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Delicados fragmentos de un arco iris roto
Lozano, Manuel

DELICADOS
FRAGMENTOS
DE UN ARCOIRIS ROTO*

-Todo
esto es un milagro-alcanzó adecir –
y lo milagroso da miedo.
Jorge Luis Borges,
El libro de Arena

I Transfiguraciones de una apariencia

¿Cuál
es el rasgo determinante de la alegoría que tradicionalmente
se ha dado en llamar «las edades del hombre»? ¿La
muerte inmanente, acechando en cada resquicio, o acaso esperando,
que también es una forma del asedio? ¿El hambre
y la avaricia de los años y los detritus que dejan
bajo un mismo, aparente sol? ¿La mera perplejidad ante
los ambiguos enigmas de toda vida? ¿O sólo el
espacio que dibuja ese enigma insoluble sobre las rotaciones
del tiempo?
Dentro de esa alegoría, la juventud ha simulado siempre
-al menos, en Occidente- un espacio epifánico tramposamente
seguro y triunfante, por más que se omitiesen, en ciertos
períodos, sus rasgos más notorios. Aun con sus
temeridades y el siempre sospechado pathos, el joven Prometeo
simula vida frente al ataque del buitre. Dionysos, portador
de la primavera, conoce de antemano su ciclicidad. Cristo
(de muchas maneras, un nuevo Dionysos y un Prometeo transfigurado)
muere a los treinta y tres años, legando a sus seguidores
una promesa eternal exudante de parábolas fervorosas.
¿Cómo entender al Paraíso sino como el
arquetipo platónico de la juventud? ¿Leerlo
como la perpetua sombra de un Paraíso Perdido jamás
reencontrado?
Dilatada en los siglos, entretejida por la apología
o el rechazo -momentos extremos de las redes del poder según
Michel Foucault-, la juventud obstina vida. Desnuda vida.
Desordena vida. Se sumerge en la sed de un mar de sangre.
Allí reside la transfiguración de su tragedia:
su máxima aspiración.

II ¿Infiernos de una hermosura perdurable?

Oscar Wilde redescubrió los misterios irisados del
infierno en la amenazadora belleza de Dorian Gray. «Ahora
bien: la belleza de Dorian era de ese género cuya seducción
proviene del color y de la expresión (…) Pertenecía
a esa clase de jóvenes que hacen que el mundo parezca
jovial aunque sople el infortunio. La bondad y la dicha irradiaban
de él visiblemente; la habitación más
sombría parecía iluminarse suavemente y animarse
cuando él entraba», aclara Basil Hallward, uno
de tres espejos arúspices del irlandés, del
mismo modo que el esplendente Lord Henry o el amargado Gray
en el prefacio del artista, para rematar inmediatamente, «Lástima
que un ser tan magnífico deba envejecer algún
día- suspiró Wilde.»
La esfinge calla y se precipita al abismo.

III
Inutilidades del Yo

La juventud resultaría, entonces, un larguísimo
concepto en su tribu inquieta de significantes. Un coup de
des, para parafrasear a Mallarmé, pero vindicando la
etimología árabe de dado: Azar. También
parecería lamer en las márgenes de su propia
alteridad, de los «desechos» de un yo inasible,
furiosamente mutable, para descomponerse luego en un doble
extrañamiento que la revele ilusión de integridad
y memorial sísmico. Porque si todas «las edades
del hombre» son posesas de un hambre que las nutre o
las desquicia por igual, dentro de ellas la juventud se erige
en espejo azogado de esta obsesión: alienante rebeldía
adorada por el mismo sujeto que la padece, busca de verdad
a pleno sol de los deslumbramientos, conjunción tanática
y orgásmica danzando por encima de un panteón
de dioses falibles cada vez, crasa e incompleta cuando explora
– sobre todo, navega- la fresca piel criminal de la especie.
Yo es tú, nos recuerda quien precisamente abjuraría
de sus preocupaciones juveniles: Arthur Rimbaud.

IV. Inutilidad de una agonía

Tan inútil como una niebla clara alrededor de un bosque.
Así se me presenta la agonía de la juventud:
la música de su éxtasis, y luego el golpe en
la piel.

V. Un territorio de contraluces extremas

No es posible al fin que el milagro no estalle.
Antonin Artaud, Otros Poemas

Quiero acercarme a la emboscada. La escritura de la juventud
-las variaciones de la idea- dibuja un archipiélago
donde las sombras se igualan con el día. El archipiélago
puede simular una mazmorra. ¿Por qué esta sociedad
post-industrial cotiza tanto una muerte joven? ¿Por
qué los mitos jóvenes demoran en borrarse del
imaginario colectivo? Vemos sus increíbles mutaciones.
Las escuchamos. Nos rozan. ¡Qué patético
desamparo el de un James Dean, de 24 años, bajo una
lápida pisoteada por las muchedumbres! ¡Cuánta
Silvia Plath oculta bajo almibaradas e incontables páginas!

VI. In signo balbus

Los equívocos diccionarios vienen definiendo la juventud
(entiéndase a la definición en tanto otra falacia)
como aquella «etapa entre la niñez y la edad viril».
Luego, no agregan sino unos torpes ejemplos del tipo «la
flor de la juventud». Si viril vale por varonil o lo
propio del género masculino, ¿qué no-espacio
se reserva a las mujeres? ¿Una niña daría,
por ejemplo, un salto abrupto hacia la vejez? ¿O simplemente
remplazaría ese «período» por dosis
más largas de infancia y vejestud?
En pleno siglo V un monje de Suiza le envía una carta
a otro de Alemania, diciéndole «te escribo in
signo balbus», es decir con los signos del balbuceo.
Los bárbaros estaban a las puertas de una Roma incendiada,
se esperaba un seguro apocalipsis. Hoy asistimos desasosegados
a las múltiples invasiones de ese Leviathán
llamado globalización. La globalización vomita
estadísticas económicas y balbucea. Los diccionarios
también.

VII. Juvencia**

Aunque lo hacen a pleno sol, parecen «sombras talladas
por un relámpago negro» (como aquellas damas del
Breton de Nadja). Son varias las que cruzan la fuente de la
juventud en el cuadro de Lucas Cranach. Viejos caballeros
armados las esperan en la otra orilla con la casi seguridad
del contagio. Ellas son, a la vez, sacrificadas y poseedoras:
autómatas desatinadas.
Dicen que el rey Salomón se rodeaba también
de numerosas adolescentes en busca del contagio, de ese emigrar
hacia lo prematuro.

VIII.
Transcronologías

Por eso el simulante y joven Tom de El Zoo de Cristal, excediendo
los meros usos y costumbres de su época, dará
con la feliz metáfora del arcoiris roto, los delicados
fragmentos que hacen al cuerpo y al alma de esta insaciable
peregrina. La que nunca se cansa. La que apuñala muerte
con todo su temblor. Con las heridas del grito.

Manuel
Lozano
Buenos Aires, abril de 2002

*(Seleccionado y publicado para la edición
especial de «Eccus»
(Madrid, mayo de 2002), fue distribuida en las universidades
y centros académicos de España y de otros países
europeos).

**El
apartado VII fue agregado a posteriori.

Manuel Lozano