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El segundo de los tres esp?ritus
Dickens, Charles

El
segundo de los tres Espíritus
CHARLES DICKENS

Despertó al dar un estrepitoso ronquido: e incorporándose
en el lecho para coordinar sus pensamientos, no tuvo necesidad
de que le advirtiesen que la campana estaba próxima
a dar otra vez da una. Vuelto a la realidad, comprendió
que era el momento crítico en que debía celebrar
una conferencia con el segundo mensajero que se le enviaba
por la intervención de Jacob Marley. Pero hallando
muy desagradable el escalofrío que experimentaba en
el lecho al preguntarse cuál de las cortinas separaría
el nuevo espectro, las separaría con sus propias manos
y, acostándose de nuevo, se constituyó en avisado
centinela de lo que pudiera ocurrir alrededor de la cama,
pues deseaba hacer frente al Espíritu en el momento
de su aparición, y no ser asaltado por sorpresa y dejarse
dominar por la emoción.

Así; pues, hallándose preparado para casi todo
lo que pudiera ocurrir; no lo estaba de ninguna manera para
el caso de que no ocurriera nada; y, por consiguiente, cuando
la campana dio la una y Scrooge no vio aparecer ninguna sombra,
fue presa de un violento temblor. Cinco minutos, diez minutos,
un cuarto de hora transcurrieron y nada ocurría…

Durante todo este tiempo caían sobre el lecho los rayos
de una luz rojiza que lanzó vivos destellos cuando
el reloj dio la hora; pero, siendo una sola luz, era más
alarmante que una docena de espectros, pues Scrooge se sentía
impotente para descifrar cuál fuera su significado;
y hubo momentos en que temió que se verificase un interesante
caso de combustión espontánea, . sin tener el
consuelo de saber de qué se trataba. No obstante, al
fin empezó a pensar, como nos hubiera ocurrido en semejante
caso a vosotros o a mí; al fin, digo, empezó
a pensar que el manantial de la misteriosa luz sobrenatural
podía hallarse en la habitación inmediata. de
donde parecía proceder el resplandor. Esta idea se
apoderó de su pensamiento, y suavemente se deslizó Scrooge con. sus zapatillas hacia la puerta.

En
el preciso momento en que su mano se posaba en la cerradura,
una voz extraña lo llamó por su nombre y le
invitó a entrar. El obedeció.

Era
su propia habitación. Acerca de esto no había
la menor duda. Pero la estancia había sufrido una sorprendente
transformación. Las paredes y el techo hallábanse
de tal modo cubiertos de ramas y hojas, que parecía
un perfecto boscaje, el cual por todas partes mostraba pequeños
frutos que resplandecían. Las rizadas hojas de acebo,
hiedra y muérdago reflejaban la luz. como si se hubieran
esparcido multitud de pequeños espejos, y en la chimenea
resplandecía una poderosa llamarada, alimentada por
una cantidad de combustible desconocida en tiempo de Marley
o de Scrooge y desde hacía muchos años y muchos
inviernos. Amontonados sobre el suelo, formando una especie
de trono, había pavos, gansos, piezas de caza, aves
caseras, suculentos trozos de carne, cochinillos, largas salchichas,
pasteles, barriles de ostras, encendidas castañas,
sonrosadas manzanas, jugosas naranjas, brillantes peras y
tazones llenos de ponche, que obscurecían la habitación
con su delicioso vapor. Cómodamente sentado sobre este
lecho se hallaba un alegre gigante de glorioso aspecto, que
tenía una brillante antorcha de forma parecida al Cuerno
de la Abundancia, y que la mantenía en alto para derramar
su luz sobre Scrooge cuando éste llegó atisbando
alrededor de la puerta.

-¡Entrad!-
exclamó el Espectro-. ¡Entrad y conocedme mejor,
hombre!

Scrooge
penetró tímidamente e inclinó la cabeza
ante el Espíritu. Ya no era el terco Scrooge que había
sido, y aunque los ojos del Espíritu eran claros y
benévolos, no le agradaba encontrarse con ellos.

-Soy
el Espectro de la Navidad Presente -dijo el Espíritu-.
¡Miradme!

Scrooge
le miró con todo respeto. Estaba vestido con una sencilla
y larga túnica o manto verde, con vueltas de piel blanca.
Esta vestidura colgaba sobre su figura con tal negligencia,
que se veía el robusto pecho desnudo como si no se
cuidara de mostrarlo ni de ocultarlo con ningún artificio.
Sus pies, que se veían por debajo de los amplios pliegues
de la vestidura, también estaban desnudos. y sobre
la cabeza no llevaba otra cosa que una corona de acebo, sembrada
de pedacitos de hielo. Sus negros rizos eran abundantes y
sueltos, tan agradables como su rostro alegre, su mirada viva,
su mano abierta, su armoniosa voz, su desenvoltura y su simpático
aspecto. Ceñida a la cintura llevaba una antigua vaina
de espada; pero en ella no había arma ninguna y la
antigua vaina se hallaba mohosa.

-¿Nunca
hasta ahora habéis visto nada que se me parezca? -exclamó
el Espíritu.

-Nunca-
contestó Scrooge.

-¿Nunca
habéis paseado en compañía de los más
jóvenes miembros de mi familia, quiero decir (pues
yo soy muy joven) de mis hermanos mayores nacidos en estos
últimos años? -prosiguió el Fantasma.

-Me
parece que no -dijo Scrooge-. Temo que no. ¿Habéis
tenido muchos hermanos, Espíritu?

-Más
de mil ochocientos -dijo el Espectro. -Una tremenda familia
a quien atender -murmuró Scrooge.

El
Espectro de la Navidad Presente se levantó.

-Espíritu -dijo Scrooge con sumisión-, llevadme
a donde queráis. La última noche tuve que salir
de casa a la fuerza y aprendí una lección que
ahora hace su efecto. Esta noche, si tenéis que enseñarme
alguna cosa, permitidme que saque provecho de ella.

-¡Tocad
mi vestido!

Scrooge
lo tocó apretándolo con firmeza.

Acebo,
muérdago, rojos frutos, hiedra, pavos, gansos, caza.
aves. carne, cochinillos, salchichas, ostras, pasteles y ponche,
todo se desvaneció instantáneamente. Lo mismo
ocurrió con la habitación, el fuego, la rojiza
brillantez, la noche, y ellos halláronse en la mañana
de Navidad y en las calles de la ciudad, donde (como el tiempo
era crudo) muchas personas producían una especie de
música ruda, pero alegre y no desagradable, al arrancar
la nieve del pavimento en la parte correspondiente a sus domicilios
y de los tejados de las casas, lo que producía una
alegría loca en los muchachos al ver cómo se
amontonaba cayendo sobre el piso y a veces se deshacía
en el aire, produciendo pequeñas tempestades de nieve.

Las
fachadas de las casas parecían negras y más
negras aún las ventanas, contrastando con la tersa
y blanca sábana de nieve que cubría los tejados
y con la nieve más sucia que se extendía por
el suelo y que había sido hollada en profundos surcos
por las pesadas ruedas de carros y camiones; surcos que se
cruzaban y se volvían a cruzar unos a otros, cientos
de veces, en las bifurcaciones de las calles amplias, y formaban
intrincados canales, difíciles de trazar, en el espeso
fango amarillo y en el agua llena de hielo. El cielo estaba
sombrío y las calles más estrechas se hallaban
ahogadas por la obscura niebla, medio deshelada, medio glacial,
cuyas partículas más pesadas descendían
en una llovizna de átomos fuliginosos, como si todas
las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran incendiado
a la vez y estuvieran lanzándose el contenido de sus
hogares. Nada de alegre había en el clima de la ciudad,
y, sin embargo, notábase un aire de júbilo que
el más diáfano aire estival y el más
brillante sol del estío en vano habrían intentado
difundir.

En
efecto, los que maniobraban con las palas en lo alto de los
edificios estaban animosos y llenos de alegría; Ilamábanse
unos a otros desde los parapetos y de vez en cuando se disparaban
bromeando una bola de nieve -proyectil mucho más inofensivo
que muchas bromas verbales-, riendo cordialmente si daba en
el blanco Y no menos cordialmente si fallaba la puntería.

Las
tiendas en que se vendían aves estaban todavía
entreabiertas y las fruterías radiantes de esplendor.
Había grandes, redondas y panzudas cestas de castañas,
cuya figura se asemejaba a los chalecos de los ancianos gastrónomos,
recostadas en las puertas y tumbadas en la calle con su opulencia
apoplética. Había rojizas, morenas y anchas
cebollas de España, brillando en la gordura de su desarrollo.
como frailes españoles, y haciendo guiños en
sus bazares, con socarronería retozona a las muchachas
que pasaban por su lado y mirando humildemente al muérdago
que colgaba en lo alto. Había peras y manzanas formando
altas pirámides apetitosas: había racimos de
uvas, que la benevolencia de los fruteros había colgado
de magníficos ganchos para que las bocas de los transeúntes
pudieran hacerse agua al pasar; había montones de avellanas,
mohosas y obscuras, cuya fragancia hacía recordar antiguo9
paseos por en medio de bosques y agradables marchas hundiendo
los pies hasta los tobillos en hojas marchitas: había
naranjas y limones, que en la gran densidad de sus cuerpos
jugosos pedían con urgencia ser llevados a casa en
bolsas de papel y comidos después del almuerzo, y había
pescados de oro y de plata.

¿Pues
y las tiendas de comestibles? ¡Oh, las tiendas de comestibles!
Estaban próximas a cerrar, con las puertas entornadas;
pero a través de las rendijas daba gusto mirar. No
era solamente que los platillos de la balanza produjesen un
agradable sonido al caer sobre el mostrador. ni que el bramante
se separase del carrete con viveza, ni que las cajas metálicas
resonasen arriba y abajo como objetos de prestidigitación,
ni que los olores mezclados del té y del café
fuesen muy agradables al olfato, ni que las pasas fuesen abundantes
y raras, las almendras exageradamente blancas; las tiras de
canela largas y rectas, delicadas las otras especias, las
frutas confitadas, envueltas en azúcar fundido, capaces
de excitar el apetito y dar envidia a los más fríos
espectadores. No era tampoco que los higos se mostrasen húmedos
y carnosos, ni que las ciruelas francesas enrojeciesen con
alguna acritud en sus cajas adornadas, ni que todo excitase
el apetito en su aderezo de Navidad, sino que las parroquianas
se apresuraban con tal afán en la esperanzada promesa
del día, que se empujaban unas a otras a la puerta,
haciendo estallar toscamente los cestos de mimbre, y dejaban
los portamonedas sobre el mostrador y volvían corriendo
a buscarlos, cometiendo cientos de equivocaciones semejantes,
con el mejor humor posible; mientras el tendero y sus dependientes
se mostraban tan serviciales y tan fogosos, que se comprendía
fácilmente que los corazones que latían detrás
de los mandiles no se regocijaban sólo por hacer buenas
ventas, sino por el júbilo que les producía
la Navidad.

Pero
pronto las campanas llamaron a las gentes a la iglesia o la
capilla, y todos acudieron luciendo por las calles sus mejores
vestidos y con la alegría en los rostros, y al mismo
tiempo desembocaron por todas las calles, callejuelas y recodos
incontables personas que llevaban sus comidas a las tahonas,
para ponerlas en el horno. La vista de aquellas pobres gentes
de buen humor pareció interesar muchísimo al
Espíritu, pues permaneció detrás de Scrooge
a la puerta de una tahona, y levantando las tapaderas de las
cazuelas, conforme pasaban por su lado los que las llevaban,
rociaba las comidas con el incienso de su antorcha, que era
verdaderamente extraordinaria, pues una o dos veces que se
cruzaron palabras airadas entre algunos portadores de comidas
por haberse empujado mutuamente, el Espíritu derramó
sobre ellos algunas gotas de líquido procedente de
la antorcha, e inmediatamente recobraron su buen humor, pues
decían que era una vergüenza disputar el día
de Navidad. ¿Y nada más puesto en razón,
Señor?

Cesaron
de tocar las campanas y los tahoneros cerraron; y, sin embargo,
era de admirar cómo desaparecía, por efecto
de la confección de aquellas comidas, la mancha de
humedad que coronaba todos los hornos, cuyo pavimento echaba
humo como si estuvieran asándose hasta sus piedras.

-¿Hay
algún aroma peculiar en el líquido de vuestra
antorcha con el que rociáis? -preguntó Scrooge.

-Sí.
El mío.

-¿Ejerce
influencia sobre las comidas en este día? -preguntó Scrooge.

-En
todas, sobre todo en las de los pobres. -¿Por qué
sobre todo en las de los pobres? preguntó Scrooge.

-Porque
son los que más lo necesitan. -Espíritu -dijo
Scrooge, después de reflexionar un momento-. me admira
que, de todos los seres que viven en este mundo que habitamos,
sólo vos deseéis limitar a estas gentes las
ocasiones que se les ofrecen de inocente alegría.

-¿Yo?
-gritó el Espíritu.

-Sí,
porque les priváis de trabajar cada siete días,
con frecuencia el único día en que pueden decir
verdaderamente que comen. INo es cierto? -díjo Scrooge.

-¡Yo!
-gritó el Espíritu.

-Procuráis
que cierren los hornos el Séptimo Día -dijo
Scrooge-. Y es la misma cosa.

-¿Yo?
-exclamó el Espíritu.

-Perdonadme
si estoy equivocado. Se hace en vuestro nombre, o, por lo
menos, en nombre de vuestra familia -dijo Scrooge.

-Hay
algunos seres sobre la tierra -replicó el Espíritu-
que pretenden conocernos, y que realizan sus acciones de pasión,
orgullo, malevolencia, odio, envidia, santurronería
y egoísmo en nuestro nombre, y que son tan extraños
para nosotros y para todo lo que con nosotros se relaciona,
como sí nunca hubieran vivido. Acordaos de ello y cargad
la responsabilidad sobre ellos y no sobre nosotros.

Scrooge
prometió lo que el Espíritu le pedía,
y siguieron adelante, invisibles como habían sido antes,
hacia los suburbios de la ciudad. Era una notable cualidad
del Espectro (que Scrooge había observado a la puerta
del tahonero) que, a pesar de su talla gigantesca, podía
amoldarse a cualquier sitio con comodidad, y que, como un
ser sobrenatural, se hallaba en cualquier habitación
baja de techo tan cómodamente como podía haber
estado en un salón de elevadísimas paredes.

Y
ya fuese por el placer que el buen Espíritu experimentaba
al mostrar este poder suyo, ya por su naturaleza amable, generosa
y cordial y su simpatía por los pobres, condujo a Scrooge
derechamente a casa del dependiente de éste, pues allá
fue, en efecto, llevando a Scrooge adherido a su vestidura.
A1 llegar al umbral, sonrió el Espíritu y se
detuvo para bendecir la morada de Bob Cratchit con las salpicaduras
de su antorcha. Bob sólo cobraba quince Bob semanales:
cada sábado sólo embolsaba quince ejemplares
de su nombre, y. sin embargo, el Espectro de la Navidad Presente
no dejó por ello de bendecir su morada, que se componía
de cuatro piezas.

Entonces
se levantó la señora Cratchit, esposa de Cratchit,
vestida pobremente con una bata a la cual había dado
ya dos vueltas, pero llena de cintas que no valdrían
más de seis peniques. y en aquel momento estaba poniendo
la mesa, ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas.
también adornada con cintas, mientras master Pedro
Cratchit hundía un tenedor en una cacerola de patatas,
llegándole a la boca las puntas de un monstruoso cuello
planchado (que pertenecía a Bob y que se lo había
cedido a su hijo y heredero para celebrar la festividad del
día), gozoso al hallarse tan elegantemente adornado
y orgulloso de poder mostrar su figura en los jardines de
moda. De pronto entraron llorando dos Cratchit más
pequeños: varón y hembra, diciendo a gritos
que desde la puerta de la tahona habían sentido el
olor del ganso y habían conocido que era el suyo; y
pensando en la comida, estos pequeños Cratchít
se pusieron a bailar alrededor de la mesa y exaltaron hasta
los cielos a master Pedro Cratchit, mientras él (sin
orgullo, aunque faltaba poco para que le ahogase el cuello)
soplaba la lumbre hasta que las patatas estuvieron cocidas
y en dísposición de ser apartadas y peladas.

-¿Dónde
estará vuestro padre? -dijo la señora Cratchit-.
¿Y vuestro hermano Tiny Tìm? ¿Y Marta.
que el año pasado, el día de Navidad. estaba
aquí hace ya media hora?

-¡Aquí
está Mazta, mamá! –dijo una muchacha. entrando
al mismo tiempo que hablaba. -¡Aquí está
Marta. mamá! -gritaron los dos Cratchit pequeños-.
¡Viva! ¡Tenemos un ganso, Marta!

-¿Pero,
hija mía, cuánto has tardado? –dijo la señora
Cratchit, besándola una docena de veces y quitándole
et velo y el sombrero con sus propias manos, solícitamente.

-He
tenido que terminar una labor para tener libre la mañana,
mamá —replicó ta muchacha. -Bueno; es que
nunca creí que vinieses tan tarde. Acércate
a la lumbre, hija mía, y caliéntate. ¡Díos
te bendiga!

-¡No,
no! ¡Ya viene papá! –.gritaron los dos pequeños
Cratchit, que danzaban de un lado para otro-. ¡Escóndete.
Marta, escóndete!

Escondióse
Marta y entró Bob, el padre, con la bufanda colgándole
lo menos tres pies por la parte anterior, y su traje muy usado,
pero limpio y zurcido, de modo que presentaba un aspecto muy
favorable. Traía sobre los hombros a Tiny Tim. ¡Pobre
Tiny Tim! Tenía que llevar una pequeña muleta
y los miembros sostenidos por un aparato metálico.

-¿Dónde
está Marta? -gritó Bob Cratchit. mirando a su
alrededor.

-No
ha venido -dijo la señora Cratchit. -¡No ha venido!
-dijo Bob, con una repentina desilusión en su entusiasmo,
pues había sido el caballo de Tim al recorrer todo
el camino desde la iglesia y había llegado a casa dando
saltos-. ¡No haber venido. siendo el día de Navidad!

A
Marta no le agradó ver a su padre desilusionado a causa
de una broma, y salió prematuramente de detrás
de la puerta, echándose en sus brazos, mientras los
dos pequeños Cratchit empujaron a Tíny Tim y
le llevaron a la cocina, para que oyese cantar el pudding
en la cacerola.

-¿Y
cómo se ha portado Tíny Tim? -preguntó
la señora Cratchít, después de burlarse
de la credulidad de Bob y cuando éste hubo estrechado
a su hija contra su corazón.

-Muy
bien -dijo Bob-, muy bien. Se ha hecho algo pensativo y se
le ocurren las más extrañas cosas que ha oído.
A1 venir a casa me decía que quería que la gente
le viese en la iglesia, porque él era un inválido,
y sería muy agradable para todos recordar el día
de Navidad al que había hecho andar a los cojos y había
dado vista a los ciegos.

La
voz de Bob era temblorosa al decir eso y tembló más
cuando dijo que Tiny Tim crecía en fuerza y vigor.

Oyóse
su activa muleta sobre el pavimento, y antes de que se oyera
una palabra más, reapareció Tiny Tim escoltado
por su hermano y su hermana, que le llevaron a su taburete
junto a la lumbre. Mientras Bob, remangándose los puños
-¡pobrecíllo!, como si fuese posible estropearlos
más -, confeccionaba una mixtura con ginebra y limón
y la agitaba una y otra vez, colocándola después
en el antehogar para que cociese a fuego lento, master Pedro
y los dos ubicuos Cratchit pequeños fueron en busca
del ganso, con el cual aparecieron en seguida en solemne procesión:

Tal
bullicio se produjo entonces, que creyérase al ganso
la más rara de todas las aves, un fenómeno con
plumas, ante el cual fuese cosa corriente un cisne negro,
y en verdad que en aquella casa era ciertamente extraordinario.
La señora Cratchit calentó la salsa (ya preparada
en una cacerolita) ; master Pedro mojó las patatas
con vigor increíble; la señorita Belinda endulzó
la salsa de manzanas; Marta quitó el polvo a la vajilla;
Bob sentó a Tíny Tim a su lado en una esquina
de la mesa; los dos pequeños Cratchit pusieron sillas
para todos, sin olvidarse de ellos mismos, y montando la guardia
en sus puestos. se metieron la cuchara en la boca, para no
gritar pidiendo el ganso antes de que llegara el momento de
servirlo. Por fin se pusieron los platos, y se dijo una oración,
a la que siguió una pausa, durante la cual no se oía
respirar, cuando la señora Cratchit, examinando el
trinchante, se disponía a hundirlo en la pechuga; pero
cuando lo hizo y salió del interior del ganso un borbotón
de relleno, un murmullo de placer se alzó alrededor
de la mesa, y hasta Tíny Tim, animado por los pequeños
Cratchit, golpeó en la mesa con el mango de su cuchillo
y gritó débilmente: -¡Viva!

Nunca
se vio ganso como aquél. Bob dijo que jamás
creyó que pudiera existir un manjar tan delicioso.
Su blandura y su aroma, su tamaño y su baratura fueron
los temas de la admiración general; y añadiéndole
la salsa de manzanas y las patatas deshechas, constituyó
comida suficiente para toda la familia; en efecto, como la
señora Cratchit dijo (al observar que había
quedado un hueseçillo en el plato), no habían
podido comérselo todo. Sin embargo, todos quedaron
satisfechos, particularmente los Cratchit más pequeños,
que tenían salsa hasta en las cejas. La señorita
Belinda cambió los platos y la señora Cratchit
salió del comedor muy nerviosa porque no quería
que la viesen ir en busca del .pudding.

Entonces
los comensales supusieron toda clase de horrores: que no estuviera
todavía bastante hecho; que se rompiera al llevarlo
a la mesa; que alguien hubiera escalado la pared del patio
y lo hubiera robado, mientras estaban entusiasmados con el
ganso… Ante esta suposición los dos pequeños
Cratchit se pusieron pálidos.

¡Atención!
¡Una gran cantidad de vapor! El pastel estaba ya fuera
del molde. Un olor a tela mojada. Era el paño que lo
envolvía. Un olor apetitoso, que hacía recordar
al fondista. al pastelero de la casa de al lado y a la planchadora.
¡Era el pudding!. A1 medio minuto entró la señora
Cratchit con el rostro encendido, -pero sonriendo orgullosamente-
con el pudding, que parecía una bala de cañón.
duro y macizo, lanzando las llamas que producía la
vigésima parte de media copa de aguardiente inflamado,
y embellecido con una rama del árbol de Navidad clavada
en la cúspide.

¡Oh,
admirable pudding! Bob Ccatchit dijo con toda seriedad que
lo estimaba como el éxito más grande conseguido
por la señora Cratchit desde que se casaron. La señora
Cratchit dijo que no podía calcular lo que pesaba el
pudding, y confesó que había tenido sus dudas
acerca de la cantidad de harina. Todos tuvieron algo que decir
respecto de él, pero ninguno dijo (ni lo pensó
siquiera) que era un pudding pequeño para una familia
tan numerosa. Ello habría sido una gran herejía.
Los Cratchit hubiéranse ruborizado de insinuar semejante
cosa.

Por
fin se terminó la comida, alzóse el mantel,
se limpió el hogar y se encendió fuego; y después
de beber en el jarro el ponche confeccionado por Bob, y que
se consideró excelente, pusiéronse sobre la
mesa manzanas y naranjas y una pala llena de castañas
sobre la lumbre. Después, toda la familia Cratchit
se colocó alrededor del hogar, formando lo que Bob
llamaba un círculo, queriendo decir semicírculo;
y cerca de él se colocó toda la cristalería:
dos vasos y una flanera sin mango.

No
obstante, tales vasijas servían para beber el caliente
ponche, tan bien como habrían servido copas de oro,
y Bob lo sirvió con los ojos resplandecientes, mientras
las castañas sobre la lumbre crujían y estallaban
ruidosamente. Entonces Bob brindó:

-¡Felices
Pascuas para todos nosotros, hijos míos, y que Díos
nos bendiga!

Lo
cual repitió toda la familia..

-¡Que
Dios nos bendiga! -dijo Tiny Tim, el último de todos.

Estaba
sentado, arrimadito a su padre, en su taburete. Bob puso la
débil manecita del niño en la suya, con todo
cariño, deseando retenerle junto a sí, como
temiendo que se lo pudiesen arrebatar.

-Espíritu
-dijo Scrooge, con un interés que nunca había
sentido hasta entonces-. Decidme si Tiny Tim vivirá.

-Veo
un asiento vacante -replicó el Espectro en la esquina
del pobre hogar y una muleta sin dueño, cuidadosamente
preservada. Si tales sombras permanecen inalteradas por el
futuro, el niño morirá.

-¡No,
no! –dijo Scrooge-. ¡Oh, no, Espíritu amable!
Decid que se evitará esa muerte.

-Si
tales sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún
otro de mi raza -replicó el Espectro le encontrará
aquí. ¿Y qué? Si él muere, hará
bien, porque así disminuirá el exceso de población.

Scrooge
bajó la cabeza al oír sus propias palabras,
repetidas por el Espíritu, y se sintió abrumado
por el arrepentimiento y el pesar.

-Hombre
-dijo el Espectro-, si sois hombre de corazón y no
de piedra, prescindid de esa malvada hipocresía hasta
que hayáis descubierto cuál es el exceso y dónde
está. ¿Vais a decir cuáles hombres deben
vivir y cuáles hombres deben morir? Quizás a
los ojos de Dios vos sois más indigno y menos merecedor
de vivir que millones de niños como el de ese pobre
hombre. ¡Oh, Dios? ¡Oír al insecto sobre
la hoja decidir acerca de la vida de sus hermanos hambrientos!

Scrooge
se inclinó ante la reprensión del Espíritu
y, tembloroso, bajó la vista hacia el suelo. Pero la
levantó rápidamente al oír pronunciar
su nombré.

-¡El
señor Scrooge! -dijo Bob-. ¡Brindemos por el
señor Scrooge, que nos ha procurado esta fiesta! -En
verdad que nos ha procurado esta fiesta- exclamó la
señora Cratchit, sofocada-. Quisiera tenerle delante
para que la celebrase, y estoy segura de que se le iba a abrir
el apetito.

-¡Querida
-dijo Bob-, los niños! Es el día de Navidad.

-Es
preciso, en efecto, que sea el día de Navidad -dijo
ella-, para beber a la salud de un hombre tan odioso, tan
avaro, tan duro, tan insensible, como el señor Scrooge..
Ya le conoces, Roberto. Nadie le conoce mejor que tú,
pobrecillo.

-Querida
-fue la dulce respuesta de Bob-. Es el día de Navidad.

-Beberé
a su salud por ti y por ser el día que es -dijo la
señora Cratchit-, no por él. ¡Qué
viva muchos años! ¡Que tenga Felices Pascuas
y Feliz Año Nuevo! ¡El vivirá muy alegre
y muy feliz, sin duda alguna!

Los
niños brindaron también. Fue de todo lo que
hicieron lo único que no tuvo cordialidad. Tiny Tím
brindó el último de todos, pero sin poner la
menor atención. Scrooge era el ogro de la familia.
La sola mención de su nombre arrojó sobre los
reunidos una sombra obscura, que no se disipó sino
después de cinco minutos.

Pasada
aquella impresión, estuvieron diez veces más
alegres que antes, al sentirse aliviados del maleficio causado
por el nombre de Scrooge. Bob Cratchit les contó que
tenía en perspectiva una colocación para master
Pedro, que podría proporcionarle, si la conseguía,
cinco chelines y seis peniques semanales. Los dos pequeños
Cratchít rieron atrozmente ante la idea de ver a Pedro
hecho un hombre de negocios, y el mismo Pedro miró
pensativamente al fuego, sacando la cabeza entre las dos puntas
del cuello, como si reflexionara sobre la notable investidura
de que gozaría cuando llegase a percibir aquel enorme
ingreso. Marta, que era una pobre aprendiza en un taller de
modista, les contó la clase de labor que tenía
que hacer y cómo algunos días trabajaba muchas
horas seguidas. Dijo que al día siguiente pensaba levantarse
tarde de la cama, pues era un día festivo que iba a
pasar en casa. Contó que hacía pocos días
había visto a una condesa con un lord y que el lord
era casi tan alto como Pedro, y éste, al oírlo,
se alzó tanto el cuello, que, si hubierais estado presentes,
no habríais podido verle la cabeza. Durante: todo este
tiempo no cesaron de comer castañas y beber ponche,
y de aquí a poco escucharon una canción referente
a un niño perdido que caminaba por la nieve, cantada
por Tiny Tim, que tenía una quejumbrosa vocecita, y
la cantó muy bien, ciertamente.

Nada
había de aristocrático en aquella familia. Sus
individuos no eran hermosos, no estaban bien vestidos, sus
zapatos hallábanse muy lejos de ser impermeables, sus
ropas eran escasas, y Pedro conocería muy probablemente
el interior de las prenderías. Pero eran dichosos,
agradables, se querían mutuamente y estaban contentos
con su suerte; y cuando ya se desvanecían ante Scrooge,
pareciendo más felices a los brillantes destellos da
la antorcha del Espíritu al partir, Scrooge los miró
atentamente, sobre todo a Tinp Tim, de quien no apartó
la mirada hasta el último instante.

Mientras
tanto, había anochecido y nevaba copiosamente; y conforme
Scrooge y el Espíritu recorrían las calles,
la claridad de la lumbre en las cocinas, en los comedores
y en toda clase de habitaciones era admirable. Aquí,
el temblor de la llama mostraba los preparativos de una gran
comida familiar, con fuentes que trasladaban de una parte
a otra junto a la lumbre, y espesas cortinas rojas, prontas
a caer para ahuyentar el frío y la obscuridad. Allá,
todos los niños de la casa salían corriendo
sobre la nieve al encuentro de sus hermanas casadas, de sus
hermanos, de sus primos; de sus tíos, de sus tías,
para ser los primeros en saludarles. En otra parte, veíanse
en la ventana las sombras de los comensales reunidos; y más
allá, un grupo de hermosas muchachas, todas con caperuzas
y con botas de abrigo y charlando todas a la vez, marchaban
alegremente a alguna casa cercana. ¡Infeliz del soltero
(las astutas hechiceras bien lo sabían) , que entonces
las hubiera visto entrar, con la tez encendida por el frío!

Si
hubierais juzgado por el número de personas que iban
a reunirse con sus amigos, habríais pensado que no
quedaba nadie en las casas para recibirlas cuando llegasen,
aunque ocurría lo contrario: en todas las casas se
esperaban visitas y se preparaba el combustible en la chimenea.
¡Cuán satisfecho estaba el Espectro! ¡Cómo
desnudaba la amplitud de su pecho y abría su espaciosa
mano, derramando con generosidad su luciente y sana alegría
sobre todo cuanto se hallaba a su alcance! El mismo farolero,
que corría delante de él salpicando las sombrías
calles con puntos de luz, y que iba vestido como para pasar
la noche en alguna parte, se echó a reír a carcajadas
cuando pasó el Espíritu por su lado, aunque
fácilmente se adivinaba que el farolero ignoraba que
su compañero del momento era la Navidad en persona.

De
pronto, sin una palabra de advertencia por parte del Espectro,
halláronse en una fría y desierta región
pantanosa. en la que había derrumbadas monstruosas
masas de piedra, como si fuera un cementerio de gigantes:
el agua se derramaba por dondequiera, es decir, se habría
derramado, a no ser por la escarcha que la aprisionaba, y
nada había crecido sino el moho, la retama y una áspera
hierba. En la concavidad del Oeste, el sol poniente había
dejado una ardiente franja roja que fulguró sobre aquella
desolación durante un momento, como un ojo sombrío
que, tras el párpado, fuese bajando, bajando, bajando,
hasta perderse en las densas tinieblas de la obscura noche.

-¿Qué
sitio es éste? -preguntó Scrooge. -Un sitio
donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas
de la tierra –contestó el Espíritu-. Pero me
conocen. ¡Mirad!

Brillaba
una luz en la ventana de una choza y rápidamente se
dirigieron hacía ella. Pasando a través de la
pared de piedra y barro, hallaron una alegre reunión
alrededor de un fuego resplandeciente , un hombre muy viejo
y su mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos y parientes
de otra generación más, todos con alegres adornos
en su atavío de fiesta. El anciano, con una voz que
rara vez se distinguía entre los rugidos del viento
sobre la desolada región, entonaba una canción
de Navidad, que ya era una vieja canción cuando él
era un muchacho, y de vez en cuando todos los demás
se le unían al coro. Cuando ellos levantaban sus voces,
el anciano hacía lo mismo y sentíase con nuevo
vigor, y cuando ellos se detenían en el canto, el vigor
del anciano decaía de nuevo.

El
Espíritu no se detuvo allí, sino que dejó
a Scrooge que se agarrase a su vestidura y, cruzando sobre
la región pantanosa, se dirigió… ¿adónde?
¿No sería al mar? Pues, sí, al mar. Horrorizado,
Scxooge vio que se acababa la tierra y contempló una
espantosa serie de rocas detrás de ellos, y ensordeció
sus oídos el fragor del agua, que rodaba y rugía
y se encrespaba entre medrosas cavernas abiertas por ella
y furiosamente trataba de socavar la tierra.

Edificado
sobre un lúgubre arrecife de las escarpadas rocas,
próximamente a una legua de la orilla, y sobre el cual
se lanzaban las aguas irritadas durante todo el año,
se erguía un faro solitario. Grandes cantidades de
algas colgaban hasta su base, y pájaros de las tormentas
-nacidos del viento, se puede suponer, como las algas nacen
del agua- subían y bajaban en torno de él como
las olas que ellos rozaban con las alas.

Pero aun allí, dos hombres que cuidaban del faro habían
encendido una hoguera que, a través de la tronera abierta
en el espeso muro de piedra, lanzaba un rayo de luz resplandeciente
sobre el mar terrible. Los dos hombres, estrechándose
las callosas manos por encima de la tosca mesa a la cual hallábanse
sentados, se deseaban mutuamente Felices Pascuas al beber
su jarro de ponche, y uno de ellos, el más viejo, que
tenía la cara curtida y destrozada por los temporales
como pudiera estarlo el mascarón de proa de un barco
viejo, rompió en una robusta canción, semejante
al cantar del viento.

De
nuevo siguió adelante el Espectro, por encima del negro
y agitado mar -adelante, adelante-, hasta que, hallándose
muy lejos, según dijo a Scrooge, de todas las orillas,
descendieron sobre un buque. Colocáronse tan pronto
junto al timonel, que estaba en su puesto, tan pronto junto
al vigía en la proa, o junto a los oficiales de guardia,
obscuras y fantásticas figuras en sus varias posiciones;
pero todos ellos tarareaban una canción de Navidad
o tenían un pensamiento propio de Navidad. o hablaban
en voz baja a su compañero de algún día
de Navidad ya pasado, con recuerdos del hogar referentes a
él. Y todos cuantos se hallaban a bordo, despiertos
o dormidos, buenos o malos, habían tenido para los
demás una palabra más cariñosa aquel
día que otro cualquiera del año, y habían
tratado extensamente de aquella festividad, y habían
recordado a las personas queridas a través de la distancia
y habían sabido que ellas tenían un placer en
. recordarlos.

Sorprendióse
grandemente Scrooge mientras escuchaba el bramido del viento
y pensaba qué solemnidad tiene su movimiento a través
de la aislada obscuridad sobre un ignorado abismo, cuyas honduras
son secretos tan profundos como la muerte; sorprendíóse
grandemente Scrooge cuando, reflexionando así, oyó
una estruendosa carcajada. Pero se sorprendió mucho
más al reconocer que aquella risa era de su sobrino,
y al encontrarse en una habitación clara, seca y luminosa,
con el Espíritu sonriendo a su lado y mirando a su
propio sobrino con aprobadora afabilidad.

-¡Ja,
ja! -rió el sobrino de Scrooge-. ¡Ja, ja, ja!

Si
por una inverosímil probabilidad sucediera que conocieseis
un hombre de risa más sana que et sobrino de Scrooge,
me agradaría mucho conocerle. Presentadme a él
y cultivaré su amistad.

Es
cosa admirable, demostradora del exacto mecanismo de las cosas,
que así como hay contagio en la enfermedad y en la
tristeza, no hay nada en el mundo tan irresistiblemente contagioso
como la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge
se echó a reír de esta manera, sujetándose
las caderas, dando vueltas a la cabeza y haciendo muecas,
con las más extravagantes contorsiones, la sobrina
de Scrooge, sobrina política, se echó a reír
tan cordialmente como él. Y los amigos que se hallaban
con ellos también rieron ruidosamente.

-¡Ja,
ja! ¡Ja, ja, ja!

-¡Dijo
que la Navidad era una patraña, como tengo que morirme!
-gritó el sobrino de Scrooge-. ¡Y lo creía!

-¡Qué
vergüenza para él! -dijo la sobrina de Scrooge,
indignada.

Era
muy linda, extraordinariamente linda, de cara agradable y
cándida, de sazonada boquita, que parecía hecha
para ser besada, como lo era, sin duda; con toda clase de
hermosos hoyuelos en la barbilla, que se mezclaban unos con
otros cuando se reía, y con los dos ojos más
esplendorosos que jamás habéis visto en una
cabecita humana. Era enteramente lo que habrían llamado
provocativa, pero intachable. ¡Oh, perfectamente intachable!

-Es
un individuo cómico -dijo el sobrino de Scrooge-; eso
es verdad, y no tan agradable como debiera ser. Sin embargo,
sus deectos llevan el castigo de ellos mismos, y yo no tengo
nada que decir contra él.

-Sé
que es muy rico, Fred -insinuó la sobrina de Scrooge-.
A1 menos siempre me has dicho que lo era.

-¿Y
qué, amada mía? -dijo el sobrino-. Su riqueza
es inútil para él. No hace nada bueno con ella.
No se procura comodidades con ella. No ha tenido la satisfacción
de pensar -¡ja, ja, ja!- que va a beneficiarnos con
ella.

-Me
falta la paciencia con él -indicó la sobrina
de Scrooge. Las hermanas de la sobrina de Scrooge y todas
las demás señoras expresaron la misma opinión.

-¡Oh!
-dijo. el sobrino de Scrooge-. Yo lo siento por él.
No puedo irritarme contra él aunque quiera. ¿Quién
sufre con sus genialidades? Siempre él. Se le ha metido
en la cabeza no complacernos y no quiere venir a comer con
nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? Es verdad
que perder una mala comida no es perder mucho.

-Pues
yo creo que ha perdido una buena comida -interrumpió
la sobrina de Scrooge. Todos los demás dijeron lo mismo,
y se les debía considerar como jueces competentes,
porque en aquel momento acababan de comerla; los postres estaban
ya sobre la mesa, y todos habíanse reunido alrededor
de la lumbre.

-¿Bueno!
Me alegra mucho oírlo -dijo el sobrino de Scrooge-,
porque no tengo mucha confianza en estas jóvenes amas
de casa. ¿Qué opinas, Topper?

Topper
tenía francamente fijos los ojos en una de las hermanas
de la sobrina de Scrooge, y contestó que un soltero
era un infeliz paria que no tenía derecho a emitir
su opinión respecto del asunto; y en seguida la hermana
de la sobrina de Scrooge -la regordeta, con el camisolín
de encaje, no la de las rosas- se ruborizó.

-Continúa,
Fred -dijo la sobrina de Scrooge, palmoteando-. Ese nunca
termina lo que empieza a decir. ¡Es un muchacho ridículo!

E1
sobrino de Scrooge soltó otra carcajada, y como era
imposible evitar el contagio, aunque la hermana regordeta
trató con dificultad de hacerlo, oliendo vinagre aromático,
el ejemplo de él fue seguido unánimemente.

-Solamente
iba a decir -continuó el sobrino de Scrooge- que la
consecuencia de disgustarse con nosotros y no divertirse con
nosotros es, según creo, que pierde algunos momentos
agradables que no le habrían perjudicado. Estoy seguro
de que pierde más agradables compañeros que
los que puede encontrar en sus propios pensamientos, en su
viejísimo despacho o en sus polvorientas habitaciones.
Me propongo darle igual ocasión todos los años,
le agrade o no le agrade, porque le compadezco. Que se burle
de la Navidad hasta que se muera; pero no puede menos de pensar
mejor de ella, le desafío, si se encuentra conmigo
de buen humor, año tras año, diciéndole:
«Tío Scrooge, ¿cómo estáis?»
Si sólo eso le hace dejar a su pobre dependiente cincuenta
libras, ya es algo; y creo que ayer le conmoví.

A1
oír que había conmovido a Scrooge, rieron los
demás. Pero como Fred tenía corazón sencillo
y no se preocupaba mucho del motivo de la risa con tal de
ver alegres a los demás, el sobrino de Scrooge les
animó a divertirse, haciendo circular la botella alegremente.

Después
del té hubo un poco de música, pues formaban
una familia de músicos, y os aseguro que eran entendidos.
especialmente Topper, que hizo sonar el bajo como los buenos,
sin que se le hincharan las venas de la frente ni se le pusiera
roja la cara. La sobrina de Scrooge tocó bien el arpa,
y entre otras piezas tocó un aria sencilla (una nonada;
aprenderíais a tararearla en dos minutos), que había
sido la canción favorita de la niña, que sacó
Scrooge de la escuela, como recordó el Espectro de
la Navidad Pasada. Cuando sonó aquella música,
todas las cosas que el Espectro habíale mostrado se
agolparon a la imaginación de Scrooge; se enterneció
más y más, y pensó que si hubiera escuchado
aquello con frecuencia años antes, podía haber
cultivado la bondad de la vida con sus propias manos para
su felicidad, sin recurrir a la azada del sepulturero que
enterró a Jacob Marley.

Pero
no dedicaron toda la noche a la música. Al poco rato
jugaron a las prendas, pues es bueno sentirse niños
algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando su mismo
poderoso fundador era un niño. ¿Basta? Luego
se jugó a la gallina ciega, y, sin duda, alguien parecía
no ver. Y tan pronto creo que Topper estaba realmente ciego,
como creo que tenía ojos hasta en las botas. Mi opinión
es que había acuerdo entre él y el sobrino de
Scrooge, y que el Espectro de la Navidad Presente lo sabía.
Su proceder respecto a la hermana regordeta, la del camisolín
de encaje. era un ultraje a la credulidad de la naturaleza
humana. Dando puntapiés a los utensilios del hogar,
tropezando con las sillas, chocando contra el piano, metiendo
la cabeza entre los cortinones, adondequiera que fuese ella,
siempre ocurría lo mismo. Siempre sabía dónde
estaba la hermana regordeta. Nunca cogía a otra cualquiera.
Si os hubierais puesto delante de él (como hicieron
algunos de ellos) con intención, habría fingido
que iba a apoderarse de vosotros, lo cual habría sido
una afrenta para vuestra comprensión, e instantáneamente
se habría ladeado en dirección de la hermana
regordeta. A menudo gritaba ella que eso no estaba bien, y
realmente no lo estaba. Pero cuando por fin la cogió;
cuando, a pesar de todos los crujidos de la seda y de los
rápidos revoloteos de ella para huir, consiguió
alcanzarla en un rincón donde no tenía escape,
entonces su conducta fue verdaderamente execrable. Porque,
con el pretexto de no conocerla, juzgó necesario tocar
su cofia y además asegurarse de su identidad oprimiendo
cierto anillo que tenía en un dedo y cierta cadena
que le rodeaba el cuello; ¡todo eso era vil, monstruoso!
Sin duda ella le dijo su opinión respecto de ello,
pues cuando le correspondió a otro ser el ciego, ambos
se hallaban contándose sus confidencias detrás
de un cortinón.

La
sobrina de Scrooge no tomaba parte en el ,juego de la gallina
ciega; permanecía sentada en una butaca con un taburete
a los pies en un cómodo rincón de la estancia,
donde el Espectro y Scrooge estaban en pie detrás de
ella; pero participaba en el juego de prendas, y era de admirar
particularmente en el juego de ¿cómo os gusta?,
combinación amorosa con todas las letras del alfabeto,
y la misma habilidad demostró en el de ¿cómo,
dónde y cuándo?, y, con gran alegría
interior del sobrino de Scrooge, derrotaba completamente a
todas sus hermanas, aunque éstas no eran tontas, como
hubiera podido deciros Topper. Habría allí veinte
personas, jóvenes y viejos; pero todos jugaban, y lo
mismo hizo Scrooge, quien. olvídando enteramente (tanto
se interesaba por aquella escena) que su voz no sonaba en
los oídos de nadie, decía en alta voz las palabras
que había que adivinar, y muy a menudo acertaba, pues
la aguja más afilada, la mejor Whitechapel, con la
garantía de no cortar el hilo, no era más aguda
que Scrooge, aunque le conviniera aparecer obtuso ante el
mundo.

Al
Espectro le agradaba verle de tan buen humor, y le miró
con tal benevolencia, que Scrooge le suplicó, como
lo hubiera hecho un niño, que se quedase allí,
hasta que se fuesen los convidados. Pero el Espíritu
le dijo que no era posible.

-He
aquí un nuevo juego -dijo Scrooge-. ¡Media hora,
Espíritu, sólo media hora!

Era
un juego llamado sí y no, en el cual el sobrino de
Scrooge debía pensar una cosa y los demás adivinar
lo que pensaba, contestando a sus preguntas solamente sí
o no, según el caso. El vivo juego de preguntas a que
estaba expuesto le hizo decir que pensaba en un animal, en
un animal viviente, más bien un animal desagradable,
un animal salvaje, un animal que unas veces rugía y
gruñía y otras veces hablaba, que vivía
en Londres y se paseaba por las calles, que no se enseñaba
por dinero, que nadie le conducía, que no vivía
en una casa de fieras, que nunca se llevaba al matadero, y
que no era un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro,
ni un tigre, ni un perro. ni un cerdo, ni un gato, ni un oso.
A cada nueva pregunta que se le dirigía, el sobrino
soltaba una nueva carcajada, y llegó a tal extremo
su júbilo, que se vio obligado a dejar el sofá
y echarse en el suelo. Al fin, la hermana regordeta, presa
también de una risa loca, exclamó:

-¡He
dado con ello! ¿Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya
sé lo que es!

-¿Qué
es? -preguntó Fred.

-¿Es vuestro tío Scro-o-o-ge!

Eso
era, efectivamente. La admiración fue el sentimiento
general, aunque algunos hicieron notar que la respuesta a
la pregunta «¿Es un oso?» debió ser
«Sí», tanto más cuanto que una respuesta
negativa bastó para apartar sus pensamientos de Scrooge,
suponiendo que se hubiera dirigido a él desde luego.

-Ha
contribuido en gran manera a divertirnos- dijo Fred- y seríamos
ingratos si no bebiéramos a su salud. Y puesto que
todos tenemos en la mano un vaso de ponche con vino. yo digo:
¡Por el tío Scrooge!

-¡Bien!
¿Por el tío Scrooge! -exclamaron todos.

-¡Felices
Pascuas y feliz Año Nuevo al viejo, sea lo que fuere!
-dijo el sobrino de Scrooge-. No aceptaría él
tal felicitación saliendo de mis labios, pero que la
reciba, sin embargo. ¡Por el tío Scrooge!

E1
tío Scrooge habíase dejado poco a poco conquistar
de tal modo por el júbilo general, y sentía
tan ligero su corazón, que hubiera correspondido al
brindis de la reunión, aunque ésta no podía
advertir su presencia, dándole las gracias , en un
discurso que nadie habría oído, si el Espectro
le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena desapareció
con el sonido de la última palabra pronunciada por
su sobrino, y Scrooge y el Espíritu continuaron su
viaje.

Vieron
muchos países, fueron muy lejos y visitaron muchos
hogares, y siempre con feliz resultado. El Espíritu
se colocaba junto al lecho de los enfermos; y ellos se sentían
dichosos: si visitaba a los que se hallaban en país
extranjero, creíanse en su patria; si a los que luchaban
contra la suerte, sentíanse resignados y llenos de
esperanza; si se acercaba a los pobres, se imaginaban ricos.
En las casas de caridad, en los hospitales, en las cárceles,
en todos los refugios de la miseria, donde el hombre, orgulloso
de su efímera autoridad. no había podido prohibir
la entrada y cerrar la puerta, al Espíritu dejaba su
bendición e instruía a Scrooge en sus preceptos.

Fue
una larga noche, si es que todo aquello sucedió en
una sola noche; pero Scrooge dudó de ello, porque le
parecía que se habían condensado varias Navidades
en el espacio de tiempo que pasaron juntos. Era extraño,
sin embargo, que mientras Scrooge no experimentaba modificación
en su forma exterior, el Espectro se hacía más
viejo, visiblemente más viejo. Scrooge había
advertido tal cambio, pero nunca dijo nada, hasta que al salir
de una reunión infantil donde se celebraban los Reyes,
mirando al Espíritu cuando se hallaban solos, notó que sus cabellos eran grises.

-¡Es
tan corta la vida de los Espíritus? -preguntó Scrooge.

-Mi
vida sobre este globo es muy corta -replicó el Espectro-.
Esta noche termina.

-¡Esta
noche! –gritó Scrooge.

-Esta
noche, a las doce. ¡Escuchad! La hora se acerca.

En
aquel momento las campanas daban las once y tres cuartos.

-Perdonadme
sí soy indiscreto al hacer tal pregunta -dijo Scrooge.
mirando atentamente la túnica del Espíritu-,
pero veo algo extraño, que no os pertenece saliendo
por debajo de vuestro vestido. ¿Es un pie o una garra?

-Pudiera
ser una garra. a juzgar por la carne que hay encima -contestó
con tristeza el Espíritu-. ¡Mirad!

De
los pliegues de su túnica hizo salir dos niños
miserables, abyectos, espantosos, horribles, repugnantes.
que cayeron de rodillas a sus pies y se agarraron a su vestidura.

-¡Oh,
hombre! ¡Mira, mira, mira a tus pies! exclamó el Espectro.

Eran
un niño y una niña, amarillos. flacos, cubiertos
de harapos. ceñudos, feroces, pero postrados, sin embargo,
en su abyeccíón. Cuando una graciosa juventud
habría debido llenar sus mejillas y extender sobre
su tez los más frescos colores, una mano marchita y
desecada, como la del tiempo, las había arrugado, enflaquecido
y decolorado. Donde los ángeles habrían debido
reinar, los demonios se ocultaban para lanzar miradas amenazadoras.
Ningún cambio, ninguna degradación, ninguna
perversión de la humanidad, en ningún grado,
a través de todos los misterios de la admirable creación,
ha producido, ni con mucho, monstruos tan horribles y. espantosos.

Scrooge
retrocedió, pálido de terror. Teniendo en cuenta
quien se los mostraba, intentó decir que eran niños
hermosos; pero las palabras se detuvieron en su garganta antes
que contribuir a una mentira de tan enorme magnitud.

-Espíritu,
¿son hijos vuestros? -Scrooge no pudo decir más.

–Son
los hijos de los hombres -contestó el Espíritu,
mirándolos-. Y se acogen a mí para reclamar
contra sus padres. Este niño es la Ignorancia. Esta
niña es la Miseria. Guardaos de ambos y de toda su
descendencia. pero sobre todo del niño, pues en su
frente veo escrita la sentencia, hasta que lo escrito sea
borrado. ¡Niégalo! -gritó el Espíritu,
extendiendo una mano hacia la ciudad-. ¡Calumnia a los
que te lo dicen! Eso favorecerá tus designios abominables.
¡Pero el fin llegará!

-¿No
tienen ningún refugio ni recurso? -exclamó Scrooge.

-¿No
hay cárceles? -dijo el Espíritu, devolviéndole
por última vez sus propias palabras-. ¿No hay
casas de corrección?

La
campana dio las doce.

Scrooge
miró a su alrededor en busca del Espectro, y ya no
le vio. Cuando la última campanada dejó de vibrar,
recordó la predicción del viejo Jacob Marley,
y, alzando los ojos, vio un fantasma de aspecto solemne, vestido
con una túnica con capucha y que iba hacia él
deslizándose sobre la tierra como se desliza la bruma.