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La casa del milagro
Lopez, Ruben

LA CASA DEL MILAGRO

El pesebre estaba en el mismo sitio de la casa, con los habituales monitos de yeso. Un telón azul colgado sobre la pared le servía de fondo. Tenía pintados los tres Reyes Magos. La alegría propia de diciembre se veía un poco ensombrecida por la rutina, así que Zoila decidió hacer algo más novedoso y emocionante.

Hizo fabricar moldes de aluminio con las figuras del Nacimiento; preparó una especie de almíbar, le echó colorantes y la puso a hornear. Del horno salió La Virgen, San José, la mula y el buey, que puso en el pesebre. Deslumbrada por la belleza de las figuras de caramelo, Zoila también horneó un jinete cabalgando sobre un feroz tigre y una locomotora atravesando un indiferente rebaño de ovejas cuidadas por un pastor y el lobo acechando.

Todo sin tener que cortar una flor ni la rama de un árbol ni un centímetro de musgo. Los tres pequeños hijos de Zoila quedaron maravillados: al apagar las luces de la casa las figuras relumbraban, así como las virgencitas que su padre les compró cierta vez y en la oscuridad veían alumbrar debajo de sus cobijas.

En las noches cantaban villancicos con un fondo de panderetas hechas por los niños con tapas de gaseosa machacadas. Zoila notaba que ante el pesebre de caramelo se les hacía agua a la boca viendo aquellos manjares de azúcar, de modo que al terminar la novena les obsequiaba dulces y galletitas.

Y cuando los niños marchaban, se percataba que en el pesebre faltaban muchas figuras de caramelo. Y no sólo los infantes de los vecinos querían sentir la miel en la boca, pues sus propios hijos tampoco se contenían.

¾Es como poner un bizcocho a la entrada de una escuela ¾le dijo su marido al ver cómo los regañaba.

Zoila tenía que volver a hacer las mismas figuras que de nuevo desaparecían en el transcurso del día, especialmente en el rato que duraba la novena, y que a niños y niñas les parecían más ricas que los soldaditos de chocolate.

El veinticuatro de diciembre, día del Nacimiento del Niño Dios, salió por las calles exhibiendo su figura torva, pequeña y escuálida, exclamando con lágrimas que colgaban de sus pestañas que en su casa las figuras del pesebre habían adquirido vida; llamando poderosamente la atención de las pandillas de muchachos que esperaban ver caer los globos a colores para abalanzarse sobre ellos y de las vecinas que intercambiaban los tradicionales platos de natilla y buñuelos. Se dirigió a la casa cural para contarle al cura párroco Ángel Custodio sobre el milagro y pedirle que hiciera congregar a los pobladores.

-Al levantarme esta mañana, padre, tuve el presentimiento de que hoy iba a pasar algo trascendental. Entonces me afané en hacer un Niño Dios de azúcar. Y cuando esta noche terminamos la novena, los niños intentaron coger las figuritas de caramelo para comérselas, usted no me va a creer, padre, pero adquirieron vida y huían de las manos de los muchachos por los caminos de aserrín del pesebre. ¡Haga tocar las campanas y anuncie el milagro, padre! -le dijo, ansiosa y ocultando su rostro en un pañuelo azabache.

Pero Ángel Custodio se mostró desconfiado y en un comienzo no cedió a su demanda. Sin embargo, ante la insistencia de la mujer se rindió a la curiosidad y la acompañó a la Calle de los Rosales donde vivía.

Una romería del asombro se agolpó por todo el barrio y de la noche a la mañana el lugar se convirtió en un lugar de peregrinación. Los miles de curiosos no cabían en la que a partir de ese momento se llamaría «La Casa del Milagro» y acataban al pie de la letra las recomendaciones de Zoila. Que había que rezarle al pesebre hincados de rodillas. Que había que llorarle.

Que había que encenderle velas. Que había que llevarle cirios. Que había que ponerle flores. Y los visitantes dejaban empeñada su promesa de volver y orarle al pesebre de figuritas de caramelo que había sido convertido en un altar.
Muy pronto la noticia se propagó por todas partes como reguero de pólvora: unas figuritas de caramelo por momentos cobraban vida y lo mismo ocurrió con el nacimiento del Niño Dios, pues el niño lloraba, fruncía la boquita, se orinaba, movía sus piececitos y sus manitas y María y José lo consolaban en su lecho de paja.

En el ancho patio de la casa Zoila improvisó una tienda de artículos religiosos y encargó de atenderla a su marido y sus tres hijos mientras ella cuidaba del pesebre. Y a pesar que nadie pudo ver los tales muñequitos con vida, pues Zoila siempre decía que había que esperar, los peregrinos compraban estampas de La Virgen, de San José y del Divino Niño, sahumerios, camándulas, crucifijos, escapularios, velas, cirios, velones y candelabros; todo en medio de la bulla interminable de una lora que se la pasaba insultándolos y recordándoles la madre.

Por iniciativa del alcalde Alfonso Verano de la Rosa, beneficiado de ciertas «regalías» que Zoila le llevaba a la alcaldía, en La Felicia se construyó un albergue a fin de que allí pasaran la noche los peregrinos que venían desde muy lejos para hacerle rogativas al pesebre de dulces imágenes. Las cosas llegaron a tal punto que en la iglesia poblada de luces sosegantes, una noche en que oficiaba la misa diaria, el cura Ángel Custodio dijo:

-Cada cual ve lo que quiere ver.

En la claridad poética de diciembre los niños más pequeños aprendían villancicos junto al risueño encanto del pesebre. Se les hacía agua a la boca pero Zoila les aseguraba que no podían comerse las figuritas de azúcar pues éstas ya no se dejaban coger. De modo que tuvieron que conformarse con recibir los dulces, las galletitas y los pequeños aguinaldos que la mujer les regalaba. Ningún niño pudo volver a sentir la deliciosa sensación de morder las figuritas de las que salía una miel coloreada.

Los periódicos y noticieros nacionales e internacionales se ocuparon del caso y las noticias de los supuestos milagros llegaron a oídos del Sumo Pontífice, quien las tomó con escepticismo. Sin embargo, Zoila tenía la esperanza de que se iniciaran las interminables y meticulosas verificaciones por parte de la Iglesia de Roma, y si el dictamen era positivo La Casa del Milagro sería la meca resplandeciente y universal de peregrinos, como Fátima y Lourdes.

Por el aire de la amplia casa viajaba un delicioso olor a dulce de almíbar. Desde las primeras horas del día, como en inefable peregrinación, grandes y chicos se congregaban ante el pesebre considerado único en el mundo. Y en la casona de la Calle de los Rosales sonaban hasta de día los villancicos de clara estirpe castellana.

No obstante la llegada de enero y de haber pasado el día seis de los Reyes Magos, Zoila no quiso desbaratar el pesebre de figuras de caramelo que tanto dinero le estaba dando. Y en la medida en que el negocio prosperaba, el cura Ángel Custodio se volvía más y más receloso. La impresionante manifestación de fe colectiva y el volumen de las movilizaciones de personas le plantearon un reto serio a las jerarquías eclesiásticas: los fieles estaban trasladando el culto del domingo en la iglesia a todos
los días en La Casa del Milagro.

Ángel Custodio tenía sus dudas sobre la autenticidad de lo que estaba ocurriendo y entendía que los fieles creían en que era mejor creer que no creer. Era tanta su emoción al entonar la homilía desde el púlpito, que llegó el momento en que se olvidó de su suavidad clerical y ni siquiera pudo evitar las lágrimas cuando condenó los robos en La Felicia:

En el mundo hay gente que le rinde adoración a Buda y a Mahoma, pero éstos murieron y no resucitaron. Únicamente la Biblia de los cristianos tiene la verdad. Todo lo demás sobra: El Talmud de los judíos, el Corán de los musulmanes, los manuales científicos. El Dios cristiano es el único verdadero. Y Cristo tuvo a su madre inmaculada, pero ya los están haciendo de caramelo y les están inventando milagros.

Y fue tal su campaña en las homilías, la radio, la prensa y la televisión, que La Casa del Milagro se fue viniendo a pique hasta que se acabaron las peregrinaciones. Desde entonces las percepciones sin objeto comenzaron a atormentar los sentidos de Zoila: un delirio se organizó en ella alrededor del cura Ángel Custodio.

En plena misa, después de un sermón en el cual el cura aludió a los falsos profetas y a la simulación de milagros, saltó por encima del comulgatorio, se le arrojó a los pies, entró en un trance convulsivo y el cura Ángel Custodio no pudo contenerla.

Horas después, en el hospital de caridad, tuvieron que ponerle la camisola de fuerza de los enajenados peligrosos. Fue una crisis que duró varios días. Al salir del hospital se dirigió a su ex Casa del Milagro y en un espejo en forma de corazón se reflejó el extraño brillo de su mirada. Se vio intensamente desde adentro y en su mirada asomó la última mirada de pueblo.

Rubén López