Poemas y Relatos
Web de poemas y relatos
Poemas y Relatos » relatos » El hallazgo
El hallazgo
Lillo, Baldomero

EL
HALLAZGO
BALDOMERO LILLO

Cuando
Miguel Ramos, carpintero del taller de reparaciones, abrió
la puerta del cuarto y salió al corredor del vasto
galpón, su ancha y rubicunda faz se iluminó
con una sonrisa de júbilo. La tarde se presentaba espléndida
para la pesca. Una ligera neblina cubría todo el amplio
espacio que abarcaban sus ojos.

Por el sur, a la orilla del mar, en una elevación del
terreno, las construcciones de la mina destacaban a la distancia
sus negras siluetas, y por el norte, siguiendo la línea
de la costa, se distinguía vagamente a través
de la bruma la faja gris del litoral.

Más bien bajo que alto, de recia musculatura, el carpintero
era un hombre de cuarenta años, de bronceado rostro
y cabellos y barba de un negro brillante. Obrero sobrio y
diligente, distinguíanlo con su afecto los jefes y
camaradas. Pero lo que daba a su personalidad un marcado relieve
era su inalterable buen humor. Siempre dispuesto a bromear,
ninguna contrariedad lograba impresionarle y el chiste más
ingenuo lo hacía desternillarse de risa.

En los días de descanso sus entrenamientos favoritos
fueron siempre la caza y la pesca, por las cuales era apasionadísimo.
Hijo de pescadores, no se había separado jamás
de las vecindades del mar, que ejercía sobre él
una atracción invencible. Los domingos, en esas mañanas
neblinosas del otoño y del invierno, cogía su
escopeta de dos cañones y seguido de su perro Buscalá
íbase a tirar a los zorzales y a las tencas en los
matorrales y bosquecillos que, en todo el largo de la costa,
oponían su verde y débil barrera a la marcha
invasora e incesante de las dunas.

A mediodía estaba de regreso y después de engullir
la merienda que Juana, su mujer, teníale preparada,
si el tiempo era favorable encaminábase a la playa
y embarcándose en un pequeño bote que con rara
habilidad y acierto construyera él mismo, dedicábase
con empeño a la busca de peces y de mariscos, muy abundantes
en esa parte de la costa.

En estas excursiones acompañábalo invariablemente
su hijastra Rosalía, una mozuela de doce años
que por lo blanco de la piel, rubios cabellos y ojos claros
de un azul desteñido, la morena y tiznada chiquillería
de la mina apellidada la «gringa». La pequeña,
de constitución robusta, muy viva y ágil, era
para el carpintero un auxiliar precioso.

Cuando iba de caza, la vista de lince de la chica descubría
la pieza por enramada que estuviese, y si después del
disparo quedábase la víctima suspendida por
la bifurcación de una rama, al punto trepábase
al árbol para cobrarla con la agilidad de un gato montés.

En el mar sus habilidades no eran menores. Tiraba del remo
y cebaba los anzuelos con destreza sobresaliente, sabiendo
distinguir a la perfección las distintas variedades
de peces y de mariscos y el modo de apoderarse de ellos en
sus escondrijos. Y finalmente, por su intrepidez para arrostrar
el peligro, su compañía no fue jamás
un estorbo en las situaciones difíciles.

Entre los pilletes de la mina gozaba Rosalía de gran
prestigio por el glorioso papel que desempeñaba acompañando
al carpintero en sus expediciones, y, también, por
la prontitud y eficacia con que esgrimía puños
y pies en sus rencillas con la vocinglera turba, que la respetaba,
además, por su infalible puntería para lanzar
la pedrada vengadora cuando alguien, a prudente distancia,
le lanzaba los consabidos insultos:

-¡Moño de estopa, ojos de chaquira, gringa de
agua dulce!
Los días domingo en la tarde sólo se veían
en la mina mujeres y niños,pues los hombres, como de
costumbre, habíanse marchado al poblado vecino, cuyas
numerosas tabernas los atraían con fuerza irresistible.
Juana se mostraba orgullosa de la sobriedad de su marido y
su felicidad hubiera sido completa si la pasión de
él por el mar fuese menos absorbente. No miraba con
buenos ojos estas excursiones, pues conociendo el carácter
temerario y aventurero de Miguel, nos prestaba gran fe a las
protestas que al marcharse le hacía de proceder con
prudencia. Aquella tarde, como ella extremase rezongos, él
atajó sus críticas diciéndole sarcástico
y chancero:

-¡Vaya, mujer, mientras los congrios y los róbalos
sigan con su porfía de no salir a la playa a picar
la carnada en seco, por la fuerza tenemos que entrar al agua
para buscarlos y restregarles el cebo por las narices, pues
sólo así se tragan el anzuelo esos condenados…!
Y terminó celebrando el chiste con una risa tan estrepitosa,
que Juana y la pequeña no tuvieron más remedio
que imitarle, contagiadas por aquel reír explosivo
y desconcertante.
Mientras Rosalía cebaba los anzuelos de un español,
el carpintero habíase nuevamente asomado a la puerta
del cuarto, comprobando con gran satisfacción que la
neblina, barrida por la suave brisa que soplaba desde tierra,
iba poco a poco dejando libre la costa de su molesta y peligrosa
presencia. De pronto, y cuando comenzaban a ayudar a la chica
en su tarea, apareció en el hueco de la puerta la figura
esmirriada y diminuta de un pilluelo que con voz aguda profirió:
-Ice on Panta…

Miguel y la pequeña clavaron en el mensajero sus ojos
aguardando el final de la frase, mas como el chico continuase
mudo mirando con la boca abierta el espinel, el primero lo
sacó de su abstracción bruscamente: -Bueno,
hombre, ¿qué dice don Panta? -Ice que hay una
cosa en el mar más allá de las Piedras de los
Lobos. Miguel sonrió burlón: -¡No será
un montón de güiro?

-On Panta ice que a él le parece una chalupa daa vuelta.
El carpintero, que había oído con indiferencia
las anteriores palabras del chico, pareció ahora vivamente
interesado, concluyendo por dar entero crédito a la
noticia, pues don Pantaleón, el autor del mensaje,
viejo guarda de la mina, era un hombre formal, incapaz de
molestar a un camarada con una broma de mal gusto. Quiso conocer
otros detalles e interrogó al pequeño, pero
éste, que nada más sabía, después
de repetir las mismas frases se marchó felicísimo,
llevándose un anzuelo roto que Rosalía le obsequió
en pago de su trabajo.

El aviso que acababa de recibir exaltó la imaginación
del carpintero. Siempre había deseado tener una chalupa
para navegar a la vela, maniobra que no podía practicarse
en el bote por sus escasas dimensiones.

Con gran prisa puso fin a los últimos aprestos, e impaciente
por comprobar lo que había de verdad en aquel asunto,
cogió los remos y abandonó el cuarto seguido
de Rosalía, que llevaba en un saco de lona los avíos
de pesca y la cuerda del espinel. La senda que conducía
a la playa orillaba un arroyuelo cuyas aguas fangosas se abrían
paso trabajosamente en la arena movediza que los vientos amontonaban
a lo largo de su cauce.

En esa parte de la costa, sembrada de escollos peligrosísimos,
sólo existía en la desembocadura del estero
una diminuta caleta en donde, acostado en la dorada arena,
se veía un bote pintado de negro con una franja blanca
a lo largo de la borda, destacándose en la proa, grabadas
en desiguales caracteres, estas dos palabras: «El Pejerrey».

Aunque toscamente construido, las condiciones marineras del
barquichuelo eran excelentes y sus robustos flancos habían
demostrado más de una vez su sólida resistencia
a los embates de las olas.

Después de algunos minutos de rápida marcha,
Miguel y su acompañante se encontraron en la angosta
playa, junto a la embarcación. El primer acto del carpintero
fue hacer un prolijo examen revisando con atención
las embreadas costuras desde la borda hasta la quilla, y habiendo
comprobado que no existía ninguna grieta, procedió
a lanzar el esquife al agua ayudado por Rosalía. Apenas
el botecillo fue puesto a flote, Miguel empuño los
remos y, sorteando diestramente los arrecifes, se encontró
en breve fuera de la línea de las rompientes.

El mar estaba tranquilo, la ligera brisa que soplaba de tierra
había desgarrado la niebla esparciéndola en
jirones por los ámbitos del golfo. Desde el punto en
donde se encontraba el bote no se veía la caleta, pues
una línea ininterrumpida de escollos ceñía
la costa haciéndola inabordable en la extensión
de muchas leguas. A la izquierda de la ensenadita, en la cima
de una meseta formada por un enorme montón de rocas,
alzábase la cabria del pique más importante
de la mina. En el borde del acantilado el carpintero distinguió
la figura del guarda que agitaba los brazos, indicando algo
en la lejanía del mar, invisible para los tripulantes
de «El Pejerrey».

Miguel contestó a las señales poniendo proa
a la Piedra de los Lobos, lo que pareció satisfacer
al vigía, pues cesó en sus ademanes, quedándose
inmóvil en lo alto de su observatorio. La Piedra de
los Lobos era un arrecife que se erguía solitario a
más de un kilómetro de la costa. Cuando el bote
enfrentó el enorme peñasco, la pequeña,
que se había puesto de pie para abarcar más
espacio escudriñando con sus claros y vivaces ojos
la ondeante superficie de las aguas, alargó de pronto
la diestra y se puso a chillar alborozada: -¡Padrino,
mire, allí está!

El carpintero se volvió para mirar en la dirección
que la chica señalaba y percibió la distancia
un objeto de forma alargada, de color negro reluciente, que
aparecía y desaparecía entre las olas. ¿Era
aquello una embarcación o simplemente un madero, resto
de algún naufragio? Para salir de dudas, Miguel se
inclinó sobre los remos y forzó la marcha del
botecillo. A medida que la distancia disminuía, el
objeto se diseñaba con más claridad y, muy luego,
se dio cuenta el carpintero de que tenía a la vista
no los despojos de un naufragio sino algo muy diverso. Pasaron
todavía algunos minutos, y de súbito sus dudas
se disiparon: lo que flotaba allí pesadamente a unos
cuantos metros de la proa era el cadáver de una ballena.
En el primer instante la emoción paralizó la
lengua del carpintero. Sus negros ojos fulguraron con inusitado
brillo y su ruda y sudorosa faz se congestionó de júbilo.
No pudiendo contener la explosión de su entusiasmo
lanzó una carcajada e hizo una pirueta que casi vuelca
el bote, percance que le produjo un nuevo acceso de risa.

El cetáceo, semitumbado sobre uno de sus flancos, destacando
en las aguas transparentes su enorme masa, causó a
Rosalía un asombro temeroso. Sus ojos muy abiertos
se clavaban azorados en la cabeza y en la cola del monstruo
cuyas desmesuradas dimensiones la llenaban de admiración.
Después de algunos instantes de mudo examen se volvió
a su padrastro y lo acribilló a preguntas sobre el
extraño y gigantesco pez; mas, el aludido, inclinado
sobre la borda, no le contestó sino con monosílabos.
Lo que atraía sus miradas era un arpón cuyo
hierro, clavado en el flanco del cetáceo, dejaba sobresalir
encima del agua el extremo del asta de madera de luma que
ostentaba en su redonda y pulida superficie cuatro letras
mayúsculas: C. B. S. M., grabadas a fuego.

-Compañía Ballenera Santa María, murmuró
entre dientes Miguel y, alzando la cabeza, en el confín
distante, una nubecilla alargada que parecía flotar
a ras del océano recortaba sus contornos imprecisos
en el límite del horizonte. Era la isla de Santa María,
que, dejando un angosto pasaje entre ella y la costa, cierra
el golfo de Arauco al norte de la punta de Lavapié.

El carpintero, que años atrás había residido
en la isla, recordaba que existían entonces en ella
dos asociaciones de pesca rivales dedicadas ambas a la persecución
y captura de los cetáceos que surcaban esas aguas.
La más importante era la que llevaba el nombre cuyas
iniciales tenía a la vista grabadas en el arpón.

Este conocimiento de la industria ballenera ponía a
Miguel en situación de aquilatar la importancia del
hallazgo que acababa de hacer, y aunque el ejemplar que tenía
delante no era de los mayores que hubiese visto, estaba seguro
de que allí había aceite bastante para llenar
algunas decenas de barriles, lo que constituía, dado
el alto precio del producto, una verdadera fortuna. Durante
algunos minutos el carpintero, de pie en la proa del bote,
permaneció callado e inmóvil con el entrecejo
fruncido.

Reflexionaba. Dos cuestiones, que eran otros tantos problemas
por resolver, atraían su atención. Una de ellas,
el aprovechamiento y extracción de las diversas substancias
que encerraba el cuerpo del animal, no lo inquietaba, porque
la dirección del establecimiento carbonífero
tomaría como cosa propia esa explotación, facilitándole
todo lo necesario para llevarla a cabo; pues la mina hacía
un enorme consumo de aceite de ballena, para el alumbrado
de las galerías. Quedaba la otra cuestión: la
de remolcar esa masa flotante, cuyo peso excedía de
algunas toneladas, hasta la caleta, empresa primordial que
presentaba dificultades insuperables si se tomaban en consideración
los escasos medios que tenía para realizarla.

Aunque la jovialidad fue siempre el rasgo saliente del carácter
de Miguel Ramos, bajo esa apariencia ligera albergábase
un ánimo reflexivo, esforzado y tenaz. Su primer cuidado
fue, por lo tanto, conocer todas las fases de la situación
para en seguida elaborar un plan conveniente.

A poco más de un kilómetro de la ribera el cadáver
de la ballena flotaba arrastrado por el descenso de la marea,
cuando cesase el reflujo, la marea ascendente la haría
desandar el camino recorrido, empujándolo hacia la
costa. Pero este cambio de ruta no podía efectuarse
sino después de la medianoche. Además el viento,
que en la tarde venía de tierra, daba al amanecer un
salto brusco soplando desde el golfo hacia el litoral. Por
consiguiente, si no intervenían factores adversos era
caso seguro que el cuerpo del cetáceo se encontraría
en la mañana del lunes muy próximo a la caleta,
donde se le podría encallar con relativa facilidad,
poniendo término a su peregrinación por el océano.
Mas en este conjunto de circunstancias propicias había
una desfavorable que por sí sola las neutralizaba a
todas.

Este factor negativo eran los bajíos de la Niebla,
formados por innumerables escollos a flor de agua, donde el
mar rompía día y noche con infatigable furor.
A la primera ojeada el carpintero comprendió la inminencia
del peligro, pues si la deriva continuaba verificándose
libremente, sin estorbos, al cabo de algunas horas su valioso
hallazgo entraría en la zona de atracción de
alguna de las poderosas corrientes que circulaban en la vecindad
del bajío, y entonces podía decir adiós
a sus esperanzas, porque la traidora sirte no devolvía
jamás lo que entraba en sus dominios.

Sólo había un remedio de contrarrestar esa amenaza
y era detener o retrasar la marcha del cetáceo hasta
que el cambio de viento y el flujo de la marea próxima
ejerciesen su acción conjunta, apartándolo de
las procelosas rompientes. Este plan fue el que adoptó
Miguel Ramos, pero al ir a ponerlo en práctica recordó
que la presencia de Rosalía planteaba una nueva cuestión
que debía resolver sin demora.

El asunto admitía sólo dos soluciones: o dejaba
que la pequeña lo acompañase exponiéndola
a los peligros de pasar una noche entera en el mar o la conducía
a tierra para regresar con algún camarada cuya cooperación
duplicaría la eficacia de sus esfuerzos en la empresa
que iba a acometer. Después de meditar un instante
optó por la primera solución, pues la distancia
que lo separaba de la costa era considerable, y como el sol
muy pronto se encontraría debajo del horizonte, la
falta de luz haría, al regreso, muy problemático
que volviese a encontrar el cuerpo sumergido de la ballena
que sólo mostraba una parte insignificante de su negra
y lustrosa piel por encima del agua. Además, el coraje
bien probado de la pequeña, su robustez a toda prueba
y la tranquilidad del mar dábanle casi la seguridad
de que la noche transcurriría sin accidentes desagradables.

Cuando comunicó a Rosalía su determinación,
la rapaza palmoteó de júbilo. Agradábale
extraordinariamente aquella aventura y abrumó a su
padrastro con preguntas sobre el monstruoso pez, preguntas
que el interrogado procuraba satisfacer del mejor modo, riendo
y bromeando según su costumbre. Miguel, con ayuda del
bichero, atrajo hacia sí la cuerda atada al arpón
y comenzó a tirar de ella, enrollándola en el
fondo del bote, mas como extremidad sumergida tardase en aparecer
recordó que estas cuerdas, que los pescadores de ballenas
llaman «línea», tienen una longitud superior
a trescientos metros. Del grosor del dedo meñique,
fabricadas de finísima manila, su costo alcanza un
precio bastante elevado. El carpintero midió diez brazadas
y, evitando seccionar el trozo, hizo un doblez y ató
la línea en el banco de popa, dejando que el resto
de ella continuase hundido en el agua.

Los preliminares para iniciar el remolque estaban concluidos,
y Miguel, poniendo la proa en dirección a tierra, empezó
a bogar con calma, economizando deliberadamente sus fuerzas.
A las primeras remadas la cuerda atada al arpón se
puso tirante y «El Pejerrey» cesó de avanzar
y se quedó al parecer inmóvil entre las tranquilas
ondas. Pero esta quietud era sólo aparente, pues en
realidad retrocedía arrastrado por la mole gigantesca
que trataba de remolcar. Este resultado negativo no desanimó
al carpintero, pues conocía demasiado su impotencia
para paralizar la deriva de la ballena.

Mas, si no le era dable detener su marcha, podía al
menos refrenar la rapidez de la misma, con la cual hacía
frente al peligro más inmediato: el avance libre hacia
las rompientes. Y mientras bogaba con el rítmico empuje
del remador avezado, Rosalía, instalada en la popa,
miraba con insistencia la cuerda del remolque. Aquel cordelito
tan delgado, tan suave, tan flexible, la tenía encantada
y no apartaba de él sus ojos codiciosos. Para tender
ropa, para sacar agua del pozo y para saltar no podía
ser más apropiado, prometiéndose, una vez en
tierra, cortar un buen pedazo para estos objetos.

En tanto el día tocaba a su término, el sol
hundía su rojo disco en las cabrilleantes aguas del
golfo y coloreaba con sus postreros rayos una que otra blanca
nubecilla suspendida en el azul. A medida que las sombras
aumentaban y en lo alto aparecían las estrellas, íbanse
borrando los contornos y detalles de los objetos.

Por el lado de tierra sólo se distinguía el
vago reflejo del espumoso oleaje al chocar en las rocas de
la ribera. En el bote, sus tripulantes mantenían una
animada charla interrumpida a cada instante por las risotadas
de Miguel, que, entusiasmado por la empresa que tenían
entre manos, todo lo veía de color de rosa. Su más
ferviente anhelo, correr bordadas en el golfo en una airosa
chalupa con la blanca vela y el foque henchido por la brisa,
considerábalo ya como un hecho cuya realización
no ofrecía la más leve señal de duda.

Para mantener el rumbo en dirección opuesta a los bajíos
de la Niebla, el carpintero tenía para guiarse las
ventanas iluminadas de la casa de máquinas, cuyos destellos,
agujereando las tinieblas, le indicaban el sitio preciso donde
se encontraba. Las primeras horas se deslizaron sin ningún
contratiempo. El mar continuaba en calma, y en el silencio
de la estrellada noche, un sordo y prolongado fragor rodaba
entre las sombras y apagaba el ruido lejano de la resaca en
la invisible costa. Para el oído ejercitado de Miguel
el aumento progresivo de la intensidad de aquel rumor era
un indicio de que la distancia que lo separaba de los bajíos
se había acortado en parte.

SIGUIENTE