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La guerra de los mundos
Olivar, Norberto Jose

Norberto José Olivar

«La guerra de los mundos»

¿No me diga que usted se cree ese cuento chino, sargento?, le dijo Maximino escarbándole los ojos con una risita burlona. Claro que no, teniente, pero la gente dice que no vio nada de nada. Los carajitos que lo encontraron venían de jugar bolitas: «¡nos conseguimos un muerto, sargento, vamos, nosotros lo llevamos!», dijeron los niños en coro, jadeantes, emocionadísimos, empapados de sudor por el agite.

Fíjese, sargento, el pobre llevó más palo que una gata ladrona. Tuvieron que estarlo golpeando un buen rato, además, el tipo éste es bien raro, ¿cómo es que se les dice a los que son así, sargento? Me parece que albinos, mi teniente. ¿Llevaba alguna identificación, sargento? No, señor, ninguna, y nadie lo conoce. Bueno, lléveselo a la morgue de una vez a ver qué sale de la autopsia.

-La gente se ha vuelto loca -dijo el general Pérez Soto preocupado-. Imagínate que se treparon hasta el primer piso de la Asamblea Legislativa y le pidieron la renuncia a los diputados, pero no les funcionó, después se fueron al Concejo Municipal, ahí sí les cuajó la vaina. Todos los concejales renunciaron en el acto.

-¿Y cómo está la situación en Caracas, general? -preguntó Ramón Villasmil, director del diario Panorama .

-Tú sabes que cuando corrió la noticia de la muerte del general Gómez hubo una tensión espantosa, pero el general López Contreras ha controlado los disturbios. De hecho logró encargarse de la Presidencia y es casi seguro que sea Presidente constitucional. Pero precisamente, Ramón, por eso vine a conversar contigo. Ayer estuve en Caracas y el general López Contreras me pidió que hiciera hasta lo imposible por controlar el estado antes de irme a Lara. No le importa cómo, lo que cuenta es evitar la anarquía. Y la verdad, Ramón, no quiero provocar más violencia. Ya llevamos varios muertos encima y eso no le conviene a nadie, tú entiendes, ¿verdad?…

Usted tenía razón, teniente, el albino estaba reventado por dentro, el doctor dice que se murió antes que le rajaran la cabeza y se le desparramaran los sesos, ¿qué hacemos ahora? Maximino se puso meditabundo, se aflojó la corbata y se quitó el quepis: vamos a buscar a los muchachitos esos que encontraron al albino:

-¿Cuando consiguieron al muerto, muchachos, no había alguna otra gente por allí, digo, asomados por las ventanas, de lejitos, como si le tuvieran miedo a la cosa?

-A nosotros no nos dio miedo, señor. Apenas lo vimos, fuimos a buscarlos a la Comandancia.

-¿Pero no gritaron, no llamaron a nadie antes de buscarnos?

-No señor, ninguno de nosotros se asustó, pero sí había gente asomada averiguando.

-¿Entonces ustedes no hicieron ninguna bulla?

-Ninguna, señor, se lo juramos, ¿verdad, muchachos?

¿Se da cuenta, sargento?, esa gente está ocultando alguna vaina. Deben saber quién lo mató, teniente, pero tienen miedo. Pues habrá que meterles más miedo, sargento Uribe, hasta que se caguen y empiecen a cantar cómo es…

-Necesito de tu ayuda, Ramón. Es una cuestión de creatividad -dijo el general Pérez Soto en voz baja, como si fuera a decirle un secreto de Estado-. Tenemos que relajar la situación. Los enemigos del gobierno quieren sacarle provecho al momento, y la gente los está escuchando porque no tienen otra cosa en qué pensar ahorita…

Bueno, sargento, como ve, tenemos algo de suerte porque son pocas las casas de la cuadra, usted coja por aquel lado que yo empiezo de éste con la viuda de Cabrera a ver si le arranco alguna pista: caramba, señora Cabrera, su casa está muy cerca del terreno ese donde mataron al albino y me dice que no sabe nada; mire señora, lo mataron a golpe limpio, no estaba amordazado y eran como las tres o cuatro de la tarde según el informe forense, ¿y no escuchó ni un gritico siquiera?, ¡qué verga tan arrecha, no!, reventó indignado Maximino… ¿Pero cómo espera que le crea que no escuchó nada cuando mataron a ese hombre, señor García, si su casa y su cuarto están al lado del terrenal donde se produjo el hecho, dijo el sargento Uribe desencajado y añadió: ¿sabe que lo podemos encerrar por encubrimiento, que es como si usted mismo lo hubiera matado? ¡Pues métame preso!, ¿o es que no entiende lo que le digo, carajo?… Gracias por el cafecito, doña Mercedes, dijo el teniente en un descomunal esfuerzo por ser amable, pero de verdad, cómo es que no sabe nada, su casa está al frente del terreno, desde esta ventana se ve completico, sí, señora, yo sé que usted no es ninguna asomada, pero tuvo que haber escuchado algo, ¿o no?… Pase, sargento, dijo doña Lucrecia, una viuda treintona, de dimensiones perfectas, trasero espectacular y tetas diabólicas; espero que no ande de carrera, sargento, usted está muy jovencito y muy buen mozo para darse tan mala vida en ese trabajito de policía, que no sé por qué le gusta tanto, venga, tómese un negrito bien caliente para que le componga el día, acompáñeme a la cocina y ahí hablamos… ¿Por qué se tardó tanto a que doña Lucrecia, sargento? Nada, teniente, dijo nervioso, es que a esa señora cuesta hacerla hablar, es medio distraída. ¿Pero habló con todos, sargento? Sí, señor, pero nadie dijo nada, y se les ve por encimita que están ocultando algo grande, teniente…

-¿Qué le dijo al sargentico ese, señora Lucrecia? -preguntó nerviosa doña Mercedes.

-Nada. ¡Qué le voy a decir, ni que fuera loca, pues!

-Tenemos que cambiar el orden de las cosas, Ramón -el general Pérez Soto se ladeó y cruzó las piernas-. Hay que minimizar los efectos de la muerte del Benemérito, si no hacemos algo que apacigüe a la gente nos lleva quien nos trajo, Ramón.

-¿Y usted, señora Cabrera? -la interpeló de mala manera García.

-¿Yo qué? -lo miró desconfiada, iracunda.

-¿Cambiar el orden de las cosas, general? ¿Cómo? No le entiendo -dijo Ramón Villasmil. La conversación empezaba a intrigarlo. Pensó: ¿qué se trae éste entre manos conmigo?

-¿Qué coño dijo de la cosa esa? -se molestó García.

-Ramón -dijo el general Pérez Soto-. ¿Has leído a H.G. Wells?

-¡Qué voy a decirle, viejo loco! ¡Nada! Cómo se le ocurre…

-¿H. G. Wells?… No, ¿por qué, general?

El desvencijado tranvía chirrió cuando se detuvo en Los Haticos. Maximino y el sargento Uribe se bajaron agobiados por el calor. La soledad de la calle era total. Un Packard del año estaba estacionado frente a una de las casas y dos perros cadavéricos se habían echado debajo refugiándose del solazo. Es allí, teniente, donde está el carro ése, señaló Uribe. ¿Está seguro, sargento?, mire que esta gente es muy delicada, a los alemanes no se les puede molestar por nada, menos sin son ricachones. El cónsul reconoció la foto del albino, teniente, usted tenía razón cuando sospechó que el muerto parecía de por esos lares, y bueno, el cónsul fue quien me dijo que trabajaba en la curtería del señor Gustavo Zingg. ¿Sabe, ese tal Zingg que vinimos a interrogarlo en su propia casa, sargento? Claro, teniente, el mismo cónsul lo llamó delante de mí y le dijo que queríamos hablar con él, y si no le entendí mal, hasta nos va a facilitar el expediente del albino.

-H. G. Wells escribió La guerra de los mundos , ¿no te suena, Ramón?

-Ahora sí, general, ¿pero…?

El albino se llamaba Alfred Corleis, teniente, tenía cuarenta y dos años, dos metros y veintidós centímetros de estatura, aquí dice que de niño sufrió de hidrocefalia, era anémico, famélico, y se vino a Maracaibo por recomendaciones médicas porque supuestamente el clima le caería bien. O sea, que era un tipo enfermizo, qué ironía, ¿no?, vino a curarse y lo jodieron. Esas cosas pasan, teniente. Sí, sargento, pero ¿por qué? Pa’ adivino Dios, teniente, ya ve que estos son días raros, ocurren vainas que no tienen explicación y la gente está dispuesta a creerse cualquier locura…

Una semana antes y unos días después

de la muerte de Góme

Vamos, sargento, ordenó Maximino fastidiado, el comandante Villegas quiere que investiguemos el bululú que hay en el malecón. ¿Qué pasa ahí, teniente? Cómo se ve que usted no lee ni el periódico, sargento Uribe, un oficial tiene que estar enterado de todo. Casualidad que hoy no lo he ojeado, teniente, pero sepa que siempre le doy una miradita. Mire ese gentío, sargento, vamos a ver cómo nos abrimos paso, tenemos que llegar hasta el muelle: permiso, permiso, paso a la autoridad, por favor, póngase el quepis, sargento, pa’ que puedan distinguirlo, paso a la autoridad, por favor, paso a la autoridad.

La multitud no le quitaba los ojos a una decena de botes y canoítas, desde los cuales se zambullían jovenzuelos y hasta cuarentones a bucear en lo profundo del lago. No me lo puedo creer, pensó Maximino riéndose del espectáculo. ¿Qué está buscando esa gente, teniente, le preguntó el sargento Uribe rascándose la cabeza? Maximino lo miró con una mueca de burla y asombro, como diciendo, «hermano, no lo vas a creer»: se puede reír cuánto quiera, sargento Uribe, pero esta gente está buscando un platillo volador. ¿Un qué, mi teniente? Una nave espacial, coño, alienígenas, marcianos, qué sé yo, sargento. Pero, ¿quién dijo semejante disparate, teniente? Panorama , sargento, Panorama , a ver si lee la prensa, carajo. Maximino y Uribe escuchaban los comentarios que corrían entre la muchedumbre: que si el platillo volador era plateado, gigantesco, de un material indestructible, impulsado por un sistema de luces en la parte inferior, que tenía una cúpula de vidrio que era la cabina del piloto, que fueron unos marinos de un tanquero petrolero los que vieron a la nave, el platillo, bajar desde el cielo, despacito, y sumergirse en el lago muy cerca del malecón, más o menos en las primeras horas de la madrugada.

¡Oficial!, ¡Oficial!, abordó el reportero José López a Maximino, ¿qué acciones está tomando la policía del estado para enfrentar esta amenaza? ¿Cuál amenaza?, replicó Maximino, ni siquiera sabemos si es verdad el cuento ese del plato volador, ¿no le parece una estupidez? A mi no me parece nada, oficial, dijo el reportero a la defensiva, si es noticia lo cubro y ya. ¿Pero una noticia no es un hecho real, pues?, dijo confundido Maximino. Los hechos no son reales ni falsos, oficial, sólo son eso: hechos, más nada, si son verdad o mentira, eso sólo le importará a Dios y a usted, a nosotros los de la prensa nos da igual.

-¿Y usted de verdad cree, general, que semejante extravagancia pueda dar resultado?

-Te aseguro que sí, Ramón. Toma -le entregó una hoja carta doblada en cuatro-, te escribí la idea principal, pero tú debes darle la forma de noticia.

¿Ya vio lo que salió en El Comercio , sargento? No, señor, le importaría decírmelo. Esta juventud, coño, refunfuñó Maximino resignado, después pensó: por eso es que ahora son tan burros, ya no quieren ni leer los titulares. Oído al tambor, sargento: el tal, José López, acusa a la policía del estado de no tener un plan de defensa contra amenazas extraterrestres y, lo peor, asegura el lunático este, es que ni siquiera queremos creer en lo que está pasando, ¡coño!, con los locos que tenemos que lidiar, ¿ah, Uribe?… ¡ El Progreso no puede quedarse atrás, Fabrizio!, gritó el editor Manuel Guerrero soltándole un puñetazo a la mesa con todas sus ganas: ¿ya viste lo que publicó El Comercio ?, buenísimo, ¿no?, le imprimió un giro inesperado a la misma noticia de Panorama y le sacó punta, ahora te pregunto, Fabrizio, tú que eres mi reportero estrella, ¿qué podemos hacer con esa misma noticia, porque tenemos que inventar alguna vaina que nos ponga delante de esos carajos, me entiendes, no?, algo aplastante…

El viejo García llegó temblando y pálido a que doña Mercedes: ¿ya leyó El Progreso , preguntó el viejo descompuesto? No, ¿por qué?, le dijo ella sirviéndole al mismo tiempo una taza de café. El viejo puso el periódico sobre la mes

¡Alerta Maracaibo!

EL MARCIANO PODRÍA ESTAR ENTRE NOSOTROS

Unos pescadores aseguran haber visto emerger de las profundidades del lago una criatura con forma de hombre. Según nuestras fuentes, se trata de un individuo altísimo, extremadamente blanco, de largas extremidades y dicen que parecía emitir gruñidos indescifrables que podrían tratarse de alguna forma desconocida de dialecto galáctico.

Pese a todo esto, la autoridad insiste en ignorar la peligrosa amenaza que se cierne sobre los habitantes de esta ciudad, por lo cual recomendamos las más extremas precauciones.

-Supongamos que dé resultado -dijo Ramón Villasmil al terminar de leer el papel que el general Pérez Soto le había dado-. No sería un poco peligroso, podría cundir el pánico…

-Será mejor que nos preparemos, doña Mercedes -dijo el viejo García con la voz trémula-. Vamos a decírselo a los demás. Venga conmigo, por favor, es bueno que nos vean unidos.

-Cualquier cosa que pase, Ramón, será preferible a las conspiraciones de los comunistas, que andan desatados. El orden es absolutamente necesario, sino podríamos irnos a una guerra civil.

-¿Cómo está, señora Cabrera? -saludó doña Mercedes asustada y con
pena-. Disculpe que la moleste, pero vea lo que salió en el periódico, debemos prepararnos, ¿no le parece?… ¿nos acompañaría a conversar con doña Lucrecia, ah? -luego convidaron a doña Lucrecia a visitar al resto de los vecinos. Los hombres acordaron vigilar la cuadra por guardias y reunir pertrechos suficientes: palos, cuchillos y algunos machetes en casa del viejo García. Las mujeres se encargarían de la comida y de cuidar a los niños. Ninguno iría o vendría de la escuela sin la compañía necesaria…

Gusto en conocerlo y bienvenido, le dijo Gustavo Zingg a Alfred Corleis en un buen alemán, no habla nada de español, ¿verdad?, continuó Zingg, no importa, en poco tiempo aprenderá, ahora instálese aquí en la empresa; en la parte de arriba tenemos algunas habitaciones, puede comer en el restauran que está al pasar la calle, ya lo he arreglado, y si llega a necesitar medicinas sólo tiene que decírmelo, no se preocupe por nada, Corleis, los amigos de mi familia son también mis amigos. Gracias por su ayuda, señor Zingg, le agradeció Corleis en perfecto alemán, espero retribuirle algún día su atención; no soy un hombre exigente, con lo que me ofrece sobra, trabajaré medio día para usted hasta sentirme mejor y de tarde caminaré por ahí, por instrucciones médicas y por conocer la ciudad.

¿Cómo vio la vaina en la calle, sargento? Igual, mi teniente, todo el mundo habla de lo mismo: el marciano pa’cá, el marciano pa’llá, pero nadie termina de verlo. ¿Ya se olvidaron del platillo volador entonces? Todavía hay unos cuántos gafos zambulléndose en el malecón, teniente, parece cosa de locos. Culpa de los periódicos, sargento Uribe, que por vender vea lo que hacen. ¿Usted cree, teniente?, a mí me parece que son inventos de los comunistas pa’ asustar a la gente y porque así nos olvidamos de ellos un buen rato…

-Cuente con esto, general. Lo voy a redactar lo mejor posible y le aseguro que sale mañana mismo, pero no puedo garantizarle que tengamos el éxito que usted espera -dijo Ramón Villasmil ya casi para terminar la reunión. El general Pérez Soto lo miró satisfecho y le aseguró que sí daría resultado.

Llevamos días con esta angustia, doña Lucrecia, y usted se ve tan tranquila que pareciera no importarle. Usted es muy nervioso, García, venga, tómese un cafecito antes de que le de un patatús, además, está muy flaquito y no debería abusar de sus fuerzas, aunque en estos días he visto que le sobran. Hago lo que puedo, doña Lucrecia, pero la verdad ya no estoy para algunas cosas. ¿Cómo cuáles, García?, ¿quiere más cafecito? Sí, por favor. Véngase, siéntese aquí en el sofá conmigo un rato, cuénteme de sus días de mozo. Nada especial, doña Lucrecia, trabajé toda mi vida en el puerto hasta que un día ya no pude con mi alma, usted sabe, ahí hay que estar levantando bultos pesadísimos y cosas así, y llega el momento en que el cuerpo no puede más. ¿Y nunca se casó, García? No, doña Lucrecia, nunca, lamentablemente. ¿Pero sí ha tenido sus mujercitas, no? García se quedó mudo y la cara se le puso como un tomate. ¡No me diga que nunca ha estado con una mujer, García, no se lo creo! El viejo seguía mudo con los ojos clavados en el piso. Doña Lucrecia lo miró compadecida y hasta con ternura. Por eso es tan amargado, ¿ah?, se le soltó, pero García parecía no escucharla o no le importó. Ella se paró frente al viejo y se quedó mirándolo un rato, callada, después le dijo que la verdad era que no lo veía tan viejo ni tan feo, y que algo de fuerza debía tener todavía y que era mejor aprovecharla ahora antes de que apareciera el maldito marciano. El viejo levantó la cara y la miró con los ojos aguados, avergonzados. Ella se bajó el cierre del vestido y lo dejó caer al piso, se sacó los sostenes y las pantaletas y sin preguntar quién vive, cogió el arrugado sexo del viejo y lo restregó con el de ella; cuando lo sintió rejuvenecido lo guió solidaria y amante hasta lo más hondo que le dio…

Maximino se paró del chinchorro que colgaba en la Comandancia para su siesta: voy a dar una vuelta por ahí, sargento; si algo pasa me busca ya sabe dónde, tengo una sed de perro y necesito una cervecita, aunque no creo que pase nada, esta ciudad está paralizada. No se preocupe, sargento, dele sin miedo.

-Una cosa más, general -dijo Ramón Villasmil levantando la hoja del escritorio-, ¿la ubico en primera plana o en la última página?, ¿dónde le parece mejor? Se lo pregunto porque veo que tiene un instinto natural para este negocio.

Voy a caminar un poco, señor Zingg, le dijo Alfred Corleis en alemán, luego agregó una palabrita en español: chao. Zingg lo miró divertido y le hizo adiós con la mano, pensó: aprende rápido, en un mes estará machucando unas cuántas frases.

Carajo, teniente Maximino, le dijo don Adonis, el dueño del Medianoche, han descubierto a mi esposa. ¿Qué han descubierto a su esposa?, no lo entiendo, don Adonis. Éste se le acercó y le susurró al oído: mi esposa es la marciana que andan buscando, debería llevársela de una vez, soltó una risotada de cíclope y le dio unos golpes al mostrador al tiempo que servía otra cerveza. Ya lleva dos, teniente, dijo don Adonis burlón, recuerde que está de servicio, tiene que mantener los reflejos finos no sea que se le aparezca el marciano ese, y volvió a reírse igual.

Corleis se detuvo en la Plaza Bolívar, pero como ya conocía esta zona decidió aventurarse más allá de San Juan de Dios, hasta que perdió la orientación y supo que estaba perdido. Pensó: «será mejor que intente prestar un teléfono para llamar a Zingg». Caminó unos cinco minutos hasta que vio a un hombre, que se empinaba una botellita de ron Palmeras sentado en una caja de Orange Crush. Se le acercó y le hizo señas, mímicas, como si fuera un mudo desesperado, trató de decirle, preguntarle si le podía prestar un teléfono. Al hombre se le cayó la botella de ron, lo miraba incrédulo, atónito. Sintió como si la respiración se le trancara, sólo atinaba a ver a ese hombre extremadamente alto, más blanco que la leche, incluso sus ojos, su cabello. Las extremidades alargadas como tentáculos, una cabeza enorme en forma de bombillo. Finalmente se le escaparon algunos gruñidos indescifrables que seguramente debía ser algún tipo de lenguaje galáctico: «un teléfono, señor, por favor, decía una y otra vez Alfred Corleis en un alemán perfecto, manoteando unas señas que el hombre no alcanzó a entender, pero que interpretó como el inicio de una agresión extraterrestre.

El sistema de seguridad de la cuadra se puso en marcha. Los vecinos salieron dispuestos a defender la ciudad de la amenaza venida de otro mundo. El viejo García, más enérgico y remozado que nunca, ordenó sin titubeos y eufórico el exterminio del invasor…

Ramón Villasmil se levantó cuando el general Pérez Soto se dispuso a partir. Lo acompañó hasta la puerta principal del diario. Lo miró pensativo, soltó una risa socarrona, de iluminado, y le dijo: qué le parece si lo titulamos: «Insólito: Un Platillo Volador en Maracaibo!». El general Pérez Soto pensó: pobre imaginación la de este coño. Pero igual le sonrió y le dijo que sí, que estaba bien. Luego se despidió y empezó a caminar rumbo al carro que lo esperaba repleto de guardaespaldas. De pronto se detuvo y se volvió a Ramón Villasmil, lo observó con una sonrisa amable y le dijo: disculpa, pero no te respondí tu pregunta -Ramón Villasmil asintió complacido y esperó ansioso la respuesta-: ubícala en primera plana para darle realismo y dramatismo, no lo olvides, eso es lo que va a determinar el éxito de la noticia. Le dijo adiós con la mano y desapareció camino al Palacio de Gobierno.

2002 © Norberto José Olivar

njolivar@hotmail.com