Poemas y Relatos
Web de poemas y relatos
Poemas y Relatos » relatos » El puente sobre el rio del buho
El puente sobre el rio del buho
Sin Clasificar

EL
PUENTE SOBRE
EL RIO DEL BUHO

AMBROSE
BIERCE

Desde
un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba
el rápido discurrir del agua seis metros más
abajo. Tenía las manos detrás de la espalda,
las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada
al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza,
pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas
flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban
un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldadados
rasos del ejército federal bajo las órdenes
de un sargento que, en la vida civil, debió de haber
sido agente de la ley.
No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba
un oficial del ejército con las divisas de su graduación;
era un capitán. En cada lado un vigía presentaba
armas, con el cañón del fusil por delante del
hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado
transversalmente sobre el pecho, postura forzada que determina
al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les
interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban
a bloquear los lados del entarimado.
Delante de uno de los vigías no había nada;
la vía del tren penetraba en un bosque un centenar
de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía.
No muy lejos de allí, sin duda, había una posición
de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía
con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales
con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el
cual salía la boca de un cañón de bronce
que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín
estaban situados los espectadores: una compañía
de infantería, en posición de descanso, es decir,
con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón
inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho,
las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera
de soldados había un teniente; la punta de su sable
tocaba tierra, la mano derecha
reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos
y el reo en el medio del puente, nadie se movía.
La compañía de soldados, delante del puente,
miraba fijamente, hierático. Los vigías, en
frente de los límites del río, podrían
haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán,
con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de
sus auxiliares sin hacer ningún gesto.
Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias
respetuosas, incluso por aquéllos más habituados
a ella. Para este mandatario, según el código
castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.

El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos
treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje
de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical,
boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado
hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de
su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta,
pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo
desprendían un gesto de bondad imposible de esperar
en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal
común. El liberal código castrense establece
la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas
decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron
a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que
había estado de pie. El sargento se volvió hacia
el oficial, le saludó y se colocó detrás
de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un
paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en
los límites de la misma tabla que cubría tres
durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil
casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durrniente.
La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán;
ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal
de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía
la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró
que esta acción, debido a su simplicidad, era la más
eficaz.
No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos.
Observó por un instante su inseguro punto de apoyo
y miró vagamente el agua que corría por debajo
de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que
flotaba en la superficie le llamó la atención
y la siguió con la vista. Apenas avanzaba, ¡qué
indolente corriente!
Cerró sus ojos para recordar, en estos últimos
instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por
el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre
el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente,
el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo
en conjunto le había distraído. Y en este momento
tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción.
Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido
que no comprendía ni podía ignorar, un ruido
metálico, como los martillazos de un herrero sobre
el yunque. El hombre se preguntó qué podía
ser este ruido, si procedía de una distancia cercana
o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía
en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas
que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia,
sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran
cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los
sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia
y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico
de gritar… Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría
el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos
– pensó-, podría soltarme del nudo corredizo
y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría
con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría
en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias,
todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia
está fuera del alcance de la Posición más
avanzada de los invasores.»
Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos
aquí por escrito, el capitán inclinó
la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó
en un extremo.
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de
una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos,
político, como todos los de su clase, fue, por supuesto,
uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo
y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones,
que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara
en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas
finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de
esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida
del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse.
Estaba convencido de que esta ocasión llegaría
para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra.
Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción
le parecía demasiado modesta para la causa del Sur,
ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible
con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena
voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte
este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra,
todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando
en un rústico banco, próximo a la entrada de
su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja
y pidió de beber. La señora Farquhar sólo
deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue
a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al
polvoriento soldado y le pidió ávidamente información
del frente.
-Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril-
dijo el hombre -porque se preparan para avanzar. Han llegado
hasta el puente del Búho, lo han reparado y han construido
una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada
en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado
que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de
sabotaje a las líneas férreas será ejecutado
sin juicio previo. Yo he visto la orden.
-¿A qué distancia está el puente del
Búho?- preguntó Faquhar.
-A unos cincuenta kilómetros.
-¿No hay tropas a este lado del río?
-Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre
la vía férrea, y un solo vigía de este
lado del puente.
-Suponiendo que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca-
pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar
al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué
podría hacer?
El militar pensó:
-Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno
pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra
el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los
troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de
agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó
al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después,
ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación
en dirección al norte, de donde había venido.
Aquella tarde había salido a reconocer el terreno.
Era un soldado explorador del ejército federal.
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió
la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió
cuando sintió una dolorosa presión en la garganta,
seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles,
fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies.
Parecía que recorrían líneas concretas
de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido.
Tenía la sensación de que un enorme torrente
de fuego le subía la temperatura insoportablemente.
La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones
le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo
podía sentir, y esto le producía un enorme dolor.
Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba
como un péndulo de un lado para otro. Después,
de un solo golpe, muy brusco, la luz que le rodeaba se alzó
hasta el cielo.
Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos
y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia
supo que la cuerda se había roto y él había
caído al río. Ya no tenía la sensación
de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta,
además de asfixiarle, impedía que entrara agua
en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo
de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió
los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por
encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable!
Se hundía siempre, porque la luz desaparecía
cada vez más hasta convertirse en un efímero
resplandor. Después creció de intensidad y comprendió
a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque
se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado
-pensó- no está tan mal. Pero no quiero que
me fusilen. No, no habrán de
fusilarme. Eso no sería justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas
le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró
su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo
espectador que podía observar las habilidades de un
malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado.
Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica,
sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable!
¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron
y flotaron hasta la superficie.
Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz.
Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo.

Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia,
y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua.
« ¡Ponedla de nuevo, ponedla de nuevo! »
Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después
de liberarse de la soga sintió el dolor más
inhumano hasta entonces.
El cuello le hacía sufrir increíblemente, la
cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía,
estalló de inmediato como si fuera a salírsele
por la boca. Una angustia incomprensible torturó y
retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron
a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas
brazadas de arriba hacia abajo, y le sacaron a flote. Sintió
emerger su cabeza. El resplandor del sol le cegó; su
pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después,
un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada
de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.

Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran,
verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación
de su organismo las había definido y despertado de
tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta
ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara,
escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al
golpearle. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía
cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los
insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo,
arañas grises que tendían su tela de ramita
en ramita. Contempló los colores del prisma en cada
una de las gotas de rocío sobre un millón de
briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban
sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas,
las pisadas de las arañas acuáticas, como remos
que levanta una barca, todo eso era para él una música
totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista
y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba
la corriente.
Vio el puente, el fortín, vio a los vigías,
al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos,
cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul.
Gritaban y gesticulaban, señalándole con el
dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero
no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus
movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles;
sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió
fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando
su cara. Escuchó un segundo estampido y observó
que uno de los vigías tenía aún el fusil
al hombro; de la boca del cañón ascendía
una nube de color azul. El hombre del río vio cómo
le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar
a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo
y recordó haber leído que todos los tiradores
famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo,
éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente
tenía a la vista el bosque que cubría la orilla
opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás
de él, en un ritmo monótono, llegó con
una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta
el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no
ser soldado, conocía bastante bien los campamentos
y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial
cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué
frialdad, con qué pausada voz, que calmaba a los soldados
e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos
de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:
-¡Atención, compañía … ! ¡Armas
al hombro … ! ¡Listos … ! ¡Apunten … ! ¡Fuego
… !
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario.
El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara.
Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva
y, mientras emergía a la superficie, encontró
trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando
con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después
siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello
y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó
con energía. Llegó a la superficie, sin aliento,
después de permanecer mucho tiempo debajo del agua.
La corriente le había arrastrado muy lejos, cerca de
la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron
a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones.
Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido
vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba
enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo
estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente.

«El teniente -pensó- no cometerá un segundo
error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado
a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil
eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos,
seguramente, ha dado la orden de disparar como les plazca.
¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»

A dos metros de allí se escuchó el increíble
estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso
escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo,
y parecía propasarse en el aire en dirección
al fortín, donde sucumbió en una explosión
que golpeó las profundidades mismas del río.
Se levantó una empalizada líquida, curvándose
por encima de él, le cegó y le ahogó.
¡Un cañón se había unido a las
demás armas! El obús sacudió el agua,
oyó el proyectil, que zumbó delante de él
despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.

«No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima
vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza
de artillería, el humo me dirigirá. La detonación
llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil.
Es un buen cañón.»
De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas
en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas,
el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora
distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos
ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran
banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan
rápidamente que tenía vértigo y náuseas.
Instantes después se encontraba en un montículo,
en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos.
Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos
contra la pedriza le hizo tornar los sentidos y lloró
de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó
encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer
era la cosa más preciosa que podría imaginar
en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas
plantas de jardinería; le llamó la atención
el orden determinado en su disposición, respiró
el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos
de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas
una armoniosa música interpretada por una arpa eólica.
No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en
aquel lugar perfecto hasta que le capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los
árboles le despertaron de su sueño. El artillero,
decepcionado, le había enviado una descarga al azar
como despedida. Se alzó de un brinco, subió
la cuesta del río con rapidez y se adentró en
el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el
sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún
sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador.
Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este
pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado,
con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de
su familia. Al final encontró un camino que le llevaba
a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad.
Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido.
No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía
vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro,
sugería un indicio de humanidad próxima.
Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían
dos murallas rectilíneas; se unían en un solo
punto del horizonte, como un diagrama de una lección
de perspectiva. Por encima de él, levantó la
vista a través de una brecha en el bosque, vio enormes
estrellas áureas que no conocía, agrupadas en
extrañas constelaciones. Supuso que la disposición
de estas estrellas escondía un significado nefasto.
De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua
desconocida. Le dolía el cuello; al tocárselo
lo encontró inflamado. Sabía que la soga le
había marcado con un destino trágico. Tenía
los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua
estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes
apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella
avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido
mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá
ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de
las rejas de su casa. Todo está como lo había
dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido
caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas
de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas
vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca
y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería,
colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa
de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y
dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él
se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a
hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz
blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo
parecido al del cañón… y después absoluto
silencio y absoluta oscuridad.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto,
se balanceaba de un lado a otro del puente del Búho.