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El gran lobo
Lopez Rivera, Rafael

EL
GRAN LOBO

El cielo encapotado proporciona un toque triste al día.
El ambiente se prepara para recibir una gran nevada.
Desde un inicio, este viaje de aprovisionamiento estaba gafado.
Durante la ida, mi compañero cayó enfermo con
fiebre. Convaleciente, lo he dejado en el pueblo recuperándose
a base de reposo y de buen comer hasta que sea capaz de emprender,
por sí mismo, el viaje de regreso. Él no se
encontraba bien cuando partimos de la estación y hubiese
sido conveniente que no se hubiese aventurado a realizar el
trayecto de ida.
¡Nunca me gustaron los imprevistos!.
Por culpa de su testarudez, he tenido que adelantar dinero
para sufragar las atenciones que recibirán tanto él,
como los perros de su tiro. Las cuentas no terminan de salir.
¡Demasiados pagos!.
El gasto extra que ocasiona la manutención y los cuidados
médicos, supone adquirir menos víveres de los
esperados, no habrá suficiente para los próximos
tres meses, será necesario establecer un plan austero
de racionamiento.
La inesperada indisposición de mi compañero,
me obliga a realizar el largo y, ahora, solitario trayecto
hasta llegar a la estación meteorológica, la
más septentrional del país, a unos ciento cuarenta
kilómetros de ningún sitio. No es aconsejable
llevar a cabo esta clase de recorrido sin compañía,
son zonas muy aisladas y alejadas de cualquier presencia humana.

Cargo una parte de las provisiones en mi trineo, el resto,
las dejo encargadas y pagadas para que las transporte mi compañero
cuando finalice su periodo de convalecencia. No hace falta
que intente transportarlas yo sólo, tampoco podría
hacerlo.
Después de ver cargado el trineo, creo que me he equivocado
en mi estimación. No es suficiente el volumen que he
tomado, el tiro de seis perros va a ir muy sobrado de fuerzas
durante el camino. Mi compañero se encontrará
en la misma situación; las provisiones son muy exiguas.

Llevo
un par de horas de viaje y está transcurriendo tranquilo,
sin novedades. Los perros marchan frescos y descansados. Avanzo
sobre el inmaculado manto de nieve, emborronando su lisa superficie
con las huellas producidas por los animales y las líneas
paralelas grabadas por los esquís.
Aprovecho para disfrutar del paisaje que, en su blancura omnipresente,
se ve interrumpido por alguna que otra agrupación dispersa
de coníferas, las cuales, no llegan a la categoría
de bosque, pero con el color oscuro de sus troncos, rompen
gratamente la blanca monotonía del entorno.
Con el rostro completamente cubierto para evitar que el aire
helado corte la piel, grito con energía al tiro de
perros para animarles en su tarea y llegar lo antes posible
a mi destino, de hecho, perdí demasiado tiempo en el
viaje de ida y en mi estancia en el poblado.
Prosigo toda la jornada avanzando a buen ritmo y, la poca
carga ayuda a que el trineo se deslice por el terreno como
si flotase sobre una balsa de aceite, veloz como el velero
en un día de mar en calma impulsado por viento en popa.

Debo tener mucha precaución en los virajes por culpa
de las condiciones y el estado del terreno. Los caminos y
senderos están cubiertos de nieve blanda y es muy engañosa.
A esta velocidad, si pillo durante un giro una pequeña
hondonada o desnivel, podría sufrir un accidente volcándose
el trineo y desparramándose toda la carga.
Comienza a nevar copiosamente, una densa cortina de copos
blancos caen a mi alrededor interponiéndose en mi camino.
¡Esto va a dificultar la marcha!.
Sería aconsejable llegar hasta la falda de la montaña
para improvisar un buen lugar de abrigo donde guarecerme.
Unas nubes espesas cubren, más aún, el cielo,
presagiando una fuerte tormenta. La nevada arrecia, tiene
pinta que va a ser intensa y, para hacerle compañía,
una ligera ventisca adquiere, poco a poco, más ímpetu.

Las cosas van de mal a peor. He de darme prisa y hallar un
buen cobijo donde descansar hasta que amaine el tiempo. La
visibilidad ha quedado muy reducida y, para completar mi mala
estrella, todavía me encuentro en un tramo difícil
del trayecto.
Extremo las precauciones, mi visión es prácticamente
nula. Centro mi atención exclusivamente en la zona
nevada que va apareciendo frente a mis ojos, quiero evitar
despistarme y chocar contra algún árbol. No
puedo proseguir durante mucho más tiempo sin prácticamente
visibilidad, he de tomar una decisión…
Me introduciré entre los árboles y acamparé
improvisadamente en medio de ellos. Será más
fácil para montar algo y pasar la noche protegido al
amparo del calor que despiden los perros.
El aire está ionizado por la tormenta, esto afecta
al estado de ánimo de los perros, los irrita especialmente
haciéndoles correr inquietos y nerviosos; a ellos tampoco
les hace gracia estar a la intemperie, con condiciones atmosféricas
tan adversas. Corren deprisa y un poco alocados en un intento
inconsciente por huir de allí.
Grito a los perros para que aflojen la marcha y se detengan,
pero la ventisca se lleva mis palabras y no llegan a sus oídos.

Tiran demasiado fuerte, a causa de la carga, el trineo se
está yendo de lado, casi no puedo enderezarlo. ¡Voy
a volcar!.
Lucho desesperadamente por mantener la estabilidad y no salirme.
Arqueo mi cuerpo inclinándolo hacia el lado contrario
para equilibrar la inercia del giro. Hago fuerzas con las
muñecas intentando compensar la deriva. Lo estoy consiguiendo,
casi lo he corregido …
¡Tlock!. Un golpe seco sonó. No sé ni
cómo, ni por qué, pero soy despedido y catapultado
fuera de los apoyos. Tras el fuerte impacto, quedo tirado
sobre la nieve. Permanezco inmóvil e inconsciente.

El trineo impulsado por el tiro de los perros y libre del
peso del conductor, continúan avanzando sin detenerse.
Los animales no necesitan la voz de su amo azuzándoles
para proseguir su camino; simplemente continúan su
marcha.

Vuelvo
en mí, tengo la cara completamente acartonada por culpa
del frío. Abro lentamente los ojos, poco a poco, me
pregunto con extrañeza, qué hago aquí
en el suelo.
¡No recuerdo qué ha pasado!. Iba guiando mi trineo,
marchaba demasiado deprisa, los perros corrían nerviosos,
se me estaba yendo de lado y…, de repente, me encuentro
tirado en el suelo, sin rastro de los perros ni del trineo.

Una sensación de aturdimiento y confusión me
envuelve. ¡Uhhh!. Me duele mucho la cabeza. El resto
del cuerpo está completamente entumecido. No sé
cuánto rato he permanecido en el suelo, pero ha permitido
que el frío me calase hasta los huesos. ¡He de
moverme pronto para entrar en calor!.
Estoy cubierto por una fina capa de helada nieve. Ésta
no ha dejado de caer durante todo este tiempo.
Mi cuerpo está dolorido, no sé si me habré
fracturado algo. Temeroso, de lo peor, doy órdenes
de movimiento a mis miembros: primero, un brazo, después,
el otro, a continuación, una pierna y, finalmente,
la otra, no parece que me haya roto nada en la caída.
¡Oooh!… ¡La cabeza!…, me mareo un poco,
se me va cuando intento incorporarme.
Me duele el lado derecho de la frente, la toco y descubro
una brecha abierta encima de la ceja. Miro al suelo y distingo,
claramente, una mancha rosada; es mi propia sangre mezclada
con la nieve. El golpe debe haber sido mayúsculo, absorto
como estaba por no volcar, ni siquiera vi venir la rama. Fue
una imprudencia no percatarme que me estaba aproximando demasiado
a los árboles.
Finalmente consigo incorporarme con evidente torpeza. En un
intento por orientarme, miro a mi alrededor, todo es muy confuso.
No distingo nada, sigue nevando.
Como consecuencia del golpe en el lado derecho, por ese ojo
veo algo borroso, hecho que no contribuye a darme ánimos.
En cualquier caso y, aplicando el sentido común, yo
venía procedente de campo abierto, sólo tengo
que seguir las huellas del trineo en la dirección opuesta,
adentrándome en la espesura de los árboles.
He de apresurarme antes que la intensa nevada consiga disimular,
completamente, las marcas de los esquís y no pueda
seguir su pista.
Confío en que los perros se hayan detenido pronto,
no estaba en condiciones de caminar por mucho tiempo. No tenía
ni idea de la forma en que habrían reaccionado los
animales; en alguna ocasión me había dormido
atado sobre los soportes del trineo y ellos continuaron corriendo
solos durante kilómetros, sin necesidad que yo les
condujese. Bien es verdad que siempre que había ocurrido
esto, iba siguiendo a otro trineo y su propio instinto les
había hecho continuar corriendo. ¿Qué
habrá ocurrido hoy?. ¿Se habrán parado
o no?…, no lo sé. La respuesta a esta pregunta
era una gran incógnita, pero aún y así,
su resultado era crucial para mi supervivencia.
No dejaré que el pesimismo me invada, sé que
es mi peor enemigo junto con el decaimiento físico
y la pérdida de la esperanza; ninguno te ayuda y, en
el peor de los casos, cualquiera de ellos puede acabar contigo.

Inicio mi marcha algo vacilante y tambaleándome todavía.
Camino paso tras paso, un pie delante del otro, lentamente,
mirando siempre alrededor para descubrir mi trineo, aunque
sin poder ver realmente hacia dónde me dirijo.
Mi única meta era no perder de vista los surcos todavía
tenuemente dibujados en el terreno. Estas líneas serían
las que me conducirían hasta mis perros y estos hacia
mi destino. Debía concentrarme en ello y no permitir
que el frío me derrotase.
A pesar de estar sin descanso y en continuo movimiento, sigo
estando helado y entumecido, no consigo hacer reaccionar mi
cuerpo, no entro en calor. Siento escalofríos que me
recorren la espalda. Mis pies están helados y mis manos
también, aunque por suerte, todavía conservo
las manoplas. Debo marchar más deprisa para generar
calor, pero me faltan las fuerzas necesarias para incrementar
el ritmo. Camino sin voluntad, de una forma automática,
ingenuamente persiguiendo la, cada vez más lejana,
esperanza de que los perros se hubiesen detenido y me estuviesen
esperando. ¡Absurda idea!.
En la vida, sólo existe una cosa más decepcionante
que no intentar algo, ésta es, intentarlo y no conseguirlo.
Llevo rato caminando, tal vez, horas, pero no tengo la certeza
de que sea así. Se ha hecho casi de noche y, hasta
este momento, realmente no lo había notado. Camino
en la penumbra, desvalido por la ceguera que proporciona la
escasez de luz.
Ha dejado de nevar aunque la ventisca continúa, ahora
aparecerá el frío que genera la helada. Es demasiado
tarde para intentar buscar un lugar donde guarecerme, lo tenía
que haber hecho antes. Soy un estúpido, he estado vagando
hasta agotar la luz y casi todas mis fuerzas.
El hombre es un ser dotado de raciocinio, pero en las situaciones
adversas, cuando cae presa de su propia desesperación,
es capaz de aferrarse a las ideas más absurdas como
únicas tablas de salvación, autoconvenciéndose
de imposibles que carecen de toda lógica contradiciendo
los propios dictados de la razón. Ése creo que
ha sido mi caso, caminando y caminando sin obtener resultado,
pero no tengo nada más al alcance de mi mano.

Llego
cerca de unas rocas, aquí estaré al resguardo
del viento helado. La temperatura debe estar descendiendo
por debajo de los cero grados. Prepararé un nicho en
la nieve, para pasar la noche. El hielo se mantiene cerca
de los cero grados, por eso los esquimales se encuentran confortables
dentro de sus iglúes. La temperatura ambiente en el
exterior puede llegar a alcanzar bastantes grados bajo cero,
éste es el verdadero enemigo.
Solo, en mitad de aquella oscuridad únicamente interrumpida
por la blancura dominante, comienzo a cavar el agujero con
las manos protegidas por las manoplas. Me doy prisa antes
que sea más tarde. Son mis últimas fuerzas y
no las debo desperdiciar.
Llevo un rato excavando y parece que hace una eternidad que
comencé. Creo que hay suficiente profundidad y con
la nieve que he sacado, he construido un ribete a modo de
pequeño muro alrededor del agujero, así no tengo
que ahondar tanto.
Las piernas se me han quedado entumecidas por estar tanto
rato de rodillas. Hay partes de mi cuerpo que hace rato que
no las siento. He intentado en vano mover los dedos de los
pies y, éstos, no han obedecido y, si lo han hecho,
no los he sentido. Esto no va a solucionarse en el hoyo, será
peor una vez me meta allí. Sin embargo, y a pesar de
ello, estoy convencido de estar vivo porque la herida de la
frente me duele, me duele muchísimo, enviando punzantes
rayos de dolor hacia mi cerebro en cada bombeo de mi corazón.

Me introduzco ansioso en el agujero con la seguridad que aquello
me ayudará a conseguir pasar la noche al abrigo.

Hace
rato que estoy embutido en este maldito hoyo. Agotado, me
apretujo más aún en un fugaz intento por conservar
el poco calor que queda en mi cuerpo.
El tiempo transcurre lentamente, al menos, ésa es la
impresión que me invade, la del moribundo que observa
el avance de su agonía.
Entro en tiritera; los temblores vienen acompañados
de bruscos escalofríos que, a modo de espasmos involuntarios,
me recorren todo el cuerpo.
Han cesado los tembleques, bien podría pensar que es
un buen síntoma, pero conozco la evolución de
la hipotermia, sé que es todo lo contrario. Tiritar
es un mecanismo reflejo del cuerpo que se dispara, automáticamente,
en un intento por generar calor haciendo trabajar involuntariamente
a los músculos; esto ocurre cuando la temperatura corporal
interna desciende por debajo de los treinta y cinco grados
centígrados. Soy consciente que éste es sólo
el primer indicio que avisa que la pérdida de calor
en el cuerpo es excesiva. Cuando el temblor cesa sin haber
entrado en calor, significa que el organismo no es capaz de
recuperarse por sí mismo, en ese momento, la temperatura
interna está por debajo de los treinta y dos grados.
Los siguientes pasos en la degradación física
son: la pérdida de la lucidez, el desvarío y
el fallecimiento del individuo. Así pues, reconforta
dejar de temblar, pero mortifica tener la certeza que me precipito
a una muerte segura.
Estoy preocupado. Hace tiempo que me duelen las orejas. No
me las puedo frotar para calentarlas porque el dolor es mayor
aún. Creo que ya no razono con agilidad, hasta el cerebro
se me está helando. Me vienen a la mente ideas e imágenes
inconexas, sin lógica alguna, como cuando se está
en entrevelas en una noche de mal dormir. El agotamiento quiere
dar paso al sueño, no es prudente en mi estado de fuerzas
dejarme llevar por el cansancio.
Levanto la mirada hacia el cielo, sólo acierto a distinguir
algunas estrellas en el firmamento. Las contemplo allí,
estáticas, titilando, observándome por encima
de mi realidad. Quisiera estar lejos de aquel agujero, en
una de ellas para contemplarme desde arriba. Me pregunto…,
cómo sería verme morir desde fuera de mi propio
cuerpo, al igual que si fuese un extraño el que estuviese
exhalando su último aliento. Me pregunto de nuevo,
se puede ver uno a sí mismo expirando el último
suspiro de vida como si tu cuerpo fuese el de otro y, a la
vez, continuar sintiéndote vivo. ¡Difícil
pregunta!. ¡Quién tuviese la respuesta!.
Una sensación de frío glacial, se ha apoderado
de mí y me va calando, poco a poco, como la llovizna
fina y suave que cae en un atardecer otoñal.
Cada vez me siento más torpe, no me sorprendo, es predecible,
no siento los dedos de los pies y pronto también ocurrirá
lo mismo con los de las manos, mas no tengo fuerzas para luchar
contra tan incorpóreo enemigo. Me noto caer en un profundo
abismo deslizándome suavemente por una pendiente de
flojera que va siendo, más y más, pronunciada
y cuando miro hacia arriba, el borde de la salvación,
se encuentra más distante de mí.
Morfeo me envuelve con sus dulces y suaves brazos. La somnolencia
es espesa y pesada. Lentamente y sin pausa, se apodera de
mí, casi no puedo mantener los párpados abiertos.

Me cuesta horrores pensar. Sé que debo hacerlo, he
de hacer trabajar mi cabeza para seguir manteniéndome
vivo. El sueño me conducirá inevitablemente
al precipicio de la muerte. ¡No debo abandonarme!. He
de seguir aferrado a la vida. Ni siquiera tengo a mano una
mísera fotografía de mi familia para poder contemplarla
e infundirme ánimos imponiéndome la obligación
de volver algún día a casa y seguir siendo el
sustento de mi mujer y de mis hijos. No quiero morir como
un perro abandonado, sin nadie querido al lado haciéndome
compañía. ¡No he vivido esta asquerosa
vida para terminar así!.
Mi esfuerzo por mantenerme despierto y alerta, obtiene pobres
resultados. Mi mente funciona a marcha lenta como un radiocasete
que se queda sin pilas, empeñándose en que la
cinta siga girando, reproduciendo la voz de los cantantes
con un lento y grotesco tono grave.

Un
terrible aullido me sobresalta haciéndome pegar un
respingo y retornándome de golpe a la vida. ¡Dios!.
¡Qué está pasando!.
Tenía conocimiento que en estos parajes deambulaban
lobos solitarios o en pequeñas manadas y este sonido
parece confirmarlo. Siempre había pensado que eran
sólo habladurías.
De nuevo, otro aullido procedente de la misma dirección,
desgarra el monótono silencio de la noche. Suena muy
cercano, casi diría que está al lado mío.
¡Demasiado cerca!.
Tengo miedo. Me refriego nervioso la frente, la herida duele;
la palma de la mano se mancha de sangre, instintivamente la
huelo.
¡Maldita sea!. ¡Huele a sangre!. ¡Mi sangre!.

Me imagino a aquel lobo con su negro y húmedo hocico,
alzado hacia el cielo, percibiendo y analizando los matices
del aire, husmeando mi rastro, en un intento por detectar
el paradero de una víctima herida, presa fácil
que no le iba a ocasionar problemas ni esfuerzos para abatirla.
Dibujo en mi mente la imagen de aquella bestia poniendo en
marcha sus instintos de depredador para localizar el premio
a su pertinaz búsqueda de comida, ya casi paladeando
el festín. Lo veo expectante, ofreciendo la misma estampa
que el cazador que aguarda vigilante un fatídico movimiento
de su presa. Caminando sin prisas, aproximándose con
su amenazante y tenebrosa silueta recortada en el oscuro horizonte.
Las mandíbulas entreabiertas, la lengua sobresaliendo
y colgando ligeramente en un lado de la boca, restos de babas
rebosantes goteando sobre la fría nieve, bocanadas
de aliento cálido lanzadas al aire con fuerza, formando
tenues y momentáneas nubes de vapor que envuelven,
por unos instantes, los poderosos y mortíferos dientes
afilados cual cuchillos, listos para desgarrar a su víctima.
Su víctima…, ¡Qué impersonal suena!.
¡Su víctima soy yo!.
Con total seguridad, aquel lobo había sido capaz de
olerme desde muy lejos y ahora, viene en mi busca.
El terror se une al frío, al cansancio y al sueño,
no tengo cabida para más sensaciones, entre todas me
están sumergiendo en un submundo de confusión.
Me oculto hundiéndome todo lo que puedo en el agujero,
acurrucado, encogido, realizando un máximo esfuerzo
en un mísero intento por pasar lo más desapercibido
posible para aquella bestia.
Sé que no sirve de mucho ocultarse, los sentidos de
los lobos están demasiado desarrollados como para pretender
engañarles con tan ridículo intento. Siento
más frío y más miedo.
El pánico no me da libertad para pensar. Si me quedase
un ápice de energía, podría intentar
encaramarme a un árbol, pero el pavor que agarrota
mis músculos no me lo permitiría; además,
después de tanto rato metido en el hoyo, no podría
moverme con la suficiente agilidad. ¡Perfecta excusa
para justificar mi cobardía y permanecer quieto!.
No sé cuanto tiempo he permanecido en esta tensa espera.
Las luces del amanecer iluminan las copas de los árboles
arrancándoles tenues destellos. Un silencio sepulcral
ha presidido estos últimos momentos de lenta agonía.
El animal todavía no ha asomado sus fauces por mi agujero.
Puede que haya pasado de largo y que, al fin, no me hubiese
localizado.
Por minutos, me voy envalentonando y adquiriendo confianza
en la esperanza de sobrevivir. Al mover mis miembros, me duelen
los tendones rígidos por la inmovilidad, los dedos
de las manos y de los pies están inertes, el frío
hace rato que me obligó a sentir su dolor.
Lentamente y con notable esfuerzo, me incorporo lo justo y
suficiente como para asomar la cabeza e intentar ver las inmediaciones
del agujero.
¡Maldito espectro!.
Enfrente de mí, a menos de diez metros, se hallaba
un gran lobo, acechando entre la vegetación, mirando
fijamente con sus ojos salvajes clavados sobre mí.
Gruñe, arrugando el morro en clara actitud agresiva,
mostrándome sus incisivos encajados, amenazantes, brillantes
y rebosantes de saliva generada ante la expectativa de haber
hallado comida y saciar pronto su voraz apetito.
Inmediatamente me agacho de nuevo, aunque no sé muy
bien para qué, me había visto y ahora se abalanzaría
sobre mí. Me cubro la cabeza con las manos en espera
de recibir el envite de aquel monstruo. Cierro los ojos y
aprovecho estos últimos momentos para encomendarme
a Dios en una susurrada plegaria. Escucho tenues ruidos próximos
al filo de mi agujero; en cualquier instante dará comienzo
su ataque. No tengo ninguna posibilidad de salir victorioso,
no me quedan fuerzas para pelear, sólo puedo aguardar
al fatal desenlace con resignación, no existe en mí
la valentía y
el coraje suficiente como para ponerme en pie y luchar, únicamente
puedo resistir agazapado y esperar a que se marche sin conseguir
su objetivo.
Siento calor en mi rostro, un calor húmedo, primero
en una mejilla, después, en la otra.
¡No tiene sentido aquello!. ¿Me está atacando
un lobo?.
Abro los ojos con estupor. Veo el cielo azul, es de día
y, a mi lado, el tiro de perros del trineo.
¡Rusky!. ¡Qué alegría ver el rostro
de Rusky!. ¡Mi fiel guía!.
El animal contento por hallarme con vida, menea el rabo de
un lado a otro con energía. Acerca su rostro al mío
y vuelve a lamerme la cara.
Observo que estoy tumbado en la fría superficie de
la nieve, la sangre en el suelo me recuerda la herida en la
frente.
Por un fugaz momento pienso en el lobo, asustado, miro a mi
alrededor en busca suya.
¡No está!. ¡No entiendo nada!.
Puede que mi mente y el frío me hayan jugado una mala
pasada. No quiero entender, sólo deseo marchar de aquí
cuanto antes.
Me incorporo lenta y pesadamente enfundándome en el
trineo cubriéndome con pieles. Reúno las tenues
fuerzas que me quedan para apenas gritar: ¡Aahock!.
¡Aahock!.
Rusky me mira con ojos inteligentes y comprendiendo la orden
dada, tira de sus correajes con fuerza. El trineo se pone
en marcha; cierro los ojos sin querer recordar la angustia
vivida, sólo deseo dormir y que mi cuerpo entre en
calor. Sé que esto es imposible sin la ayuda de otros.

El trineo avanza, me siento desvanecer y, mientras tanto,
pienso en el lobo que se presentó frente a mí.
Me viene a la memoria, como un recuerdo lejano. Las leyendas
de las gentes de estas tierras que cuentan que, antes de que
el alma abandone este mundo y parta hacia el más allá,
al moribundo le visita el espíritu del «Gran Lobo»
para que le rinda cuentas de su paso por esta vida. ¡Noñerías
de viejos!. Pero…, puede que esto fuese lo que me ocurrió,
en ese caso, todavía desconozco su veredicto final.
Aunque bien es cierto, que no creo que tarde mucho en saberlo,
ya no distingo si estoy medio vivo o medio muerto.
Rezaré para que alguien se cruce en mi camino y me
socorra, antes que vuelva a escuchar el próximo y definitivo
aullido del lobo portando su sentencia final.

Autor
: Rafael López Rivera