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El francotirador
Lopez Rivera, Rafael

EL
FRANCOTIRADOR

Una crisis demasiado larga generó una precaria economía.

La inseguridad, el desempleo y el hambre, alimentaban odios
ancestrales que consiguieron enfrentar a dos pueblos, dos
etnias y a sus dos religiones. Las masas aborregadas, se dejaban
llevar por consignas enardecedoras de las virtudes y la superioridad
de los unos sobre los otros.
El discurso disfrazaba de justas reivindicaciones, los oscuros
intereses personales de unos pocos. Verdades a medias, contadas
como dogmas absolutos de razón y justicia.
En cada área geográfica, los grupos mayoritarios,
oprimían y hostigaban a las minorías para provocar
la emigración forzosa y conseguir la limpieza étnica
de la zona. Familias enteras abandonando sus hogares, dejando
una parte de sus vidas, tantas y tantas ilusiones, recuerdos
y sacrificios. Marchaban hacia donde no fuesen perseguidos
ni odiados. Se dirigían hacia un destino incierto,
en silencio, amontonados, con sus pertenencias a cuestas,
sin saber con certeza cuando podrían volver o, si debían
dar por perdido todo aquello que dejaban atrás.
El conflicto en las calles iba a más. La tensión
social se palpaba en el ambiente. Un altercado, un incidente
sin importancia, algo tan nimio que ya nadie recordaba, enfrentó
definitivamente a los unos contra los otros. La espiral de
violencia creció y creció, sin que las autoridades
pudiesen o quisiesen ponerle freno.
Al final, alguien tomó un megáfono y proclamó
su mensaje a los cuatro vientos. Hablaba de independencia,
hablaba de autodeterminación, hablaba de libertad y
hablaba de guerra. El populacho escuchaba absorto sus palabras,
la multitud estaba como hipnotizada, le apoyaba, le vitoreaba
y lo que fue peor, le secundó.
Una vez fueron desenterradas las hachas de guerra, no podían
ser guardadas de nuevo sin que se manchasen de sangre, pero
la derramada, siempre, exigía más en compensación.
En ambos bandos, las víctimas inocentes reclamaban
venganza y justicia divina.
La guerra inevitablemente se había iniciado. Los coteales
contra los miteles y viceversa. Sólo dejarían
de pelear cuando uno de los dos contendientes se rindiesen
o cuando ambos, estuviesen tan agotados de generar y padecer
calamidades e injusticias, como para no continuar teniendo
voluntad de seguir luchando.
Casi dos años de guerra civil destrozaron a los dos
bandos, sembrando el odio entre los amigos, las familias y
los hermanos. Quienes peor lo pasaron fueron las familias
mixtas. Fuesen a donde fueran serían considerados enemigos.
Muchos de ellos, decidieron quedarse a vivir en su mismo pueblo,
el de toda la vida. Éste era su caso. Él era
un coteal y su esposa una mitela. Se casaron hace veinte años.
Tenían una hija de catorce y, hasta el comienzo de
la guerra, habían convivido apaciblemente y en armonía
con todos.
Cuando llegó el momento de la lucha, él se incorporó
a la contienda formando parte del bando de los coteales. Marchaba
tranquilo sabiendo que su esposa e hija quedaban en buena
compañía, con su familia y sus vecinos de siempre.
Hoy retornaba del frente después de haber pasado más
de un año y medio alejado de su casa. Volvía
licenciado tras haber sido abatido. Una herida de metralla
le produjo serias secuelas en una pierna y, éstas,
entorpecían su movilidad. Tras recuperarse, podía
caminar con cierta torpeza, pero no podía correr y,
un soldado que no fuese capaz de emprender una carrera en
el combate, sólo era un lastre para el resto de la
patrulla. Su lucha en esta contienda había finalizado.
Viajaba en un autocar, lleno de gente y de bártulos,
pensando en su hogar anhelado y en el recibimiento que le
darían. ¡Iba a ser una sorpresa tremenda para
su mujer y su hija!. ¡No sabían que él
regresaba!.
Mirando por la ventanilla, observaba los campos y los pueblos
a su paso. El panorama que presentaba el paisaje a su paso
era desolador, sólo se distinguía destrucción
y calamidades por doquier. Aquella guerra estaba resultando
demasiado equilibrada y por ende, devastadora para todos;
nadie estaba ganando, todos perdían en este enfrentamiento
y, cuanto más se prolongase, más desgracias
y más miserias obtendrían. Esta guerra solamente
beneficiaba a los mismos de siempre, a los que no combatían
y que sabían extraer provecho de las contiendas
Finalmente, llegó a su hogar, una pequeña casita
situada a las afueras del pueblo, muy cerca de los campos
que con tanto esfuerzo y sudor había cultivado año
tras año. La puerta estaba cerrada, el huerto saqueado,
la tierra sin labrar, parecía que todo aquello estuviese
abandonado.
Se dirigió a la casa de sus padres. Ellos le explicaron
lo sucedido. Su esposa e hija habían perecido. Amargo
y triste mensaje, entregado por su familia entre lágrimas
y desconsuelo. El soldado, cabizbajo y anonadado, habiendo
perdido la ilusión por vivir, se retiró con
paso cansino hacia su hogar. Pasaría por la iglesia
para rezar por sus almas y después, iría a visitar
sus tumbas al cementerio, para darles un adiós, para
recordarlas, para llorar y lamentarse en soledad, fuera de
las miradas de los demás. Se sentía terriblemente
culpable por no haber estado allí para evitar lo sucedido.
Los días transcurrieron, los partes de guerra difundían
las victorias parciales que iban saltando de un bando al otro,
según fuese el origen de la información. La
realidad era que, en esta región, la primera línea
de combate se aproximaba peligrosamente a la población.
Desde allí, se escuchaban perfectamente el tronar de
las baterías de artillería ligera y los efectos
del avance enemigo se hacían notar, sobre todo, por
el repliegue de las propias tropas. De hecho, hacía
días que había llegado a la zona un francotirador
que, de una forma selectiva y, desde diferentes puntos, iba
abatiendo, poco a poco, a los habitantes del pueblo.
Una comisión en representación del ayuntamiento,
en la cual estaba incluido su propio padre, fue a visitar
al soldado en su casa a las afueras. Rogaron que les ayudase
a cazar al francotirador. Él poseía más
experiencia en combate que ninguno de ellos. Tenía
que ayudarles porque era la última opción. Antes
de dirigirse a él, habían hablado con las milicias
locales, pero éstas estaban demasiado ocupadas defendiendo
posiciones estratégicas y preparando su retirada, como
para perder el tiempo yendo a la caza de un solitario francotirador.

El hombre tras escuchar la petición, se negó
con rotundidad. Él estaba discapacitado para el combate,
lo habían licenciado por inútil y, en su opinión,
ya había luchado lo que le correspondía y por
ello, perdió lo que más quería en este
mundo. No poseía nada por lo que pelear. Quería
que le dejasen sólo con su calvario, ahogando su pena
con aguardiente intentando olvidar como mejor pudiese. Ya
no le importaba morir, pero según les justificó,
estaba muy cansado de tantos horrores y de tanta guerra. No
estaba dispuesto a luchar a favor de aquellos que no defendieron
a su familia. Dicho estaba, no iba a poner su vida en juego
para defender los intereses de otros. Lo hizo una vez, pagó
un precio muy alto por ello y no volvería a hacerlo.

Debido a su negativa a colaborar, los miembros de la comisión
se marcharon amenazando al hombre con el menosprecio por parte
de todos, pero aquel hombre, no necesitaba de nada ni de nadie
y así, lo había hecho saber.
Ante el incesante ataque del francotirador y, gracias a la
insistencia de la gente del pueblo, finalmente, la milicia
decidió enviar a dos de sus hombres para que indagasen
sobre los incidentes. Estuvieron allí e hicieron todo
tipo de preguntas para determinar el patrón de actuación
del tirador, si atacaba por la mañana o al atardecer,
qué víctimas escogía, en qué lugares
actuaba, tomaron nota de todo lo que consideraron importante
para preparar un plan de caza y captura. Con esta información
en su poder, los dos milicianos montaron en su destartalado
vehículo y retornaron hacia su campamento.
Partieron tomando el camino asfaltado del norte. Se encontraban
a medio kilómetro del pueblo cuando de repente, se
escuchó un fuerte sonido en el parabrisas, como si
una piedra hubiese saltado, golpeándolo y rompiéndolo.
Inmediatamente, el vehículo maniobró con un
giro brusco que hizo que se saliese de la carretera, sobrepasando
la cuneta y terminando, por clavar, el morro del vehículo
en una zanja.
El soldado acompañante, algo aturdido por el choque,
intentó auxiliar a su colega, pero cuando giró
el cuerpo inmóvil del conductor, éste no reaccionaba.
¡Estaba muerto!. Un disparo le había impáctado
en pleno pecho, esa era la explicación del por qué
tuvieron el accidente, nada de piedras, había sido
un disparo preciso.
Se dispuso a salir con cautela del coche, el tirador todavía
podría estar esperándole.
Agazapado, al amparo del vehículo, observó los
alrededores. Cerca, a unos cincuenta metros, había
una lengua de árboles que se prolongaban desde el bosque
cercano. Para poder alcanzar al conductor en el pecho, tenía
que haber disparado desde allí. Intentaría acercarse,
era necesario dar caza al asesino. No podía quedar
impune y sin vengar la muerte de su amigo. Sólo escribiría
la carta de condolencias a la viuda, si estaba acompañada
por la noticia de la ejecución del asesino de su marido.
Se movió agachado y a gatas mientras la carrocería
del vehículo le protegía. Entonces, bruscamente
y con la rapidez de un rayo, cruzó la carretera haciendo
movimientos quebrados en zig zag, tirándose de plano
delante de unos hierbajos altos. Durante su breve carrera
escuchó un disparo y un «prink» en el asfalto.
¡Ufff!. Estuvo cerca, todavía estaba ahí.
El tirador le acechaba. La rápida maniobra le había
pillado por sorpresa y un poco descolocado, aunque por el
breve tiempo que tardó en reaccionar, se notaba que
era experimentado.
En un principio el tirador pensó que el soldado iba
a salir por el otro extremo del coche y eso fue la causa de
su despiste. Esto le fastidió en gran medida, por un
lado, porque ahora el soldado era una amenaza e iba a por
él; por otro, él quería completar su
cupo y si el soldado hubiese fallecido en el accidente, ya
habría terminado.
El número de víctimas, formaba parte de una
promesa solemne. No pararía hasta que éstas
llegasen a diez. Después, se retiraría en paz
y abandonaría aquellos parajes para siempre.
El soldado reptó sigilosamente, apartándose
del lugar donde aterrizó en su caída; no quería
que disparasen a ciegas y le diesen por haber permanecido
quieto en el mismo lugar. El avance se debía hacer
con muchísima cautela. La prudencia era su mejor aliada,
cualquier perturbación o movimiento reflejado en las
matas e hierbajos, podrían indicar, claramente, su
posición al enemigo. Para reforzar su mala suerte,
no corría ni una suave brisa que pudiese hacer bailar
la vegetación, el aire estaba completamente estático.
Todos los elementos del paisaje permanecían inmóviles,
al igual que la imagen mostrada por una fotografía.
El tirador había dejado el fusil apoyado en el suelo,
la mira telescópica iba bien para la puntería,
pero con ella se perdía la visión global y periférica.
Para descubrir a su oponente, oteaba la zona con unos prismáticos.
Su posición era ventajosa permaneciendo al amparo de
los troncos de los árboles. Sabía que el soldado
durante su carrera, con la precipitación de los movimientos
evasivos, no había tenido tiempo suficiente para ubicarlo,
puesto que tuvo que cruzar muy deprisa la carretera.
Ahora, era sólo cuestión de averiguar quién
era el más paciente de los dos. Él tenía
claro que su sino era continuar allí oculto. Si acababa
con este objetivo, todo habría finalizado, si lo dejaba
vivo y se marchaba, mañana habría patrullas
buscándolo y no quería tener a nadie rastreando
sus pistas, cada día tenía peor la pierna y
deseaba terminar aquel asunto de una vez por todas.
¡Maldita sea!. Voy a tener que dar un rodeo demasiado
grande, pensó el soldado. Cuando llegue a los árboles
se me habrá escapado. No sería tan tonto de
continuar allí oculto esperándole o, tal vez,
sí. Con los francotiradores nunca se sabía.
Eran tipos solitarios y poco habladores. Unos bichos raros
que no se relacionaban con los demás. Existía
gente que poseía una paciencia y aguante infinito,
ésta era una de las cualidades de un buen tirador.
En ocasiones, durante sus escaramuzas reducen tanto los movimientos
y van también camuflados, que no existe forma alguna
de distinguirlos del entorno.
Por su quietud, le recordaban, en cierto modo, a las estatuas
humanas que vio una vez en las ramblas peatonales de la capital,
durante su viaje de fin de carrera. Aquellos mimos caracterizados
de estatuas, con todo el cuerpo pintado de blanco, plata o
bronce. Permanecían inmóviles durante minutos,
ni siquiera parpadeaban hasta que un transeúnte les
echase una moneda, entonces, por unos segundos recobraban
la vida, realizando un cambio de postura y, de nuevo, vuelta
a quedarse completamente quietos y estáticos, en espera
de la siguiente aportación monetaria.
¡Pufff!. ¡Estoy paranoico!. Aquí plantado
jugándome la vida y con la mente puesta en tonterías
de mimos.
El tirador valoraba la audacia y valentía de su rival,
el cual, sabiamente, permanecía oculto y cauteloso,
para no proporcionarle ninguna pista sobre su paradero. Si
por el contrario, se estaba moviendo, entonces, lo estaba
haciendo mucho mejor de lo que él pensaba porque, realmente,
no estaba siendo capaz de distinguir ningún movimiento
sospechoso en la vegetación. En una hora se haría
de noche y la cosa se complicaría, no venía
preparado para tal eventualidad.
El equipo de campaña lo entregó en el frente
junto con el visor de infrarrojos. Sólo le permitieron
quedarse con el fusil de precisión y la mira telescópica
en reconocimiento a los servicios prestados y, a la gran cantidad
de bajas confirmadas obtenidas en combate, era casi una leyenda
en su batallón.
Por un momento dejó de observar con los prismáticos
el campo. Sacó una fotografía de su mujer y
su hija. La miraba con nostalgia y tristeza. Comenzó
a pensar en todo lo acontecido, en aquello que su familia
le había explicado a su regreso.
En el pueblo habían habido muchas pérdidas en
el frente y el odio hacia los miteles estaba muy arraigado.
Poco a poco, la gente comenzó a mirar mal a su mujer
y a su hija, no las querían allí, pero tampoco
ellas podía marcharse a otro lugar. En cualquier otro
sitio serían perseguidas y, con los de su etnia, serían
fusiladas por traidoras y por confraternizar con el enemigo.
En cualquier caso, estarían malditas y serían
el blanco de la furia de la plebe.
Él sabía que sus padres y hermanos las protegieron
acogiéndolas en su hogar, pero aún teniendo
la protección de su familia, la gente de aquel desagradecido
pueblo continuaron increpándolas. Las insultaban, las
amenazaban y, los niños, les tiraban piedras a su paso,
hasta que un trágico día, aparecieron en las
afueras, camino de casa, violadas y con un disparo en la cabeza.
Fue alguien del pueblo, de eso no cabía duda.
¡Nadie se molestó en buscar un culpable!. Se
habían cargado a una mitela y a su hija. Todos poseían
su parte de las culpas, unos por insultarlas, otros, por apedrearlas
y otros…, por matarlas. No se podía señalar
a ningún culpable directo, porque lo fueron todos ellos.
Nadie quiso ver en ellas a su familia y respetarlas como tal.
No comprendía la razón por la que le habían
hecho esto a él. Ellas no eran culpables de esta maldita
guerra, no eran traidoras a nada ni a nadie. Él estuvo
dispuesto a dar su vida en el frente para salvaguardarlos,
luchando al lado de sus hijos, de sus padres, de sus vecinos,
como si se tratasen de sus propios hermanos.
Juró sobre las tumbas de su esposa e hija que morirían
cinco personas de aquel maldito pueblo por cada una de ellas.
El miliciano, conductor del vehículo, no era del pueblo,
pero como si lo fuese porque había estado allí;
por ello, lo daría por válido para la contabilidad.
Comenzaba a estar harto de esta matanza sin sentido, pero
pasase lo que pasase, cumpliría con la promesa hecha.
Esta situación era una locura, él lo sabía
y, lo mismo, le contestó su madre cuando le expuso
su plan. Ésta intentó persuadirlo de su idea
loca, pero el esfuerzo y las buenas palabras de la mujer fueron
en vano. Él había hecho una promesa solemne
sobre un lecho de muerte y debía cumplirla. La venganza
es una amarga recompensa. Un buen día comenzó
todo y ahora estaba a punto de finalizar.
Cuando los del pueblo fueron a su casa a pedirle ayuda para
acabar con el tirador, él se reía interiormente
de ellos viendo reflejado en sus rostros el miedo y la preocupación.
¡Él no se podía autocazar!. Al recordarlo,
una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. A continuación,
sacudió levemente la cabeza para sacarse aquellos pensamientos
de encima, se había distraído de nuevo. ¡Éste
era un error garrafal!. ¿Dónde estaba el miliciano?.
La duda le sobresaltó haciendo que su corazón
pegase un brinco.
Mientras tanto, el soldado había valorado la posibilidad
de llegar hasta una pequeña agrupación de rocas,
donde podría refugiarse y, desde allí, dar el
siguiente paso. A la velocidad a la que se movía tardaría
una media hora en llegar. Este tiempo se iba a convertir en
algo eterno. Parece mentira que el cuerpo fuese así,
pero ante la tensión y el miedo del momento, le habían
entrado unas ganas terribles de hacer sus necesidades.
Tenía premura por orinar y por defecar, los retortijones
de barriga le estaban torturando, pero…, ¿qué
hacer?. En última instancia, su cuerpo le exigía
un alivio. Se recostó de medio lado y tumbado como
estaba, orinó con un cañito que no alcanzaba
más allá de unos pocos centímetros, con
mucho cuidado, dosificando las fuerzas, intentando que los
esfuerzos sólo fuesen dirigidos a orinar, sin dar pie
a que otros músculos apretasen a la vez más
de la cuenta y se iniciase la defecación. Sintió
que la vejiga acallaba en sus dolorosas quejas. No así
sus tripas, que en un ataque de celos y envidia, comenzaron
a martirizarlo despiadadamente, retortijón tras retortijón.

En vista de las presiones internas ejercidas por su propio
organismo, aceleró su ritmo de avance, debía
llegar a un lugar seguro para hacer lo inaplazable. Su movimiento
se volvió más apresurado y precipitado, no por
ello dejó de ser cauto, pero la necesidad apremiaba
cada vez más.
A nadie, en esta maldita guerra, le gustaría que le
pegasen un tiro en la cabeza con los pantalones bajados. ¡Menuda
escena para aquel que encontrase el cuerpo!. ¿Qué
diría la notificación oficial del Ministerio
de Guerra?. «Sentimos mucho comunicarle la muerte de
su hijo/esposo en el campo de batalla mientras hacía
sus necesidades». ¡Por Dios!. Sonaba ridículo
con sólo pensarlo. Esto no le pasaría a él.
Finalmente, llegó al abrigo de aquellas rocas y pudo
poner remedio a sus urgentes problemas fisiológicos,
aunque el acto fue realizado de una forma apresurada, dadas
las circunstancias especiales del momento.
Era consciente que aquella cacería, de ratón
y gato, debía terminar antes del anochecer, porque
frente al visor de infrarrojos, que le permitía al
tirador la visión nocturna, él tendría
todas las de perder. No podía albergar la esperanza
de que llegasen refuerzos milicianos porque, todavía,
era demasiado pronto como para que les echasen en falta en
el campamento. Tendría que arriesgarse en la próxima
hora y terminar con su oponente, el sol estaba comenzando
su declive.
No tenía claro qué pensar, estaba dubitativo.
Se preguntaba si su enemigo permanecía todavía
allí o no. Tal vez, estaba realizando todo aquello
para nada y ya se hubiese marchado el tirador, pero cómo
estar seguro, si se equivocaba…, sería su perdición.
Había que arriesgarse. Contaría hasta cinco
y saldría corriendo hasta la próxima agrupación
de piedras. «Uno, dos, tres, cuatro y cinco». ¡A
correr!.
El tirador vio a su contrincante correr, apareció como
una sombra de entre los hierbajos, saliendo de unas rocas
a otras, desapareciendo rápidamente. No le dio tiempo
de alcanzar el fusil y a disparar. Estaba mucho más
cerca de lo que él sospechaba. El rato que estuvo divagando
sobre su pasado, le había proporcionado a su oponente,
la oportunidad de aproximarse hasta una distancia extremadamente
peligrosa, pero ya sabía donde estaba, la próxima
vez que se moviese no le pillaría desprevenido. ¡Seguro
que no!. ¡Él poseía el don de la paciencia!.
Lo cazaría en el próximo movimiento.
El soldado había corrido de lado, casi como un cangrejo,
con la mirada fija en el grupo de árboles, tratando
de distinguir una silueta, de discernir un indicio que le
señalase donde estaba el tirador. Sí, lo vio,
su rival estaba desprevenido y tuvo que hacer un movimiento
brusco que lo delató ante sus atentos ojos. Gracias
a ello, él lo identificó claramente. ¡Ya
conocía donde estaba su rival acechándole!.
Pero…, aún así, no sería fácil,
ahora, su contrincante también conocía su posición.

El tirador tomó su fusil, lo apoyó sobre una
roca y se dispuso a escrutar con extrema paciencia el área
donde localizó a su enemigo. Sólo era cuestión
de esperar a que, su oponente cometiese un fallo. Además,
el soldado era impetuoso, ya lo demostró en las dos
ocasiones en las que apareció de repente. Seguro que
se la jugaría una tercera vez, pero en esta ocasión
él estaría allí esperándole y
no fallaría.
¡Puffff!. Otra vez la suerte le acompañó,
se alegraba por ello el soldado. Estaba claro que necesitaba
alcanzar los árboles para abandonar el desamparo del
terreno al descubierto, era su única esperanza de cazar
al tirador y de escapar de su mira telescópica. Debía
ser rápido como una liebre y, de un salto repentino,
colarse entre los árboles.
El tirador acariciaba suavemente el gatillo del arma, este
gesto nervioso y repetitivo lo realizó infinidad de
veces en el frente, teniendo a su objetivo al alcance de su
fusil, aguardando el momento más propicio para el disparo.
En este momento, no tenía el blanco fijado en su mirilla
de disparo, pero era cuestión de tensa espera y el
soldado aparecería de nuevo. Él tenía
una técnica depurada que le permitía, realizar
disparos rápidos a objetivos en movimiento con una
efectividad muy alta, sólo era cuestión de saber
por dónde iba a aparecer el sujeto y, éste,
ahora, sólo tenía una vía de salida.
¡Él no desperdiciaría la oportunidad!.
El soldado decidió aguardar unos minutos antes de precipitarse
a la carrera, quería que la atención del tirador
menguase por la espera. El tiempo iba transcurriendo lentamente.
De nuevo, unas tremendas ganas de orinar y defecar le invadieron,
pero esta vez, no se trataba de una necesidad fisiológica,
sólo era miedo. Miedo a caer abatido, miedo a morir,
miedo a quedar inválido, miedo a…; miró
de nuevo el reloj, esperaría un poco más.
El tirador se sintió mareado, notó que la cabeza
se le iba nublando por momentos, una sudoración fría
le invadió el rostro, se encontraba por un instante
algo aturdido. Un fuerte dolor, como un calambre, le corrió
como un rayo a lo largo del brazo izquierdo, paralizándole
y dejándole sin respiración. El fusil cayó
al suelo. El dolor punzante se extendió por el pecho.
Una daga de sufrimiento le cortó la respiración;
la vista se le turbó y se sintió desvanecer
en su desesperada lucha por evitarlo.
El soldado se armó de valor y, a continuación,
saltó ágil y veloz como un jaguar hacia los
árboles. Ésta vez sólo fue capaz de mirar
al frente, no quería tropezar y caer en su carrera.
Alcanzó satisfactoriamente los árboles, desconocía
el motivo por el cual, el tirador no le disparó durante
el fugaz recorrido.
Ahora se encontraba en su terreno, pensó triunfante
el soldado. ¡Su enemigo estaba perdido!. No le podía
ganar en el bosque. Comenzó a moverse entre los troncos
aplicando técnicas de comandos, sabiendo muy bien hacia
dónde se dirigía y cómo hacerlo. ¡Vengaría
a su compañero!. Aquel bastardo no mataría a
nadie más con su actitud cobarde, escondido bajo sus
ropajes de camuflaje en medio de la espesura, traicioneramente,
agazapado, esperando a que apareciese una víctima desprevenida
para robarle la vida. El miliciano, sentía menosprecio
por estos soldados que no combatían exponiéndose
al peligro como los demás, siempre ocultos, siempre
atacando por sorpresa, sin dar la cara en el combate.
En estos momentos, el soldado poseía la moral alta,
envalentonándose al hallarse en las condiciones óptimas
y ventajosas que le proporcionaba el bosque. De alguna forma,
la fortuna, había equilibrado las fuerzas y las oportunidades
de ambos contrincantes, pero a poco que él pudiera…
¡El cazador sería cazado!. ¡El muy bastardo
moriría en su propia trampa!.
El soldado comenzó a escudriñar cada recoveco,
cada sombra, cada tronco de aquella zona de bosque. Él
estaba seguro que el tirador no pudo escapar, no tuvo tiempo
para hacerlo, se encontraba todavía allí. Avanzando
sigiloso, sin ruido, se aproximaba al último punto
dónde localizó al tirador, lo hacía dando
un rodeo, no sería tan ingenuo de ir directo a su encuentro.

De repente, lo vio echado en el suelo, a tan sólo unos
metros de él. Apenas si se podía distinguir;
estaba como encorvado, haciendo un bulto para pasar más
desapercibido y confundirse con las sombras del bosque. El
soldado apuntó despacio, directo a su pecho y disparó.

El arma sonó como un trueno en medio del silencio del
bosque. El tirador no se inmutó. Quizás, se
tratase de una treta, puede que aquello fuese un señuelo
puesto adrede para confundirlo. Se agachó precipitadamente
y vigiló los alrededores, atento a cualquier sonido
sospechoso.
Nada. No ocurrió nada. Un poco más confiado,
el soldado se acercó al bulto. Cuando estuvo a un par
de metros de él, se cercioró que aquello era
un hombre de verdad pero no podía asegurar si estaba
vivo o muerto.
La mejor forma de saberlo era disparándole a las piernas.
Así lo hizo y, el cuerpo, continuó inmóvil.
No hubo ni un quejido, ni un gesto de dolor. ¡Nada!.
Se aproximó hasta él y verificó que efectivamente
estaba muerto, aunque pudo comprobar que las heridas producidas
por sus disparos no eran lo suficientemente graves como para
producirle la muerte. Otra de las circunstancias curiosas
era que, el cuerpo no sangraba y que, el cadáver, estaba
todavía algo caliente. Aquella persona había
fallecido antes que le disparase. ¡El destino se burló
de él frente a sus propias narices!. Pero…, no
importaba, él estaba vivo, el enemigo muerto y su compañero
vengado.
Cuando en el pueblo tuvieron conocimiento de quién
era el tirador, montaron en cólera y se dirigieron
a su casa y, después, a casa de sus padres, en ninguna
de ellas encontraron a nadie. La familia del francotirador
había marchado cuando conocieron las intenciones de
su hijo de no parar de matar. Apreciando después, que
no se trataba de mera palabrería. La gente del pueblo,
mitigó su frustración quemando ambas casas y
profiriendo, al mismo tiempo, todos los insultos imaginables
hacia aquella familia y su estirpe.
Con el tiempo, las noticias del fallecimiento del tirador,
llegaron a los oídos de su familia. Sólo su
madre dentro de la sabiduría que le proporcionaron
los años de dura vida y de sufrimiento, fue capaz de
comprender con lucidez lo ocurrido. Lo argumentaba dentro
de sus propias convicciones y creencias, diciéndose
que, su hijo hizo una promesa maldita, imploró a Dios
que le permitiese acabar con la vida de diez de los habitantes
de aquel pueblo, cinco por cada una de las vidas que habían
arrebatado a sus mujeres. El décimo puesto, aunque
él no lo sospechase, estaba reservado exclusivamente
para él mismo.
A su hijo, después de haber cumplido con su promesa,
con el transcurrir de los años, cuando el odio se mitigase,
su propio resentimiento y amargura, no le permitían
jamás seguir viviendo con la carga y el remordimiento
de tantas muertes inocentes a sus espaldas. Por ello, el Señor,
en su infinita misericordia, decidió que él
fuese esa última víctima y que su alma descansase en paz.
Ésta era la verdadera razón por la que su muerte
debía cerrar la cuenta y, aunque como madre lo sintiese,
en justicia, debía ser así.

Autor
: Rafael López Rivera