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¡Ay,
que me duele el alma!
Por eso grito en este espacio tan vacuo. El dolor es insufrible,
por eso grito con la boca seca; si es que consigo proferir
sonido. Mi pena ya no es ni pena, por eso grito, si es que
consigo articular palabra, al viento que desee cargar con
mi su-frimiento. Miro mis piernas: ya no son tales. El pellejo
pende de los huesos de ellas como redes de pescadores desmontadas,
listas para el remiendo. Mis ma-nos, no me las veo. La cabeza
no me responde a la orden de elevarse, de superar esta languidez
que deforma mi cuello hasta el ángulo recto. Mis manos,
con las que hace demasiado tiempo (quizá tres horas)
intentaba espantar el macabro pa-jarraco que me observa desde
la distancia ¿esperando qué?, no me las veo.
Mis ojos se encuentran cegados por esta persistente patina
gris que opaca mi mirar, que difumina a ratos (gracias a ¿Dios?)
la malcarada silueta del pajarote horren-do que me mira sin
tregua. La garganta la siento atravesada, como un acerico,
por mil agujas de cristal helado y la nariz ya hace demasiado
tiempo (tal vez tres horas) que no me gotea.
Me preocupa mi mamá, que andará buscándome
de rama en rama, como cuan-do huía de su compañía
con mis hermanos mayores, y seguro estoy que el llanto no
tardará en hacer acto de presencia en sus bellos ojos,
cansados de otear el ho-rizonte esperando el regreso de mi
padre. Por esa sencilla razón más que por otra
es que me sufre el alma. Conmiseración.
¡Ay, que me duele la tierra!
Seca, rajada, deforme, en perenne deceso, gracias en parte
a mí: no la supe cuidar. Áspera bajo mi cuerpo
sentado en medio de nada, se rebela ahora por el cariño
que sabe no le di; me lo echa en cara, me restriega su miseria
por el alma desanimada, mi alma exhausta, mi alma exangüe.
Siquiera haciendo fuerza con-seguiría ofrecerle una
mísera gota de liquido de mi agónico cuerpo,
nunca estu-vimos a bien ella y yo, y así me lo devuelve:
atenazando mis carnes, impidién-dome el movimiento,
consiguiendo que no me levante de ella, extrayendo raíces
de mi corazón al objeto de consumar nuestra unión
de una maldita vez por todas. Tierra somos.
Dura; inaccesible a mí, inamovible. Orgullosa tierra
baldía que día a día me ofreciste lo
peor de ti, tus peores rictus de infortunio. Poco queda para
que me reúna nuevamente contigo. Y el pertinaz vigilante
plumífero acechando mi cada vez más hundida
existencia.
¡Ay, que me duele la vida!
El sol abrasa mi piel, lo noto porque el agua hace ya rato
que dejó de refres-cármela; ha tiempo que se
secó mi dermis (¿tres largas horas?), y no veo
la for-ma de aliviar esta quemazón malsana. Por la
posición de mi cuello adivino que dentro de poco tocaré
con las rodillas en la frente, quizá así descanse
mi lasti-mada columna. ¡Maldita ave de rapiña!
¡Ves a hurgar en otro nido, ladrona, que aquí
nada has de conseguir! Mi mamá no tardará nada
en encontrarme… si me halla. Pero…
Un momento… oigo pasos… por fin… me ha encontrado. ¡Mamá,
mamita, es-toy aquí! No, no es mi mamá, pero…
¿quién es y qué quiere? Me ayudará
a salir de aquí, seguro. En cuanto descubra lo débil
que me siento me cargará en sus brazos y me llevará
con mi mamá. ¡Tanto tiempo esperando y ahora
siento mie-do! Acércate, vamos, quien quiera que seas.
Aproxímate y mírame bien, sólo soy un
niño desvalido, cansado de no comer, harto de vivir
esta vida ingrata que me ha tocado, pero… deseo vivirla.
¡Ayúdame, por el amor de ¿Dios?! Estoy…
cansado… de esperar… una mano amiga… ¡Tiéndemela!
Ya no tengo sed… sólo quiero… tu mano…
¿Qué haces, qué es eso que coges con
tus manos… eso que cuelga de tu cuello? ¡Ah, una cámara
de fotos! ¿Crees que es momento de hacerme fotos, justamente
ahora? Pobre imbécil, mal momento eliges para hacerme
un retrato. ¿Cómo he de mirar al pajarito, si
no soy capaz de mover una ceja?
Y el malhadado buitre observándome, esperando que cierre
los ojos para abalanzarse sobre mí…
¡Ay, que me duele el mundo!

Joseph
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