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El ultimo de los tres espiritus
Dickens, Charles

El último de los tres Espíritus
CHARLES DICKENS

El
Fantasma se aproximaba con paso lento, grave y silencioso.
Cuando llegó a Scrooge, éste dobló la
rodilla, pues el Espíritu parecía esparcir a
su alrededor, en el aire que atravesaba, tristeza y misterio.

Le
envolvía una vestidura negra, que le ocultaba la cabeza,
la cara y todo el cuerpo, dejando solamente visible una de
sus manos extendida. Pero, además de esto, hubiera
sido difícil distinguir su figura en medio de la noche
y hacerla destacar de la completa obscuridad que la rodeaba.

Reconoció
Scrooge que el Espectro era alto y majestuoso cuando le vio
a su lado, y entonces sintió , que su misteriosa presencia
le llenaba de un temor solemne. No supo nada más, porque
el Espíritu ni hablaba ni se movía.

-¿Estoy
en presencia del Espectro de la Navidad venidera? -dijo Scrooge.

El
Espíritu no respondió, pero continuó con la mano extendida.

-Vais
a mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido,
pero que sucederán en el tiempo venidero —continuó
Scrooge-, ¿no es así, Espíritu?

La
parte superior de la vestidura se contrajo un instante en
sus pliegues, como si el Espíritu hubiera inclinado
la cabeza. Fue la sola respuesta que recibió.

Aunque
habituado ya al trato de los espectros, Scrooge experimentó
tal miedo ante la sombra silenciosa, que le temblaron las
piernas y apenas podía sostenerse en pie cuando se
disponía a seguirle. El Espíritu se detuvo un
momento observando su estado, como si quisiera darle tiempo
para reponerse.

Pero
ello fue peor para Scrooge. Estremecióse con un vago
terror al pensar que tras aquella sombría mortaja estaban
los ojos del Fantasma intensamente fijos en él, y que,
a pesar de todos sus esfuerzos, sólo podía ver
una mano espectral y una gran masa negra.

-¡Espectro
del futuro —exclamó-, .os tengo más miedo
que a ninguno de los espectros que he visto! Pero como sé
que vuestro propósito es procurar mi bien y como espero
ser un hombre diferente de lo que he sido, estoy dispuesto
a acompañaros con el corazón agradecido. ¿No
queréis hablarme?

Silencio.
La mano seguía extendida hacia adelante.

-¡Guiadme!
-dijo ,Scrooge-. ¡Guiadme! La noche avanza rápidamente,
y sé que es un precioso tiempo para mí. ¡Guiadme,
Espíritu!

El
Fantasma se alejó igual que había llegado. Scrooge
le siguió en la sombra de su vestidura, que según
pensó, levantábale y llevábale con ella.

Apenas
pareció que entraron en la ciudad, pues más
bien se creería que ésta surgió alrededor
de ellos, circundándolos con su propio movimiento.
Sin embargo, hallábanse en el corazón de la
ciudad, en la Bolsa, entre los negociantes, que marchaban
apresuradamente de aquí para allá, haciendo
sonar las monedas en el bolsillo, conversando en grupos, mirando
sus relojes, jugando pensativamente con sus áureos
dijes, etc, como Scrooge les había visto con frecuencia.

El
Espíritu se detuvo frente a un pequeño grupo
de negociantes. Observando Scrooge que su mano indicaba aquella
dirección, se adelantó para escuchar lo que
hablaban.

-No
-decía un hombre grueso y alto, de barbilla monstruosa-;
no sé más acerca de ello;sólo sé que ha muerto.

-¿Cuándo ha muerto? -inquirió otro.

-Creo que anoche.

-¡Cómo!
¿Pues qué le ha ocurrido?- preguntó un
tercero, tomando una gran porción de tabaco de una
enorme tabaquera-. Yo creí que no iba a morir nunca.

-Sólo
Díos lo sabe -dijo el primero bostezando.

-¿Qué
ha hecho de su dinero? -preguntó un caballero de faz
rubicunda con una excrescencia que le colgaba de la punta
de la nariz y que ondulaba como las carúnculas de un
pavo.

-No
lo he oído decir –dijo el hombre de la enorme barbilla
bostezando de nuevo-. Quizá se lo haya dejado a su
sociedad. A mí no me lo ha dejada, es todo lo que sé.

Esta
broma fue acogida con una carcajada general.

-Es
probable que sean modestísimas las exequias -dijo el
mismo interlocutor-, pues, por mi vida, no conozco a nadie
que asista a ellas. ¿Vamos a ír nosotros sin
invitación?

-No
tengo inconveniente. si hay merienda -observó el caballero
de la. excrescencia en la nariz-, pero si voy tienen que darme
de comer.

Otra
carcajada.

-Bueno;
después de todo, yo soy el más desinteresado
de todos vosotros -dijo el que habló primeramente-.
pues nunca gasto guantes negros ni meriendo; pero estoy dispuesto
a ir si alguno viene conmigo. Cuando pienso en ello, no estoy
completamente seguro de no haber sido su mejor amigo, pues
acostumbrábamos detenernos a hablar siempre que nos
encontrábamos. ¡Adiós, señores!

Los
que hablaban y los que escuchaban se dispersaron, mezclándose
con otros grupos. Scrooge los conocía. y miró
al Espíritu en busca de una explicación.

El
Fantasma deslizóse en una calle. Su dedo señalaba
a dos individuos que se encontraron. Scrooge escuchó
de nuevo, pensando que allí se hallaría la explicación.

También
a aquellos hombres los conocía perfectamente. Eran
dos negociantes riquísimos y muy importantes. Siempre
se había ufanado de ser muy estimado por ellos, desde
el punto de vista de los negocios, se entiende, estrictamente
desde el punto de vista de los negocios.

-¿Cómo
estáis? -dijo uno. -¿Cómo estáis?
-replicó el otro.

-Bien
–dijo el primero-. A1 fin el viejo tiene lo suyo, ¿eh?

-Eso
he oído -contestó el otro-. Hace frío.
¿verdad?

-Lo
propio de la época de Navidad. Supongo que no sois
patinador.

-No,
no. Tengo otra cosa en que pensar. ¿Buenos días!

Ni
una palabra más. Tales fueron su encuentro, su conversación
y su despedida.

A1
principio estuvo Scrooge a punto de sorprenderse de que el
Espíritu diese importancia a conversaciones tan triviales
en apariencia; pero, íntimamente convencido de que
debían tener un significado oculto, se puso a reflexionar
cuál podría ser. Apenas se les podía
suponer alguna relación con la muerte de Jacob, su
viejo consocio, pues ésta pertenecía al pasado,
y el punto de partida de este Espectro era el porvenir. Ni
podía pensar en otro inmediatamente relacionado con
él a quien se le pudiera aplicar. Pero como, sin duda,
a quienquiera que se le aplicaren, encerraban una lección
secreta dirigida a su provecho, resolvió tener en cuenta
cuidadosamente toda palabra que oyera y toda cosa que viese,
y especialmente observar su propia imagen cuando apareciera,
pues tenía la esperanza de que la conducta de su futuro
ser le daría la clave que necesitaba para hacerle fácil
la solución del enigma.

Miró
a todos lados en aquel lugar buscando su propia imagen; pero
otro hombre ocupaba su rincón habitual, y aunque el
reloj señalaba la hora en que él acostumbraba
estar allí, no vio a nadie que se le pareciese entre
la multitud que se oprimía bajo el porche.

Ello
le sorprendió poco, sin embargo, pues había
resuelto cambiar de vida: y pensaba y esperaba que su ausencia
era una prueba de que sus nacientes resoluciones empezaban
a ponerse en práctica.

Inmóvil,
sombrío, el Fantasma permanecía a su lado con
la mano extendida. Cuando Scrooge salió de su ensimismamiento,
imagínóse, por el movimiento de la mano y su
situación respecto a él, que los ojos invisibles
estaban mirándole fijamente, y le recorrió un
escalofrío.

Dejaron
el teatro de los negocios y se dirigieron a una parte obscura
de la ciudad, donde Scrooge no había entrado nunca,
aunque conocía su situación y su mala fama.
Los caminos eran sucios y estrechos; las tiendas y las casas,
miserables; los habitantes, medio desnudos, borrachos, mal
calzados, horrorosos. Callejuelas y pasadizos sombríos,
como otras tantas alcantarillas, vomitaban sus olores repugnantes,
sus inmundicias y sus habitantes en aquel laberinto de. calles;
y toda aquella parte respiraba crimen, suciedad y miseria.

En
el fondo de aquella guarida infame había una tienda
bajísima de techo, bajo el tejado de un sobradillo,
donde se compraban hierros, trapos viejos, botellas, huesos
y restos de comidas. En el interior, y sobre el suelo, se
amontonaban llaves enmohecidas. clavos, cadenas. goznes, limas,
platillos de balanza, pesos y toda clase de hierros inútiles.
Misterios que a pocas personas hubiera agradado investigar
se ocultaban bajo aquellos montones de harapos repugnantes,
aquella grasa corrompida y aquellos sepulcros de huesos. Sentado
en medio de sus mercancías, junto a un brasero de ladrillos
viejos, un bribón de cabellos blanqueados por sus setenta
años, defendido del viento exterior con una cortina
fétida compuesta de pedazos de trapo de todos colores
y clases colgados de un bramante, fumaba su pipa saboreando
la voluptuosidad de su apacible retiro.

Scxooge
y el fantasma llegaron ante aquel hombre en el momento en
que una mujer cargada con un enorme envoltorio se deslizaba
en la tienda. Apenas había entrado, cuando otra mujer,
cargada de igual modo, entró a continuación;
seguida de cerca por un hombre vestido de negro desvaído,
cuya sorpresa no fue menor a la vista de las dos mujeres que
la que ellas experimentaron al reconocerse una a otra. Después
de un momento de muda estupefacción, de la que había
participado el hombre de la pipa, soltaron los tres una carcajada.

-¿Que
la jornalera pase primeramente? -exclamó la que había
entrado al principio-. La segunda será la planchadora
y el tercero el hombre de la funeraria. Mirad, viejo Joe,
qué casualidad. ¡Cualquiera diría que
nos habíamos citado aquí los tres!

-No
podíais haber elegido mejor sitio -dijo el viejo quitándose
la pipa de la boca-. Entrad a la sala. Hace mucho tiempo que
tenéis aquí la entrada libre, y los otros dos
tampoco son personas extrañas. Aguardad que cierre
la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo cruje! No creo
que haya aquí hierros más mohosos que sus goznes,
así como tampoco hay aquí, estoy .seguro, huesos
más viejos que los míos. ¡Ja, ja! Todos
nosotros estamos. en armonía con nuestra profesión
y de acuerdo. Entrad a la sala, entrad a la sala.

La
sala era el espacio separado de la tienda por la cortina de
harapos. El viejo removió la lumbre con un pedazo de
hierro procedente de una barandilla, y después de reavivar
la humosa lámpara (pues era de noche) con el tubo de
la pipa, se volvió a poner ésta en la boca.

Mientras
lo hizo, la mujer que ya había hablado arrojó
el envoltorio al suelo y se sentó en un taburete en
actitud descarada, poniéndose los codos sobre las rodillas
y lanzando a los otros dos una mirada de desafío.

-Y
bien, ¿Qué? ¿Qué hay, señora
Dilber? -dijo la mujer-. Cada uno tiene derecho a pensar en
sí mismo. ¡El siempre lo hizo así!

-Es
verdad, efectivamente –dijo la planchadora-. Más que
él, nadie.

-¿Por
qué, pues, ponéis esa cara, como si tuvierais
miedo, mujer? Supongo que los lobos no se muerden unos a otros.

-¿Claro
que no! -dijeron a la vez, la señora Dilber y el viejo-.
Debemos esperar que sea así. -Entonces, muy bien -exclamó la mujer-.

Eso
basta. ¿A quién se perjudica con insignificancias
como éstas? No será el muerto, me figuro.

-¡Claro
que no¡ -dijo la señora Dilber riendo. -Si necesitaba
conservarlas después de morir, el viejo avaro –continuó
la mujer-, ¿por qué no ha hecho en vida lo que
todo el mundo? No tenía más que haberse proporcionado
quien le cuidara cuando la muerte se lo llevó, en vez
de permanecer aislado de todos al exhalar el último
suspiro.

-Nunca
se dijo mayor verdad -repuso la señora Dílber-.
Tiene lo que merece.

-Yo
desearía que le ocurriera algo más -replicó
la mujer-; y otra cosa habría sido, podéis creerme,
si me hubiera sido posible poner las manos en cosa de más
valor. Abrid ese envoltorio, Joe, y decidme cuánto
vale. Hablad con franqueza. No tengo miedo de ser la primera,
ni me importa que lo vean. Antes de encontrarnos aquí,
ya sabíamos bien, me figuro, que estábamos haciendo
nuestro negocio. No hay nada malo en ello. Abrid el envoltorio,
Joe.

Pero
la galantería de sus amigos no lo permitió,
y el hombre del traje negro desvaído, rompiendo el
fuego, mostró su botín. No era considerable:
un sello o dos, un lapicero, dos botones de manga, un alfiler
de poco valor, y nada más. Todas esas cosas fueron
examinadas separadamente y avaluadas por et viejo, que escribió
con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a
dar por cada una, haciendo la suma cuando vio que no había
ningún otro objeto.

-Esta
es vuestra cuenta —dijo-, y no daría un penique más,
aunque me quemaran a fuego lento por no darlo. ¿Quién
sigue?

Seguía
la señora Dilber. Sábanas y toallas, servilletas,
un traje usado, dos antiguas cucharillas de plata, unas pinzas
para azúcar y algunas botas. Su cuenta le fue hecha
igualmente en la pared.

-Siempre
doy demasiado a las señoras. Es una de mis flaquezas,
y de ese modo me arruino -dijo el viejo-. Aquí está
vuestra cuenta. Si me pedís un penique más,
o discutís la cantidad, puedo arrepentirme de mi esplendidez
y rebajar medía corona.

-Y
ahora deshaced mi envoltorio, Joe -dijo la primera mujer.

Joe
se puso de rodillas para abrirlo con más facilidad,
y después de deshacer un gran número de nudos;
sacó una pesada pieza de tela obscura.

-¿Cómo
llamáis a esto? -dijo-. Cortinas de alcoba.

-¿Ah!
-respondió la mujer riendo e inclinándose sobre
sus brazos cruzados-. ¡Cortinas de alcoba! -No es posible
que las hayáis quitado. con anillas y todo, estando
todavía sobre el lecho -dijo el viejo.

-Pues
sí -replicó la mujer-. ¿Por qué
no? -Habéis nacido para hacer fortuna -dijo el viejo-
y seguramente la haréis.

-En
verdad os aseguro, Joe -replicó la mujer tranquilamente-,
que cuando tenga a mi alcance alguna cosa, no retiraré
de ella la mano por consideración a un hombre como
ése. Ahora, no dejéis caer el aceite sobre las
mantas.

-¿Las
mantas de él? -preguntó Joe.

-¿De
quién creéis que iban a ser? -replicó
la mujer-. Me atrevo a decir que no se enfriará por
no tenerlas.

-Me
figuro que no habrá muerto de enfermedad contagiosa.
¿eh? -dijo el viejo suspendiendo la tarea y alzando
los ojos.

-No
tengáis miedo -replicó la mujer-. No me agradaba
su compañía hasta el punto de estar a su lado
por tales pequeñeces, si hubiera habido el menor peligro.
¿Ah! Podéis mirar esa camisa hasta que os duelan
los ojos, y no veréis en ella ni un agujero ni un zurcido.
Esa es la mejor que tenía y es una buena camisa. A
no ser por mí, la habrían derrochado.

-¿A
qué llamáis derrochar una camisa? -preguntó Joe.

–Quiero
decir que, seguramente, le habrían amortajado con ella
-replicó la mujer, riendo-. Alguien fue lo bastante
imbécil para hacerlo, pero yo se la quité otra
vez. Sí la tela de algodón no sirve para tal
objeto, no sirve para nada. Es a propósito para cubrir
un cuerpo. No puede estar más feo de ese modo que con
esta camisa.

Scrooge
escuchaba este diálogo con horror. Conforme se hallaban
los interlocutores agrupados en torno de su presa, a la escasa
luz de la lámpara del viejo: le producían una
sensación de odio y de disgusto, que no habría
sido mayor aunque hubiera visto obscenos demonios regateando
el precio del propio cadáver.

-¡Ja,
ja! -rió la misma mujer cuando Joe, sacando un talego
de franela lleno de dinero, contó en el suelo la cantidad
que correspondía a cada uno-. No termina mal, ¿veis?
Durante su vida ahuyentó a todos de su lado para proporcionarnos
ganancias después de muerto. ¡Ja, ja, ja !

-¿Espíritu?
—dijo Scrooge, estremeciéndose de píes a cabeza-.
Ya veo, ya veo. El caso de ese desgraciado puede ser el mío.
A eso conduce una vida como la mía. ¡Dios misericordioso!
¿Qué es esto?

Retrocedió
lleno de terror, pues la escena había cambiado y Scrooge
casi tocaba un lecho: un lecho desnudo, sin cortinas, sobre
el cual, cubierto por un trapo, yacía algo que, aunque
mudo, se revelaba con terrible lenguaje.

El
cuarto estaba muy obscuro, demasiado obscuro para poder observarle
con alguita exactitud, aunque Scrooge, obediente a un impulso
secreto, miraba a todos lados, ansioso por saber qué
clase de habitación era aquélla. Una luz pálida,
que llegaba del exterior, caía directamente sobre el
lecho, en el cual yacía e1 cuerpo de aquel hombre despojado,
robado, abandonado por todo el mundo, sin nadie que le velara
y sin nadie que llorara por él.

Scrooge
miró hacia el Fantasma, cuya rígida mano indicaba
la cabeza del muerto. El paño qué la cubría
hallábase puesto con tal descuido, que el más
ligero movimiento, el de un dedo, habría descubierto
la cara. Pensó Scrooge en ello, veía cuán
fácil era hacerlo y sentía el deseo de hacerlo:
pero tan poco poder tenía para quitar aquel velo como
para arrojar de su lado al Espectro.

-¡Oh,
fría. fría. rígida, espantosa muerte!
¡Levanta aquí tu altar y vístelo con todos
los terrores de que dispones, pues estás en tu dominio!
Pero cuando es una cabeza amada, respetada y honrada, no puedes
hacer favorable a tus terribles designios un solo cabello
ni hacer odiosa una de sus facciones. No es que la mano pierda
su pesantez y no caiga al abandonarla; no es que el corazón
y el pulso dejen de estar inmóviles: pero la mano fue
abierta, generosa y leal; el corazón, bravo, ferviente
y tierno; y el pulso. de un hombre. ¡Golpea, muerte,
golpea! ¡Y mira las buenas acciones que brotan de la
herida y caen en el mundo como simiente de vida inmortal!

Ninguna
voz pronunció tales .palabras en los oídos de
Scrooge, pero las oyó al mirar el lecho. Y pensó:
«Si este hombre pudiera revivir, ¿cuáles
serían sus pensamientos primitivos? ¿La avaricia,
la dureza de corazón, la preocupación del dinero?
¿Tales cosas le han conducido, verdaderamente, a buen
fin? Yace en esta casa desierta y sombría, donde no
hay un hombre, una mujer o un niño que diga: «fue
cariñoso para mí en esto o en aquello. y en
recuerdo de una palabra amable seré cariñoso
para él». Un gato arañaba la puerta. y
bajo la piedra del hogar se oía un ruido de ratas que
roían. ¿Qué iban a buscar en aquel cuarto
fúnebre y por qué estaban tan inquietas y turbulentas?
Scrooge no se atrevió a pensar en ello.

-¡Espíritu
–dijo-, da miedo estar aquí! Al abandonar este lugar
no olvidaré sus enseñanzas, os lo aseguro. ¡Vámonos!

El
Espectro seguía mostrándole la cabeza del cadáver
con su dedo inmóvil.

–Os
comprendo -replicó Scrooge-, y lo haría si pudiera.
Pero me es imposible, Espíritu, me es imposible.

El
Espectro pareció mirarle de nuevo.

-Sí
hay en la ciudad alguien a quien emocione la muerte de ese
hombre -dijo Scrooge, agonizante-, mostradme esa persona,
Espíritu, os lo suplico.

El
Fantasma extendió un momento su sombría vestidura
ante él, como un ala; después, volviendo a plegarla,
mostróle una habitación alumbrada por la luz
del día, donde estaba una madre con sus hijos.

Aguardaba
a alguien con ansiosa inquietud, pues iba de un lado a otro
por la habitación. se estremecía al menor ruido,
miraba por la ventana, consultaba el reloj, trataba, pero
inútilmente, de manejar la aguja, y no podía
aguantar las voces de los niños en sus juegos.

Al
fin se oyó en la puerta el golpe esperado tanto tiempo;
se precipitó a la puerta y encontróse con su

marido,
cuyo rostro estaba ajado y abatido por la preocupación,
aunque era joven. En aquel momento mostraba una expresión
notable: un placer triste que le causaba vergüenza y
que se esforzaba en reprimir.

Sentóse
para comer el almuerzo preparado para él junto al fuego,
y cuando ella le preguntó débilmente qué
noticias había (lo que no hizo sino después
de un largo silencio). pareció cohibido de responder.

-¿Son
buenas o malas? -dijo para ayudarle.

-Malas -respondió.

-¿Estamos
completamente arruinados?

-No. Aun hay esperanzas, Carolina.

-Si
se conmueve -dijo ella asombrada-, si tal milagro se realizara,
no se habrían perdido las esperanzas.

-Ya
no puede conmoverse -dijo el marido-, porque ha muerto.

Era
aquella mujer una dulce y paciente criatura. a juzgar por
su rostro; pero su alma se llenó de gratitud al oír
aquello, y así lo expresó juntando las manos.

Un
momento después pedía perdón a Dios y
se mostraba afligida: pero el primer movimiento salió
del corazón.

-Lo
que me dijo aquella mujer medio ebria, de quien te hablé
anoche, cuando intenté verle para obtener un plazo
de una semana, y lo que creí un pretexto para no recibirme,
es la pura verdad; no sólo estaba muy enfermo, sino
agonizando.

-¿Y
a quién se transmitirá nuestra deuda? -No lo
sé. Pero antes de ese tiempo tendremos ya el dinero:
y aunque no lo tuviéramos, sería tener muy mala
suerte encontrar en su sucesor un acreedor tan implacable
como él. ¡Esta noche podemos dormir `tranquilos,
Carolina!

Sí.
Sus corazones se sentían aliviados de un gran peso.
Las caras de los niños. agrupados a su alrededor para
oír lo que tan mal comprendían, brillaban más:
la muerte de aquel hombre llevaba un poco de dicha a aquel
hogar. La única emoción que el Espectro pudo
mostrar a Scrooge con motivo de aquel suceso fue una emoción
de placer.

-Espíritu,
permitidme ver alguna ternura relacionada con la muerte –dijo
Scrooge-: si no, la sombría habitación que abandonamos
hace poco estará siempre en mi recuerdo.

El
Fantasma le condujo a través de varías calles
que le eran familiares: a medida que marchaban. Scrooge miraba
a todas partes en busca de su propia imagen, pero en ningún
sitio conseguía verla. Entraron en casa del pobre Bob
Cratchít, la habitación que habían visitado
anteriormente, y hallaron a la madre y a los niños
sentados alrededor de la lumbre.

Tranquilos.
Muy tranquilos. Los ruidosos Cratchit pequeños se hallaban
en un rincón, quietos como estatuas, sentados y con
la mirada fija en Pedro, que tenía un libro abierto
delante de él. La madre y sus hijas se ocupaban en
coser. Toda la familia estaba muy tranquila.

«Y
tomó a un niño y le puso en medio de ellos.»
¿Dónde había oído Scrooge aquellas
palabras? No las había soñado. El niño
debía de haberlas leído en voz alta cuando él
y el Espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué
no seguía la lectura?

La
madre dejó su labor sobre la mesa y se cubrió la cara con las manos.

-El
color de esta tela me hace daño en los ojos —dijo.

¿El
color? ¡Ah, pobre Tíny Tim!

-Ahora
están mejor –dijo la mujer de Cratchit-. La luz artificial
les perjudica, y por nada del mundo quisiera que cuando venga
vuestro padre vea que tengo los ojos malos. Ya no debe tardar,
a la hora que es.

-Ya
ha pasado la hora —contestó Pedro cerrando el libro-.
Pero creo que hace unas cuantas noches anda algo más
despacio que de costumbre, madre.

Volvieron
a quedar en silencio. A1 fin dijo la madre con voz firme y
alegre, que una sola vez se debilitó:

-Yo
le he visto un día andar de prisa, muy de prisa, con…
con Tíny Tím sobre los hombros.

-¡Y
yo también? -gritó Pedro-. ¡Muchas veces?

-¿Y
yo también? -exclamó otro. y luego, todos.

-Pero
Tiny Tim era muy ligero de llevar -continuó la madre
volviendo a su labor -y su padre le quería tanto, que
no le molestaba, no le molestaba. Pero ya oigo a vuestro padre
en la puerta.

Corrió
a su encuentro. y el pequeño Bob entró con su
bufanda -bien la necesitaba el pobre-. Su té se hallaba
preparado junto a la lumbre y todos se precipitaron a servírselo.
Entonces los dos Cratchit pequeños saltaron sobre sus
rodillas y cada uno de ellos puso su carita en una de las
mejillas del padre, como diciendo: «No pienses en ello.
padre; no te apenes».

Bob
se mostró muy alegre con ellos y tuvo para todos una
palabra amable: miró la labor que había sobre
la mesa y elogió la destreza y habilidad de la señora
Cratchit y las niñas.

-Eso
se terminará mucho antes del domingo -dijo.

-¡Domingo!
¿Has ido hoy allá, Roberto? -preguntó su mujer.

-Sí,
querida -respondió Bob-. Me hubiera gustado que hubieseis
podido venir. Os hubiera agradado ver qué verde está
aquel sitio. Pero ya le veréis a menudo. Le he prometido
que iré a pasear allí un domingo. ¡Pequeñito,
nene mío! -gritó Bob-. ¡Pequeñito
mío!

Estalló
de pronto. No pudo remediarlo. Para qua pudiera remediarlo,
habría sido preciso que no se sintiese tan cerca de
su hijo.

Dejó
la habitación y subió a la del piso de arriba,
profusamente iluminada y adornada como en Navidad. Había
una silla colocada junto a la cama del niño y se veían
indicios de que alguien la había ocupado recientemente.
El pobre Bob sentóse en. ella y, cuando se repuso algo
y se tranquilizó, besó aquella carita. Sintióse
resignado por lo sucedido y bajó de nuevo completamente
feliz.

La
familia rodeó la lumbre y empezó a charlar:
las muchachas y la madre siguieron su labor. Bob les contó
la extraordinaria benevolencia del sobrino de Scrooge, a quien
apenas había visto una vez. y que al encontrarle aquel
día en la calle, y viéndole un poco… «un
poco abatido, ¿sabéis?», dijo Bob, se enteró
de lo que le había sucedido para estar tan triste.

-En
vista de lo cual –contínuó Bob-, ya que es
el caballero más afable que se puede encontrar, se
lo conté. «Estoy sinceramente apenado por lo que
me contáis, señor. Cratchit», dijo, «por
vos y por vuestra excelente mujer». Y a propósito,
no sé cómo ha podido saber eso.

-¿Saber
qué?

-Que
eras una excelente mujer -contestó Bob. -Eso lo sabe
todo el mundo -dijo Pedro. -¡Muy bien dicho, hijo mío!
-exclamó Bob-. Espero que todo el mundo lo sepa. «Sinceramente
apenado», dijo, «por vuestra excelente mujer. Sí
puedo serviros en algo», continuó, dándome
su tarjeta, «éste es mi domicilio. Os ruego que
vayáis a verme.» Bueno, pues, me ha encantado
–exclamó Bob-, no por lo que está dispuesto
a hacer en nuestro favor, sino por su benevolencia. Parecía
que en realidad había conocido a nuestro Tiny Tim y
se lamentaba con nosotros.

-Estoy
segura de que tiene buen corazón -dijo la señora
Cratchit.

-Más
segura estarías de ello, querida –contestó
Bob-, si le hubieras visto y le hubieras hablado. No, no me
sorprendería nada, fíjate en lo que digo, que
proporcionase a Pedro un empleo mejor.

-Oye
esto, Pedro –dijo la señora Cratchit, -¡Y entonces
-gritó una de las muchachas- Pedro buscará compañía
y se establecerá por su cuenta! -¡Vete a paseo!
-replicó Pedro haciendo una mueca.

-Eso
puede ser y puede no ser –dijo Bob-, aunque hay mucho tiempo
por delante, hijo mío. Pero, de cualquier modo y en
cualquier época que nos separemos unos de otros, tengo
la seguridad de que ninguno de nosotros olvidará al
pobre Tíny Tim, ¿verdad?, ninguno olvidará
esta primera separación.

-¿Nunca!
-gritaron todos.

-Y
yo sé -dijo Bob-, yo sé, hijos míos,
que cuando recordemos cuán paciente y cuán dulce
fue, aun siendo pequeño, pequeñito, no armaremos
pendencias unos con otros, porque al hacerlo olvidaríamos
al pobre Tiny Tim.

-¡No,
padre; nunca! -volvieron a gritar todos.

-Soy
muy feliz —dijo el pequeño Bob-. ¡Soy muy feliz!

La
señora Cratchit le besó, sus hijas le besaron,
los dos Cratthít pequeños le besaron, y Pedro
y él se dieron un apretón de manos. ¡Espíritu
de Tiny Tim: tu esencia infantil provenía de Díos!

-Espectro
–dijo Scrooge-, algo me dice que la hora de nuestra separación
se acerca. Lo sé, pero no sé cómo se
verificará. Decidme: ¿quién era aquel
hombre que hemos visto yacer en su lecho de muerte?

El
Espectro de la Navidad Futura le transportó, como antes
-aunque en una época diferente, según pensó:
verdaderamente, sus últimas visiones aparecían
embrolladas, excepto la seguridad de que pertenecían
al porvenir-, a los lugares en que se reunían los hombres
de negocios, pero sin mostrarle su otro él. En verdad,
el Espíritu no se detuvo para nada, sino que siguió
adelante como para alcanzar el objetivo deseado, hasta que
Scrooge le suplicó que se detuviera un momento.

-Esta
callejuela que atravesamos ahora –dijo Scrooge- es el lugar
donde desde hace mucho tiempo yo establecí el centro
de mis acupaciones. Veo la casa. Permitidme contemplar lo
que será en los días venideros.

El
Espíritu se detuvo: su mano señalaba otro sitio.

-¡La
casa está allá abajo! –exclamó Scrooge-.
¿Por qué me señaláis hacia otra
parte?

El
inexorable dedo no experimentó ningún cambio.
Scrooge corrió a la ventana de su despacho y miró
al interior. Seguía siendo un despacho, pero no el
suyo. Los muebles no eran los mismos y la persona sentada
en la butaca no era él. El Fantasma señalaba
como anteriormente.

Scrooge
volvió a unírsele, y sin comprender por qué
no estaba él allí ni dónde habría
ido, siguió al Espíritu hasta llegar a una verja
de hierro. Antes de entrar se detuvo para mirar a su alrededor.

Un
cementerio. Bajo la tierra yacían allí los infelices
cuyo nombre iba a saber. Era un digno lugar, rodeado de casas,
invadido por la hiedra y las plantas silvestres, antes muerte
que vida de la vegetación, demasiado lleno de sepulturas,
abonado hasta la exageración. ¡Un digno lugar!

El
Espíritu, de pie en medio de las tumbas, indicó
una. Scrooge avanzó hacia ella temblando. El Fantasma
era exactamente como había sido hasta entonces. pero
Scrooge tuvo miedo al notar un ligero cambio en su figura
solemne.

-Antes
de acercarme más a esa piedra que me enseñáis-le
dijo-, respondedme a una pregunta: ¿Es todo eso la
imagen de lo que será. o solamente la imagen de lo
que puede ser?

El
Espectro siguió señalando a la tumba junto a
la cual se hallaba.

-Las
resoluciones de los hombres simbolizan ciertos objetivos que,
si perseveran, pueden alcanzar -dijo Scrooge-; pero si se
apartan de ellas, los objetivos cambian. ¿Ocurre lo
mismo con las cosas que me mostráis?

El
Espíritu continuó inmóvil como siempre.
Scrooge se arrastró hacia él, temblando al acercarse.
y siguiendo la dirección del dedo, leyó sobre
la piedra de la abandonada sepultura su propio nombre: Ebenezer
Scrooge.

-¿Soy
yo el hombre que yacía sobre el lecho? —exclamó cayendo de rodillas.

El
dedo se dirigió de la tumba a él y de él
a la tumba.

-¡No,
Espíritu! ¡Oh, no, no! El dedo seguía
allí.

-¡Espíritu
–gritó agarrándose a su vestidura-, escuchadme!
Yo no soy ya el hombre que era; no seré ya el hombre
que habría sido a no ser por vuestra intervención.
¿Por qué me mostráis todo eso, si he
perdido toda esperanza?

Por
primera vez la mano pareció moverse. -Buen Espíritu
—continuó, prosternado ante él, con la frente
en la tierra-, vos intercederéis por mí y me
compadeceréis. Aseguradme que puedo cambiar esas imágenes
que me habéis mostrado, cambiando de vida.

La benévola mano tembló.

-Honraré
la Navidad en mi corazón y procuraré guardarla
todo el año. Viviré en el pasado, en el presente
y en el porvenir. Los espíritus de los tres no se apartarán
de mí. No olvidaré sus lecciones. ¡Oh,
decidme que puedo borrar lo escrito en esa piedra!

En
su angustia asió la mano espectral, que intentó
desasirse. pero su petición le daba fuerza, y la retuvo.
El Espíritu, más fuerte aún. le rechazó.

Juntando
las manos en una última súplica a fin de que
cambiase su destino, Scrooge advirtió una alteración
en la túnica con capucha del Fantasma, que se contrajo.
se derrumbó y quedó convertido en una columna
de cama