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El hombre intrascendente
Ferrer, Marcelo de

EL HOMBRE INTRASCENDENTE

Autor: Marcelo D. Ferrer

Intentaré relatar con justeza las acciones decisivas de un hombre intrascendente. Si me acompaña con su imaginación, de entre el tedio de la rutina y la marginación, se revelará la épica de la intrascendencia.

La historia se desarrolla en el noreste argentino, al sur de los Esteros del Iberá, en la provincia de Corrientes; entre la confluencia del río Paraná hacia el Oeste y el río Corrientes por donde nace el sol. Una tierra de selva rala; hábitat de dorados, surubíes, yararás, caña y chamamé; cerca de la civilización… lejos de los gobiernos. Donde la ancianidad comienza temprano y sobrevivir por cincuenta años, es raro.

Ese hijo le había nacido hacía unos nueve años, era el quinto de nueve, sin contar el que venía en camino. Ahora el gurí lo estaba mirando de cuclillas a unos diez pasos. Se trataba de que aprendiese; tal que, Raúl, se esmeraba en hacer bien su trabajo. La tormenta arreciaría a media noche -más o menos- así que machete en mano, contra un árbol, armó una choza de hojas y nylon. Un rato antes, al hacer el corral en el agua, la criatura lo había visto puntear una a una las varas de eucalipto de metro cincuenta de largo. Una vez que las clavó en el fondo de la laguna, las unió con ramas que anudó con juncos. El corral albergaría la pesca hasta cuando pudieran volver al rancho.

Había sido buena la faena de los tramallos y la recorrida de los espíneles les dejaría, al final, hasta quince dorados. Por unos días la provista estaría satisfecha de pescado y se completaría más tarde -al venderse los dorados- con harina, grasa, vino, caña y tasajo. Harían noche en el guayabal, y temprano, si el viento escampaba, enfilarían la canoa río arriba rumbo a las casas. El changuito estaba mudo de puro encanto mientras miraba a su tata hacer el trabajo. A media noche, con los ojos todavía abiertos por la excitación, la tormenta lo sorprendería en la completa obscuridad de un rancho, sobre una isla, en medio de un páramo. A su lado, la ronquera era índice de exceso de caña.

A cinco kilómetros de allí, río arriba, en el rancho, la Beatriz había comenzado su trabajo de parto. –¡Dicen que las tormentas de rayos apuran los embarazos! Por eso, fue a tientas donde la Raquel para que la ayudara por si paría. Raquel de inmediato avivó el fuego, se llegó hasta la orilla del río y puso agua en una olla para que hirviera. Beatriz, mientras tanto, retiró de su camastro la frazada y la llevó fuera del rancho hasta el lugar del parto. –¡Por suerte la tormenta se viene demorando! Cerquita del fuego, bajo un árbol, dos ramas a la distancia de sus brazos le permitían sostenerse en cuclillas para pujar. Debajo, la frazada; delante, Raquel tomaría al gurí entre sus manos. Así habían nacido los catorce y el recibidor de los primeros seis había sido el Raúl. En cada nacimiento recordaba su bocaza de marrones dientes raleados y sus brillantes ojos que reflejaban el éxtasis del magno acontecer del parto. La espera no sería mucha, Raquel, de catorce años, sonreía ahora con su boca de dientes blancos y la mugre se le juntaba en la comisura de los labios.

–¡Ya viene gurisa! ¿Te lavaste las manos? ¡Saldrá al primer espasmo! Así fue. La roña de una sábana lo cubrió casi de inmediato. Lo apoyó sobre la mesa en la penumbra del fuego. Beatriz se puso de pie. Hicieron dos torniquetes en el cordón umbilical y la Raquel lo cortó luego por el medio con una navaja que extrajo del fuego. Beatriz sumergió unos trapos en la olla de agua hirviendo y se los puso como compresas entre las piernas; sin más, volvió a la cama. La tormenta aulló toda la noche por entre la madera del rancho mientras las copas de los árboles coreaban en tonos más bajos. El río, exasperado, tuvo por toda la noche a los perros ladrando.

El cerdo amaneció comiendo placenta. Beatriz revisó la herida en el cordón del bebé y la untó con grasa. Se lo veía sanito. Raquel se ocupó de las tortas fritas y el mate cocido para cuando la prole se despertara.

Luego de una sólida borrachera, Raúl, nunca se veía bien, el gurí lo sabía; así que al salir de la choza de ramas y nylon y ver la expresión que tenía su padre mateando, se sentó junto al fuego con actitud reverencial.

–¡Se jueron casi todos los dorados! Falló un costado. -El niño continuó guardando respetuoso silencio; el mal humor continuaría unas horas más. Raúl enhebró uno a uno por las agallas los dorados que quedaban, luego, anudó el espinel a un clavo en la popa de la canoa. El gurí le fue alcanzando los cacharros y ni bien quedaron acomodados, se subió. A pala la canoa se dirigió rió arriba rumbo al rancho.

La Raquel recibió a su padre riendo mientras el gurí la saludaba a los gritos desde la canoa moviendo los brazos.

–¡Nació! ¡Está sanito! ¡Es varón! -Raúl ni se inmutó. Saltó de la canoa con un cabo y lo anudó a un árbol; mientras, el gurí, bajaba los cacharros. Beatriz apareció por la abertura del rancho con el bebe en sus brazos y la prole de hijos y un trío de perros ratiquíticos se acercaron a dar la bienvenida; el Raúl continúo sin inmutarse.

–¡Mañiana iré a la ciudá pa` entriegarlo! No ti encariñes mujié, la situación no si sostiene ni por un ryato. ¡La tormienta hizo estriagos con los dorados!

En silencio, el gurí se unió a la prole. Prole y perros desaparecieron por un sendero entre la maleza de la isla. La Raquel se abrazó a su madre y se entristeció… –¿Este también se irá?

Antes del sol, machete en mano, el Raúl hacía leña para avivar el fuego. Desenhebró un dorado del espinel y lo desolló para que lo comiesen hasta su regreso. Beatriz había abrazado toda la noche al gurí. –¡Ojal a tingas vintura! Que quien te quiera te cuide; te eduque pa` que un día sias dotor y no rigrieses a la miseria. No me va importáa que te olvides de mí. -Raúl entró al rancho y le quitó el bebé de los brazos: –¡Suéltalo mujié… sabes bien que es lo mijor! -Beatriz se resignó. –¡¡Priegunta por si alguien sabe de los otrios Ryaúl!! -Dijo entre sollozos casi gritando-.

Envuelto como estaba en harapos, el Raúl lo puso en la proa de la canoa y se marchó. A media mañana estaba a unos quince kilómetros del rancho y a otros tantos de la ciudad. Enfiló la proa hacia una isla y atracó. El gurisito hacía varias horas que lloraba, Raúl se lo puso bajo un brazo y saltó a tierra; caminó por un sendero hacia el centro de la isla y se detuvo en medio de un bosque de eucaliptos; la criatura lloraba como marrano, pero él se mantuvo indiferente al llanto. Se sentó contra un árbol dejándolo a un costado. De entre sus ropas extrajo la botella de caña y comenzó a beber, lo envolvía el placer cada vez que el alcohol se deslizaba por su garganta. Al cabo de un rato, desenvainó el machete y caminó unos pasos. En el lugar donde ya había estado cuatro veces, cavó una fosa de un metro de profundidad. Al terminar, empinó nuevamente la botella para que la caña se deslizara por su garganta; miró al pequeño gurí que a unos metros persistía en llanto. Lo levantó de donde estaba y lo cubrió con los harapos para no verle la cara; lo depositó en la fosa. Con sus pies, botella en mano, lo fue cubriendo lentamente con la tierra removida. El llanto se fue apagando a medida que la tierra lo tapó. Al terminar, la voz de su víctima era un inaudible quejido.

Raúl volvió a sentarse contra el árbol para beber lo que quedaba de caña; a los pocos minutos, el silencio del llanto, devolvió al lugar el sonido de los pájaros.