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El arreo de la mula
Lopez, Ruben

EL
ARREO DE LA MULA
Rubén López

Inocencio Grajales fue a parar a la cárcel sin que
nadie supiera el porqué. ¿Cómo es eso,
se preguntaban en el pueblo, de que un humilde caficultor
fuera condenado a veinte años de prisión?

Su mujer, dedicada a la cestería, contó sobre
los últimos días:

Inocencio
madrugaba con el alba. Al poco rato, en la cocina se sentía
un aroma de café molido y tostado. Aprontaba el canasto
y recolectaba los frutos cereza, con la despulpadora separaba
las semillas de la pulpa, lavaba y secaba los granos de café,
los echaba en tanques y allí los dejaba remojando y
fermentando.

Al día siguiente recogía aparte el café
vano que flotaba en el agua para separarlo como pasilla, vaceaba
los granos en canales y los lavaba por completo en agua limpia
que cambiaba constantemente. Lavado el café, le dejaba
escurrir el agua hasta que al frotarlo lo percibía
áspero y produciendo un sonido de cascajo, lo llevaba
al secadero para que los rayos solares lo dejaran como pergamino
seco, periódicamente revolvía el café
con un rastrillo de madera, lo zarandeaba para eliminar las
cáscaras, los granos sin despulpar y las hojas, y así
determinaba el tamaño de los granos, «chatos»
y «mokas».

De modo que en La Felicia no podían más que
preguntarse: ¿cómo fue que terminó en
la cárcel un pobre hombre que, además de buen
padre y marido, no hacía más que trabajar y
trabajar?

El
penúltimo domingo en la mañana Inocencio Grajales
se dio un baño, se afeitó, se puso su camisa
dominguera, preparó dos mulas y las cargó con
bultos de café, se despidió de su mujer y sus
cuatro hijos y se fue camino a La Felicia.

En
el pueblo vendió los bultos de café a una trilladora
de Juancho Morales. Como pretexto para hacerle ciertos comentarios,
un empleado lo invitó a ver cómo se procesaba
el café. Con el realizo Inocencio compró mercado
para la semana en un granero de la galería y lo cargó
sobre sus dos mulas.

—A
pesar de ser pobres no nos faltaba la comida y teníamos
nuestra finquita —dijo su mujer.

Era cierto que Inocencio Grajales fabricaba licores con fórmulas
caseras. También era cierto que se iba para el pueblo,
hacía detener las mulas a la orilla de una quebrada,
les desamarraba las canecas a medio llenar de leche y mazamorra
para vender en el pueblo y las «completaba» echándoles
con una totuma agua sucia de la corriente. Volvía y
amarraba las canecas y, golpeando con el zurriago los ijares
de las mulas, reemprendía la marcha:

—¡Arree
mulas que no saben pa’donde las llevo! ¾gritaba.

Pero nada de eso daba para un carcelazo de veinte años.

La última vez que estuvo con su mujer en lo que ellos
llamaban “El Estanco”, situado a varios metros de
su casa de guaduas y tapia y entechada con tejas de barro
y arcilla, bastó con jalar de una liana para que se
abriera una ramada y al instante se sintió un delicioso
aroma de licor, un olor de ron con miel, de brandy con café
y de aguardiente anisado, y los rayos de sol hacían
brillar las botellas coloreadas.

Fabricaba licores para consumir en las parrandas y con la
aprobación de su mujer escogía el trago para
la fiesta del sábado siguiente, organizada sin motivo
aparente. El día de la fiesta los campesinos invitados
llegaban a caballo de fincas y veredas ornadas de abedules
y eucaliptos. Inocencio Grajales los requisaba para asegurarse
de que no portaban otro tipo de armas distinto a los machetes,
que guardaba en una pieza asegurada con candado.

En La Felicia se comentaba, y por más que se comentaba
no se entendía cómo un hombre pacifista había
terminado en la cárcel con una condena tan larga a
cuestas. Ni fabricar licores sin licencia ni adulterar la
leche y la mazamorra daban para veinte años tras las
rejas.

—Entonces
¿qué fue lo que hizo Inocencio Grajales? —se
preguntaban.

Fue un lunes, recordó su mujer, en que al reiniciar
su dura jornada fumigó los cafetales para prevenir
enfermedades causadas por plagas e insectos. Antes había
sido la roya que estuvo a punto de dejarlos en la ruina, y
se veía venir la broca que perforaba los granos de
café cereza y su poder de destrucción era mucho
mayor.

El último domingo Inocencio Grajales se bañó,
se afeitó, se puso la camisa dominguera, empacó
varias arrobas de café en sacos de fique, se despidió
y

—¡Arree
mulas jodidas!…

En la trilladora habló una vez más con el hombre
que desde semanas atrás venía haciéndole
una propuesta. Esta vez Inocencio lo escuchó en serio
mientras veía tostar el café, la molienda, el
empaque, la degustación de la bebida por los catadores
que establecían el aroma y el sabor.

Al día siguiente, como siempre madrugó a las
cinco de la mañana, escurrió su vejiga y ordeñó
las vacas. Era la hora en que, desde que él tenía
escasos cinco años, su padre lo hacía levantar
para coger café:

—¡A
trabajar bellaco! —le decía arrancándole
las cobijas.

Y como si fuera todo un chapolero el chiquillo tenía
que trabajar a pleno sol, con un sombrero de jipi japa puesto,
para llenar varios tarros con las cerezas del café,
ya fuere de palos altos o de palos bajos como el caturro.

Cuando su padre lo castigaba le ataba las manos con un cordel,
lo colgaba de una viga y le daba garrote con un zurriago.
Y a sus hijos les decía: «Si el que voy a castigar
sale corriendo le pego un tiro en una pata aunque eso me obligue
a sostenerlo en una cama durante meses». La madre lo
castigaba un poco menos cruel: lo tiraba al suelo, le ponía
un pie sobre la nuca y le daba con una soga de esas de enlazar
novillos.

Así que Inocencio Grajales huyó de su casa a
los catorce años y se marchó bien lejos a jornalear
en fincas cogiendo café y trillando el mismo grano
melódico de sus padres antioqueños. Nunca quiso
volver a saber nada de sus padres. Nunca quiso volver a verlos.
Siendo adulto madrugaba a las cuatro de la mañana,
se calentaba con un café de pasilla, alistaba la linterna
y se iba a chapolear hasta las cuatro de la tarde.

—Éramos
pobres, pero no nos faltaba la comida y teníamos nuestra
tierrita. Tuve que vender la finca y mandarle la plata a otro
país para que se pagara un abogado. Pero de nada sirvió
porque el abogado se robó la plata y a mi esposo lo
condenaron a veinte años —dijo su mujer ahogándose
en sollozos.

Sin embargo, ella era una de las dos personas que sabían
con certeza lo que había ocurrido, pero no se lo contaban
a nadie: Inocencio Grajales se dejó convencer por el
empleado de la trilladora de Juancho Morales para que llevara
un «encargo» al país del norte, en unos
saquitos de café como equipaje de mano. En el Aeropuerto
de Miami su aspecto humilde y su nerviosismo lo delataron
de inmediato y a su pobreza empeorada se le sumarán
veinte años de cárcel por traficar con el «polvo
blanco».