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El caso de la senorita Amelia
Dario, Ruben

El
caso de la señorita Amelia
Autor:
Rubén Darío

Que
el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su
voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador
y misterioso, sobre todo después de la publicación
de su obra sobre La plástica de ensueño, quizás
podríais negármelo o aceptármelo con
restricción; pero que su calva es única, insigne,
hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh,
eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais
la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades
narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche
pasada poco después de que saludamos el toque de
las doce con una salva de doce taponazos del más
legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó
de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger,
la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido
orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz,
se veían sobre el cristal de un espejo las llamas
de dos bujías que formaban, no sé cómo,
algo así como los cuernos luminosos de Moisés.
El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos
y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios,
casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por
ejemplo, ésta:

—¡Oh,
si el tiempo pudiera detenerse!

La
mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa
que decoró su boca después de oír mi
exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

—Caballero—
me dijo saboreando el champaña—; si yo no estuviese
completamente desilusionado de la juventud; si no supiese
que todos los que hoy empezáis a vivir estáis
ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sino entusiasmo,
sin ideales, canosos por dentro; que no sois si no máscaras
de vida, nada más… sí, si no supiese eso,
si viese en vos algo más que un hombre de fin de
siglo, os diría que esa frase que acabáis
de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!»,
tiene en mi la respuesta más satisfactoria.

—¡Doctor!

—Sí,
os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como
hubiera hecho en otra ocasión.

—Creo—
contesté con voz firme y serena—en Dios y su
Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.

—En
ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír.
Mi narración espero que os hará pensar.

En
el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a
más de Minna, la hija del dueño de casa; el
periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado
por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la
alegría de los salones de palabrería usual
de la hora primera del año nuevo: Happy new year!
Happy new year! ¡Feliz año nuevo!

El
doctor continuó:

—¿Quién
es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada
se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién
conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién
sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a
tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha
vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz
verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo
uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces
más grande, el Hermes, hasta nuestros días,
la mano humana ha podido apenas alzar una línea del
manto que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse
con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de
la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado
profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido
casi todas mis ilusiones.

Yo
que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros
voluminosos; yo que he consagrado toda mi vida al estudio
de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que
he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la
teosofía, que he pasado del plano material del sabio
al plano astral del mágico y al plano espiritual
del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense
y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio en nuestros
días, al inglés Crookes; yo que ahondé
en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano,
y sé al mismo tiempo la ciencia desconocida de los
fakires y la teología de los sacerdotes romanos,
yo os digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo
de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad del
misterio forman la única y pavorosa verdad.

Y
dirigiéndose a mi:

—¿Sabéis
cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba,
linga, shakira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir:
el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal,
el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual…

Viendo
a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví
a interrumpir al doctor:

—Me
parece ibais a demostrarnos que el tiempo…

—Y
bien —dijo—, puesto que no os complacen las
disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo
contaros, y es el siguiente:

Hace
veintitrés años, conocí en Buenos Aires
a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero
francés, ejerció un cargo consular en tiempo
de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta,
y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer
competencia a las tres Gracias. De más está
decir que muy pocas chispas fueron necesarias para encender
una hoguera de amor…

Amooor,
pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra
metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su
potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes,
y continuó:

—Puedo
confesar francamente que no tenia predilección por
ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón
el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al
par que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa,
su picardía infantil… diré que era ella
mi preferida. Era la menor; tenia doce años apenas,
y yo ya había pasado de los treinta. Por tal motivo,
y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial,
tratábala yo como niña que era, y entre las
otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis
suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas
de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable
bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla Amelia!…
Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella
quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas
y zalamerías: «¿Y mis bombones?».
He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado,
después de mis correctos saludos, y colmaba las manos
de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas
grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba
con una sonora música palatinal, lingual y dental.
El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido
a media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar;
pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve
que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción
al despedirme de Luz que me miraba con anchos ojos doloridos
y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina,
que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo
de batista, y en la frente de Amelia incrusté un
beso, el más puro y el más encendido, el más
casto y el más puro y el más encendido, el
más casto y el más ardiente ¡qué
sé yo! de todos los que he dado en mi vida. Y salí
en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro
querido y admirado general Mansilla cuando fue a Oriente,
lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de
oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar
entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental
no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar
que mantenía con madame Blavatsky, habíame
abierto ancho campo en el país de los fakires, y
más de un gurú, que conocía mi sed
de saber, se encontraba dispuesto a conducirme por buen
camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto
que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas,
mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué
con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el
Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de
la filosofía india, el archoeno de Paracelso, el
limbuz de Swedenborg; oí la palabra de los monjes
budhistas en medio de las florestas del Thibet; estudié
los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza
el espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth,
encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu,
el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el
Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y
llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente
a Satán, Lucifer, Astharot, Beelzebutt, Asmodeo,
Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias
de comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría;
cuando juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones,
encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones
de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo
formaban la más impenetrable bruma delante de mis
pupilas… Viajé por Asia, África, Europa
y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar
la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto recalcó
de súbito al doctor, mirando fijamente a la rubia
Minna— ¿sabéis lo que es la ciencia
y la inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules…
o negros!

—¿Y
el fin del cuento? — gimió dulcemente la señorita.

—Juro,
señores, que lo que estoy refiriendo es de un absoluta
verdad. ¿El fin del cuento? Hace apenas una semana
he vuelto a la Argentina, después de veintitrés
años de ausencia. He vuelto gordo bastante gordo,
y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he mantenido
ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones.
Y, por tanto, lo primero que hice fue indagar el paradero
de la familia Revall. «¡Las Revall —dijeron—,
las del caso de Amelia Revall», y estas palabras acompañadas
con una especial sonrisa. Llegué a sospechar que
la pobre Amelia, la pobre chiquilla… Y buscando, buscando,
di con la casa. Al entrar, fui recibido por un criado negro
y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a
una sala donde todo tenia un vago tinte de tristeza. En
las paredes, los espejos estaban cubiertos con velos de
luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía
a las dos hermanas mayores, se miraban melancólicos
y oscuros sobre el piano. A pocos Luz y Josefina:

—¡Oh
amigo mío? oh amigo mío!

Nada
más. Luego, una conversación llena de reticencias
y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas
de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré
entender, vine a quedar en que ambas no se habían
casado. En cuanto a Amelia, no me atreví a preguntar
nada… Quizá mi pregunta llegaría a aquellos
pobres seres, como una amarga ironía, a recordar
tal vez una irremediable desgracia y una deshonra… en
esto vi llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y
rostro eran iguales en todo a los de mi pobre Amelia. Se
dirigió a mi, y con su misma voz exclamó:

—¿Y
mis bombones?

Yo
no hallé qué decir.

Las
dos hermanas se miraban pálidas, pálidas y
movían la cabeza desoladamente…

Mascullando
una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí
a la calle, como perseguido por algún soplo extraño.
Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía
fruto de un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé
hace veintitrés años, la cual se ha quedado
en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido
para ella el reloj del Tiempo, en una hora señalada
¡quién sabe con qué designio del desconocido
Dios!

El
doctor Z era en este momento todo calvo…