno rozao ya en Palcazú, yo criaba chanchos para hacer manteca. Todos saben que el colono que quiere empezar bien, primero debe criar el chancho, porque es lo que más rápido rinde. Luego transportaba la manteca a lomo de bestia pa’ negociarla en los caseríos donde me pagaban bien.»

-¿Y el tigre, socio? -preguntó Génesis. Catasho lo miró con ojos de cernícalo y siguió contando.

«Era un invierno de lluvia cerrada en que me había quedao con un chancho nomás. Chancho grande era, como para padrillo; lo quería mucho yo. Por eso su chiquero lo tenía junto a la casa. Una noche, de madrugada casi, sentí el gemido de mi cuchi como si me lo hubieran ahorcao. ¡Huijj!… Y ya no volví a escuchar nada más. Raro, dije. Creí que el duende me estaba haciendo alguna mala jugada, pero dominando el miedo agarré el machete y bajé a ver qué pasaba. Escopeta ni tenía en ese entonces, si hasta había que prestarme pa’ cazar. Salgo… y adivinen qué veo.»

-El tigre -respondió Génesis.

«Ahí, pues, estaba el otorongo cebándose regocijáo en el cuello roto de mi cuchi. Dominado por la sangre que se la tomaba con un gustazo, se había olvidado que el chancho tenía su dueño. Casi echo a correr de miedo, porque el animal era el doble que mi peso.

Temblando mis rodillas, despacito me acerqué rogándole al Divino que el tigre no saliera del encanto de la sangre… ¡Y ahí fue que le zampé el machete con todas las fuerzas de mi cuerpo!»

-¿Y así murió el tigre, Catalino? -pregunté al cabo de algunos segundos de expectativa. El continuó.

«De puro nervioso le seguí macheteando al bicho, ya por gusto si estaba muerto. Y así terminé malogrando esa piel tan linda que me la hubieran pagado bien. Pero, hay que ver… La oportunidad viene de Dios una sola vez en la vida.»

Los murciélagos aleteaban por momentos encima del grupo despertando hacia la profundidad de la noche selvática. Unas pocas luciérnagas flotaban sobre la cabeza del Catasho iluminando su perfil. Nos quedamos pensativos pitando los restos del mapacho y soportando el vaho caluroso que parecía brotar de la tierra. El trueno repentino nos sacó del mutismo ocioso en que nos habíamos perdido. Cada uno se iba incorporando, estirando los miembros entumecidos y sacudiéndose las cenizas de la ropa.

-Bueno, jóvenes… Por hoy se acabaron los cuentos y hay que darle descanso al esqueleto -dijo Catalino incorporándose con las manos en la cintura adolorida. El Génesis tuvo que alcanzarlo porque ya se dirigía con paso rápido hacia los aguajales. Luego lo siguieron los Guzmán.

-Habla del otorongo como si fuese un gatito -comentó disgustado Mashico a medio camino.

-Se tratará de uno de esos otorongos maltoncitos todavía. Seguro uno de esos mató a su chancho -quise disculparlo.

-Has de saber, colorao, que todos los animales del monte tienen sus protectores, igual que cada vegetal tiene madre. Por eso ya no quiero decirle nada al Catasho sobre el tigre. Si él quiere acabar mal por andarse burlando del tigre, es cosa suya. Más bien no le exijan que cuente, no vaya a ser que por ustedes este hombre termine feo su existencia. Pero apréndete algo: aquí en el monte hasta las bestias merecen respeto. Si matas al fiero otorongo alguna vez, debes hablar de él con respeto, como de un valiente que te supo enfrentar.

No discutimos más en esa noche de llovizna y zancudos.

El viento soplaba lento, casi imperceptible, desde lo más profundo de la ciénaga arrastrando ese olor de fango y raíces muertas, pero no amanecía. No era precisamente un viento, sino cualquier vaho parsimonioso que trae la madrugada. Los pájaros no tenían ganas de armar el laberinto que acostumbraban hacer antes de los primeros resplandores. Mashico prendió la radio y así nos dimos cuenta que era domingo antes que terminara de calentarse el café en los tizones ardientes de la cocina. «Madrugada floja», dijo Mashico, sentado en su tarima mirando el vacío.

Con las primeras luces vimos venir a lo lejos la figura de Génesis, con medio cuerpo desnudo y sorteando los accidentes de la trocha. Agitado, luciendo las picaduras recientes de zancudos, se nos acercó sollozando.

-¡El tigre se lo llevó a Catalino! -gritó quebrándose la voz.

-Anda baboso… ¿Pa’ eso has madrugao? -se burló Mashico mirándolo de pies a cabeza como si fuera un mono gracioso.

-Yo mismo lo he visto. Han salido a buscarlo pa’ ver si todavía está con vida… ¡Créanme!… ¡Por Dios, lo juro!

-Te voy a agarrar a palazos, mentiroso del diablo, pa’ que aprendas a no inventar cojudeces. ¡Ya!… ¡Largo, largo!

Mashico saltó fuera de la casa cogiendo un pedazo de chonta a modo de garrote, pero el Génesis sólo se hincó de rodillas suplicando. Ambos corrimos a levantarlo y nos dimos cuenta que sus lágrimas eran de verdad.

-Créanme, por Dios, hermanitos. ¡Allí está su sangre camino del monte!… ¡Créanme! -lloraba.

Nunca lo volvimos a ver al Catalino y ninguno puede recordar cuál era su apellido. Se lo llevó el otorongo antes de las primeras lluvias de enero y quedaron debiéndole varios jornales que jamás nadie se acercó a cobrar. Los madereros de Puerto Bermúdez ahora comentan sobre un hombre llamado Génesis, que cuenta cosas interesantes y que no se cansa de hablar en los bares acerca del otorongo y otras fieras vivientes del bosque que vienen para llevarse a los mentirosos.

La gente suele dejarlo hablar.