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La tempestad de nieve
Pushkin, Alexander

LA
TEMPESTAD DE NIEVE

ALEXANDER
PUSHKIN

Por
colinas, caballos veloces
aplastaban la nieve profunda…
A un lado un templo sagrado
solitario asomaba al camino.

Mas
de pronto estalló la nevasca,
y la nieve cayó a grandes copos.
En el ala azabache un silbido,
sobrevuela un cuervo el trineo.
¡El gemido auguraba desdichas!
Los caballos de andar presuroso
oteaban las sombras lejanas,
y alzando sus crines…
ZHUKOVSKI

A
finales de 1811, en tiempos de grata memoria, vivía
en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich
R. Era famoso en toda la región por su hospitalidad
y carácter afable; los vecinos visitaban constantemente
su casa, unos para comer, beber, o jugar al boston a cinco
kopeks con su esposa, y otros para ver a su hija, María
Gavrílovna, una muchacha esbelta, pálida y de
diecisiete años. Se la consideraba una novia rica y
muchos la deseaban para sí o para sus hijos.

María
Gavrílovna se había educado en las novelas francesas
y, por consiguiente, estaba enamorada. El elegido de su amor
era un pobre alférez del ejército que se encontraba
de permiso en su aldea. Sobra decir que el joven ardía
en igual pasión y que los padres de su amada, al descubrir
la mutua inclinación, prohibieron a la hija pensar
siquiera en él, y en cuanto al propio joven, lo recibían
peor que a un asesor retirado.

Nuestros
enamorados se carteaban y todos los días se veían
a solas en un pinar o junto a una vieja capilla. Allí
se juraban amor eterno, se lamentaban de su suerte y hacían
todo género de proyectos. En sus cartas y conversaciones
llegaron a la siguiente (y muy natural) conclusión:
si no podemos ni respirar el uno sin el otro y si la voluntad
de los crueles padres entorpece nuestra dicha, ¿no
podríamos prescindir de este obstáculo? Por
supuesto que la feliz idea se le ocurrió primero al
joven y agradó muchísimo a la imaginación
romántica de María Gavrílovna.

Llegó
el invierno y puso término a sus citas, pero la correspondencia
se hizo más viva. En cada carta Vladímir Nikoláyevich
suplicaba a su amada que confiara en él, que se casaran
en secreto, se escondieran durante un tiempo y luego se postraran
a los pies de sus padres, quienes, claro está, al fin
se sentirían conmovidos ante la heroica constancia
y la desdicha de los enamorados y les dirían sin falta:

—¡Hijos,
venid a nuestros brazos!

María
Gavrílovna dudó largo tiempo; se rechazaron
muchos planes de fuga. Pero al final aceptó: el día
señalado debía no cenar y retirarse a sus habitaciones
bajo la excusa de una jaqueca. Su doncella estaba en la conspiración;
las dos tenían que salir al jardín por la puerta
trasera, tras el jardín llegar hasta un trineo listo
para partir y dirigirse a cinco verstas de Nenarádovo,
a la aldea de Zhádrino, directamente a la iglesia,
donde Vladímir las estaría esperando.

En
vísperas del día decisivo María Gavrílovna
no durmió en toda la noche; arregló sus cosas,
recogió su ropa interior y los vestidos, escribió
una larga carta a una señorita muy sentimental, amiga
suya, y otra a sus padres. Se despedía de ellos en
los términos más conmovedores, justificaba su
acto por la invencible fuerza de la pasión, y acababa
diciendo que el día en que se le permitiera arrojarse
a los pies de sus amadísimos padres lo consideraría
el momento más sublime de su vida.

Tras
sellar ambas cartas con una estampilla de Tula, en la que
aparecían dos corazones llameantes con una inscripción
al uso, justo antes del amanecer, se dejó caer sobre
la cama y se quedó adormecida. Pero también
entonces a cada instante la desvelaban imágenes pavorosas.
Ora le parecía que en el momento en que se sentaba
en el trineo para ir a casarse, su padre la detenía,
la arrastraba por la nieve con torturante rapidez y la lanzaba
a un oscuro subterráneo sin fondo… y ella se precipitaba
al vacío con un inenarrable pánico en el corazón.
Ora veía a Vladímir caído sobre la hierba,
pálido y ensangrentado. Y éste, moribundo, le
imploraba con gritos estridentes que se apresurara a casarse
con él… Otras visiones horrendas e insensatas corrían
una tras otra por su mente.

Por
fin se levantó, más pálida que de costumbre
y con un ya no fingido dolor de cabeza. Sus padres se apercibieron
de su desasosiego; la delicada inquietud e incesantes preguntas
de éstos—«¿Qué te pasa, Masha?
Masha, ¿no estarás enferma?»— le
desgarraban el corazón. Ella se esforzaba por tranquilizarlos,
por parecer alegre, pero no podía.

Llegó
la tarde. La idea de que era la última vez que pasaba
el día entre su familia le oprimía el corazón.
Estaba medio viva: se despedía en secreto de todas
las personas, de todos los objetos que la rodeaban. Sirvieron
la cena. Su corazón se puso a latir con fuerza. Con
voz temblorosa anunció que no le apetecía cenar
y se despidió de sus padres. Éstos la besaron
y la bendijeron, como era su costumbre: ella casi se echa
a llorar. Al llegar a su cuarto se arrojó sobre el
sillón y rompió en llanto. La doncella la convencía
de que se calmara y recobrara el ánimo. Todo estaba
listo. Dentro de media hora Masha debía dejar para
siempre la casa paterna, su habitación, su callada
vida de soltera…

Afuera
había nevasca. El viento ululaba, los postigos temblaban
y daban golpes; todo se le antojaba una amenaza y un mal presagio.
Al poco en la casa todo calló y se durmió. Masha
se envolvió en un chal, se puso una capa abrigada,
tomó su arqueta y salió al porche trasero. La
sirvienta tras ella llevaba dos hatos. Salieron al jardín.
La ventisca no amainaba; el viento soplaba de cara, como si
se esforzara por detener a la joven fugitiva. A duras penas
llegaron hasta el final del jardín. En el camino las
esperaba el trineo. Los caballos, ateridos de frío,
no paraban quietos; el cochero de Vladimir se movía
ante las varas, reteniendo a los briosos animales. Ayudó
a la señorita y a su doncella a acomodarse y a colocar
los bultos y la arqueta, tomó las riendas, y los caballos
echaron a volar.

Tras
encomendar a la señorita al cuidado del destino y al
arte del cochero Terioshka, prestemos atención ahora
a nuestro joven enamorado.

Vladimir
estuvo todo el día yendo de un lado a otro. Por la
mañana fue a ver al sacerdote de Zhádrino, consiguió
persuadirlo, luego se fue a buscar padrinos entre los terratenientes
del lugar. El primero a quien visitó, el corneta retirado
Dravin, un hombre de cuarenta años, aceptó de
buen grado. La aventura decía que le recordaba los
viejos tiempos y las calaveradas de los húsares. Convenció
a Vladimir de que se quedara a comer con él y le aseguró
que con los otros dos testigos no habría problema.
Y, en efecto, justo después de comer se presentaron
el agrimensor Schmidt, con sus bigotes y sus espuelas, y un
muchacho de unos dieciséis años, hijo del capitán
jefe de la policía local, que hacía poco había
ingresado en los ulanos. Ambos no sólo aceptaron la
propuesta de Vladimir sino incluso le juraron estar dispuestos
a dar la vida por él. Vladímir los abrazó
lleno de entusiasmo y se marchó a casa para hacer los
preparativos.

Hacía
tiempo que ya era de noche. Vladimir envió a su fiel
Terioshka con la troika a Nenarádovo con instrucciones
detalladas y precisas, y para sí mismo mandó
preparar un pequeño trineo de un caballo, y solo, sin
cochero, se dirigió a Zhádrino, donde al cabo
de unas dos horas debía llegar también María
Gavrílovna. Conocía el camino y sólo
tendría unos veinte minutos de viaje.

Pero,
en cuanto Vladimir dejó atrás las casas para
internarse en el campo, se levantó viento y se desató
una nevasca tal que no pudo ver nada. En un minuto el camino
quedó cubierto de nieve, el paisaje desapareció
en una oscuridad turbia y amarillenta a través de la
que volaban los blancos copos de nieve; el cielo se fundió
con la tierra. Vladimir se encontró en medio del campo
y quiso inútilmente retornar de nuevo al camino; el
caballo marchaba a tientas y a cada instante daba con un montón
de nieve o se hundía en un hoyo; el trineo volcaba
a cada momento. Vladimir no hacía otra cosa que esforzarse
por no perder la dirección que llevaba. Pero le parecía
que ya había pasado media hora y aún no había
alcanzado el bosque de Zhádrino. Pasaron otros diez
minutos y el bosque seguía sin aparecer. Vladimir marchaba
por un llano surcado de profundos barrancos. La ventisca no
amainaba, el cielo seguía cubierto. El caballo empezaba
a agotarse, y el joven, a pesar de que a cada momento se hundía
en la nieve hasta la cintura, estaba bañado en sudor.

Al
fin Vladimir se convenció de que no iba en la buena
dirección. Se detuvo, se puso a pensar, intentando
recordar, hacer conjeturas, y llegó a la conclusión
de que debía doblar hacia la derecha. Torció
a la derecha. Su caballo apenas avanzaba. Ya llevaba más
de una hora de camino. Zhádrino no debía estar
lejos. Marchaba y marchaba, y el campo no tenía fin.
Todo eran montones de nieve y barrancos: el trineo volcaba
sin parar y él lo enderezaba una y otra vez. El tiempo
pasaba; Vladimir comenzó a preocuparse de veras.

Por
fin algo oscuro asomó a un lado. Vladímir dio
la vuelta hacia allá. Al acercarse vio un bosque. Gracias
a Dios, pensó, ya estamos cerca. Siguió a lo
largo del bosque con la esperanza de llegar en seguida a la
senda conocida o de rodearlo; Zhádrino se encontraba
justo detrás. Encontró pronto la pista y se
internó en la oscuridad de los árboles que el
invierno había desnudado. Allí el viento no
podía campar por sus fueros, el camino estaba liso,
el caballo se animó y Vladimir se sintió más
tranquilo.

Y
sin embargo, seguía y seguía, y Zhádrino
no aparecía por ninguna parte: el bosque no tenía
fin. Vladimir comprobó con horror que se había
internado en un bosque desconocido. La desesperación
se apoderó de él. Fustigó el caballo,
el pobre animal primero se lanzó al trote, pero pronto
comenzó a aminorar la marcha y al cuarto de hora, a
pesar de todos los esfuerzos del desdichado Vladimir, avanzó
al paso.

Poco
a poco los árboles comenzaron a clarear y Vladimir
salió del bosque: Zhádrino no se veía.
Debía de ser cerca de la medianoche. Las lágrimas
saltaron de sus ojos, y marchó a la buena de Dios.
El temporal se calmó, las nubes se alejaron, ante él
se extendía una llanura cubierta de una alfombra blanca
y ondulada. La noche era bastante clara. Vladimir vio no lejos
una aldehuela de cuatro o cinco casas y se dirigió
hacia ella. Junto a la primera isba saltó del trineo,
se acercó corriendo a la ventana y llamó. Al
cabo de varios minutos se levantó el postigo de madera
y un viejo asomó su blanca barba.

—¿Qué
quieres?

—¿Está
lejos Zhádrino?

—¿Si
está lejos Zhádrino?

—¡Sí,
sí! ¿Está lejos?

—No
mucho. Habrá unas diez verstas.

Al
oír la respuesta Vladimir se agarró de los pelos
y se quedó inmóvil, como un hombre al que hubieran
condenado a muerte.

—¿Y
tú, de dónde eres?—prosiguió el
viejo.

Vladimir
no estaba para preguntas.

—Oye,
abuelo —le dijo al viejo—. ¿No podrías
conseguirme unos caballos hasta Zhádrino?

—¿Nosotros,
caballos?—dijo el viejo.

—¿Podrías
al menos conseguirme un guía? Le pagaré lo que
pida.

—Espera—dijo
el viejo soltando el postigo—. Te mandaré a mi
hijo; él te acompañará.

Vladímir
se quedó esperando. No pasó un minuto que llamó
de nuevo a la ventana. El postigo se levantó y apareció
la barba.

—¿Qué
quieres?

—¿Qué
hay de tu hijo?

—Ahora
sale. ¿No te habrás helado? Entra a calentarte.

—Te
lo agradezco. Manda cuanto antes a tu hijo.

Las
puertas chirriaron: salió un muchacho con un perro
que echó a andar por delante, unas veces indicando
el camino, otras buscándolo entre los montones de nieve
que lo habían cubierto.

—¿Qué
hora es? —le preguntó Vladimir.

—Pronto
ha de amanecer —respondió el joven mujik, y Vladimir
ya no dijo ni una sola palabra más.

Cantaban
los gallos y había amanecido cuando lograron llegar
a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada. Vladimir pagó
al guía y se dirigió a casa del sacerdote. Ante
la casa no estaba su troika. ¡Qué noticia le
aguardaba!

Pero
volvamos a los buenos señores de Nenarádovo
y veamos que ocurría allí. Pues nada.

Los
viejos se levantaron y fueron al salón. Gavrila Gavrílovich,
con su gorro de dormir y chaquetón de paño,
y Praskovia Petrovna, con su bata guateada. Sirvieron el samovar,
y Gavrila Gavrílovich mandó a la muchacha que
se fuera a enterar de cómo se encontraba de salud María
Gavrílovna y si había descansado bien. La muchacha
regresó e informó a los señores que la
señorita había dormido mal, pero que ahora decía
que se encontraba mejor y que al rato vendría al salón.
Y, en efecto, la puerta se abrió y María Gavrílovna
se acercó a saludar a su padre y a su madre.

—¿Qué
tal tu cabeza, Masha?—preguntó Gavrila Gavrílovich.

—Mejor,
papá—respondió Masha.

—Seguro
que ayer te atufaste —dijo Praskovia Petrovna.

—Puede
ser, mamá—contestó Masha.

El
día pasó felizmente, pero por la noche Masha
se encontró muy mal. Mandaron a por el médico
a la ciudad. Éste llegó al anochecer y encontró
a la enferma delirando. Se le declararon unas fuertes calenturas,
y la pobre enferma estuvo durante dos semanas al borde de
la muerte.

Nadie
en la casa sabía del intento de fuga. Las cartas que
escribió la víspera fueron quemadas: su doncella,
temiendo la ira de los señores, no dijo nada a nadie.
El sacerdote, el corneta retirado, el agrimensor de bigotes
y el pequeño ulano fueron discretos, y no en vano.
Terioshka el cochero nunca decía nada de más,
ni siquiera cuando estaba bebido. De modo que la media docena
larga de conjurados guardaron bien el secreto. Pero la propia
María Gavrílovna, que deliraba sin parar, lo
ponía al descubierto. Sin embargo, sus palabras eran
tan confusas que la madre, que no se apartaba de su lado,
sólo pudo deducir de ellas que su hija estaba locamente
enamorada de Vladimir Nikoláyevich y que, probablemente,
el amor era la causa de su dolencia.

La
mujer consultó con su marido, con algunos vecinos,
y, finalmente, todos llegaron a la unánime conclusión
de que, al parecer, aquel era el sino de María Gavrílovna,
que contra el destino todo es inútil, que la pobreza
no es pecado, que no se vive con el dinero sino con el compañero,
y así sucesivamente. Los proverbios morales son asombrosamente
útiles en los casos en que, por mucho que lo intentemos,
no se nos ocurre nada para justificarnos.

Entretanto,
la señorita empezó a reponerse. A Vladimir hacía
mucho tiempo que no se le veía en casa de Gavrila Gavrílovich.
El joven estaba escarmentado por los recibimientos de rigor.
Decidieron mandar a buscarlo y anunciarle la inesperada y
feliz decisión: el consentimiento para la boda. ¡Pero
cuál no sería el asombro de los señores
de Nenarádovo cuando, en respuesta a la invitación,
recibieron de él una carta más propia de un
loco! En ella les informaba que jamás volvería
a poner los pies en aquella casa, y les rogaba que se olvidaran
de él, pues para un hombre tan desdichado como él
no quedaba más esperanza que la muerte. Al cabo de
unos días se enteraron que Vladimir se había
incorporado al ejército. Esto sucedía en 1812.

Durante
largo tiempo nadie se atrevió a informar del hecho
a la convaleciente Masha. Ésta nunca mencionaba a Vladimir.
Al cabo ya de varios meses, al descubrir su nombre entre los
oficiales distinguidos y gravemente heridos en la batalla
de Borodinó, Masha se desmayó, y se temió
que le retornaran las calenturas. Pero, gracias a Dios, el
desmayo no tuvo consecuencias.

Otra
desgracia cayó sobre ella: falleció Gavrila
Gavrílovich, dejándola heredera de toda la propiedad.
Pero la herencia no la consoló; compartió sinceramente
el dolor de la pobre Praskovia Petrovna y juró no separarse
nunca de ella. Ambas dejaron Nenarádovo, lugar de tristes
recuerdos, y se marcharon a vivir a sus tierras .

También
aquí los pretendientes revoloteaban en torno a la hermosa
y rica joven: pero ella no daba la más pequeña
esperanza a nadie. A veces su madre insistía en que
debía elegir al compañero de su vida, pero María
Gavrílovna negaba con la cabeza y se quedaba pensativa.
Vladimir ya no existía: había muerto en Moscú,
en vísperas de la entrada de los franceses. Su recuerdo
era sagrado para Masha; al menos la joven guardaba todo lo
que pudiera recordarle: los libros que un día él
había leído, sus dibujos, las partituras y los
versos que él había copiado para ella. Los vecinos,
enterados de todo, se asombraban de su constancia y esperaban
con curiosidad al héroe que debería, al fin,
acabar venciendo la desdichada fidelidad de la virginal Artemisa.

Entretanto
la guerra había acabado gloriosamente. Nuestros regimientos
retornaban de allende las fronteras. El pueblo salía
corriendo a su encuentro. Se entonaban las canciones conquistadas:
Vive Henri-Quatre, valses tiroleses y arias de la Joconde.
Los oficiales, que habían partido a la guerra siendo
casi unos muchachos, regresaban, templados en el aire del
combate, hechos unos hombres y cubiertos de cruces. Los soldados,
en sus alegres charlas, entremezclaban a cada momento palabras
alemanas y francesas. ¡Qué tiempo inolvidable!
¡Días de gloria y de entusiasmo! ¡Con qué
fuerza latía el corazón ruso ante la palabra
patria! ¡Qué dulces las lágrimas en los
encuentros! ¡Con qué unanimidad se fundía
en nosotros el sentimiento del orgullo nacional con el amor
al soberano! ¡Y para él, qué momento sublime!

Las
mujeres, las mujeres rusas no tuvieron rival en aquel tiempo.
Su habitual frialdad desapareció. Su entusiasmo era
auténticamente embriagador cuando al recibir a los
vencedores gritaban: «¡Hurra!» Y al aire sus
cofias lanzaban

¿Qué
oficial de aquel entonces no reconoce que debe a la mujer
rusa la condecoración más noble y preciosa?…

En
aquel tiempo esplendoroso María Gavrílovna vivía
con su madre en la provincia de ··· y
no podía ver cómo las dos capitales celebraban
el regreso de las tropas. Pero en los distritos y en los pueblos
el entusiasmo general era tal vez aún mayor. La aparición
de un oficial por aquellos lugares era para éste un
auténtico paseo triunfal, y el enamorado vestido de
frac lo pasaba mal a su lado.

Ya
hemos dicho que, a pesar de su frialdad, María Gavrílovna
seguía como antes rodeada de pretendientes. Pero todos
debieron ceder su lugar cuando en el castillo de la doncella
apareció el coronel de húsares Burmín,
herido, con una cruz de San Jorge en el ojal y de una interesante
palidez, como decían las damiselas del lugar. Tenía
alrededor de veintiséis años. Había venido
de permiso a su propiedad, vecina a la aldea de María
Gavrílovna. María Gavrílovna le prestaba
un interés particular. Ante él su acostumbrado
semblante pensativo se animaba. No se podría decir
que coqueteara con él, pero el poeta, ante el modo
de comportarse de la joven, hubiera dicho:

Se
amor non è, che dunque?

Burmín
era realmente un joven muy agradable. Poseía justamente
esa inteligencia que gusta a las mujeres: el saber del decoro
y de la observación, carente de toda pretensión
y dotado de una despreocupada ironía. Su actitud hacia
María Gavrílovna era sencilla y libre; pero,
cualquier cosa que dijera o hiciera ella, el alma y la mirada
del joven no dejaban de seguirla. Parecía de un carácter
callado y discreto, y si bien los rumores aseguraban que en
su tiempo fue un terrible calavera, ello no empañaba
su imagen ante María Gavrílovna, que (como todas
las jóvenes en general) perdonaba de buen grado las
travesuras que evidenciaban valentía y carácter
encendido.

Pero
sobre todo… (más que su delicadeza y agradable conversación,
más que la interesante palidez, más que el brazo
vendado), lo que alimentaba sobremanera su curiosidad e imaginación
era el silencio del joven húsar. María Gavrílovna
no podía ignorar que ella le gustaba mucho: probablemente,
también él, con su inteligencia y saber, ya
podía haber notado que ella le distinguía. ¿A
qué se debía entonces que ella no lo hubiera
visto postrado a sus pies ni oído su declaración
de amor? ¿Qué lo retenía? ¿La
timidez, inseparable de todo verdadero amor, el orgullo, o
la coquetería de un astuto conquistador? Era para ella
un enigma. Tras meditarlo bien, llegó a la conclusión
de que la única razón para tal comportamiento
era la timidez; se propuso animarlo mostrando hacia él
mayor interés y, según las circunstancias, ternura
incluso. Se preparaba para el desenlace más inesperado
y aguardaba con impaciencia el momento de la romántica
declaración de amor, pues el secreto, sea éste
el que fuere, es siempre un peso difícil de llevar
para el corazón de una mujer. Sus movimientos estratégicos
lograron el éxito deseado: al menos Burmín se
sumió en un estado de ensimismamiento tal y sus ojos
negros se detenían en María Gavrílovna
con tanto fuego, que el momento decisivo parecía próximo.
Los vecinos ya hablaban de la boda como de una cosa hecha,
y la buena Praskovia Petrovna se mostraba contenta de que,
por fin, su hija hubiera encontrado un novio digno de ella.

Una
día la anciana se hallaba sola en el salón haciendo
un solitario, cuando Burmín entró en la habitación
y al punto preguntó por María Gavrílovna.

—Está
en el jardín —dijo la anciana—. Vaya a
verla, que yo lo esperaré aquí.

Burmín
salió, y la anciana se santiguó y se dijo: «¡Ojalá
hoy se decida todo!»

Burmín
encontró a María Gavrílovna junto al
estanque, bajo un sauce, con un libro en las manos y vestida
de blanco, como una verdadera heroína de novela. Tras
las primeras preguntas María Gavrílovna dejó
adrede de sostener la conversación, ahondando de este
modo el embarazo mutuo y del cual tal vez sólo se podría
salir con una repentina y decisiva declaración de amor.
Y así sucedió: Burmín, sintiendo lo difícil
de su situación, le dijo que hacía tiempo que
buscaba el momento para abrirle su corazón y le rogó
un minuto de su atención. María Gavrílovna
cerró el libro y bajó la mirada en señal
de asentimiento.

—La
amo—dijo Burmín—, la quiero con pasión…
—María Gavrílovna enrojeció y dejó
caer aún más la cabeza—. He sido un imprudente
al entregarme a una dulce costumbre, al hábito de verla
y escucharla cada día… —María Gavrílovna
recordó la primera carta de St.-Preux—. Ahora
ya es tarde para luchar contra mi destino; el recuerdo de
usted, su imagen querida e incomparable será a partir
de ahora un tormento y una dicha para mi existencia; pero
aún me queda un duro deber, descubrirle un horrible
secreto y levantar así entre nosotros un insalvable
abismo…

—Éste
siempre ha existido —lo interrumpió vivamente
María Gavrílovna—. Nunca hubiera podido
ser su esposa…

—Lo
sé—le dijo él en voz baja—. Sé
que en un tiempo usted amó, pero la muerte y tres años
de dolor… ¡Mi buena, mi querida María Gavrílovna!
No intente privarme de mi único consuelo, de la idea
de que usted hubiera aceptado hacer mi felicidad si… Calle,
por Dios se lo ruego, calle. Me está usted torturando.
Sí, lo sé, siento que usted hubiera sido mía,
pero… soy la criatura más desgraciada del mundo…
¡estoy casado!

María
Gavrílovna lo miró con asombro.

—¡Estoy
casado—prosiguió Burmín—; hace más
de tres años que lo estoy y no sé quién
es mi mujer, ni dónde está, ni si la volveré
a ver algún día!

—Pero
¿qué dice?—exclamó María
Gavrílovna—. ¡Qué extraño!
Siga, luego le contaré… pero siga, hágame
el favor.

—A
principios de 1812—contó Burmín—,
me dirigía a toda prisa a Vilna, donde se encontraba
nuestro regimiento. Al llegar ya entrada la noche a una estación
de postas, mandé enganchar cuanto antes los caballos,
cuando de pronto se levantó una terrible ventisca,
y el jefe de postas y los cocheros me aconsejaron esperar.
Les hice caso, pero un inexplicable desasosiego se apoderó
de mí; parecía como si alguien no parara de
empujarme. Mientras tanto la tempestad no amainaba, no pude
aguantar más y mandé enganchar de nuevo y me
puse en camino en medio de la tormenta. Al cochero se le ocurrió
seguir el río, lo que debía acortarnos el viaje
en tres verstas. Las orillas estaban cubiertas de nieve: el
cochero pasó de largo el lugar donde debíamos
retomar el camino, y de este modo nos encontramos en un paraje
desconocido. La tormenta no amainaba; vi una lucecita y mandé
que nos dirigiéramos hacia ella. Llegamos a una aldea:
en la iglesia de madera había luz. La iglesia estaba
abierta, tras la valla se veían varios trineos: por
el atrio iba y venía gente.

«¡Aquí!
¡Aquí!», gritaron varias voces. «Pero,
por Dios, ¿dónde te habías metido?—me
dijo alguien—. La novia está desmayada, el pope
no sabe qué hacer; ya nos disponíamos a irnos.
Entra rápido.»

Salté
en silencio del trineo y entré en la iglesia débilmente
iluminada con dos o tres velas. La joven se sentaba en un
banco, en un rincón oscuro de la iglesia; otra muchacha
le fregaba las sienes. «Gracias a Dios —dijo ésta—,
al fin ha llegado usted. Casi nos consume usted a la señorita.»
Un viejo sacerdote se me acercó para preguntarme: «¿Podemos
comenzar?» «Empiece, empiece, padre», le
dije distraído. Pusieron en pie a la señorita.
No me pareció fea… Una ligereza incomprensible, imperdonable,
sí… Me coloqué a su lado ante el altar: el
sacerdote tenía prisa: los tres hombres y la doncella
sostenían a la novia y no se ocupaban más que
de ella. Nos desposaron. «Bésense», nos
dijeron. Mi esposa dirigió hacia mí su pálido
rostro. Yo quise darle un beso… Ella gritó: «¡Ah,
no es él! ¡no es él!», y cayó
sin sentido. Los padrinos me dirigieron sus espantadas miradas.
Yo me di la vuelta, salí de la iglesia sin encontrar
obstáculo alguno, me lancé hacia la kibitka
y grité: «¡En marcha!»

—¡Dios
mío! —exclamó María Gavrílovna—.
¿Y no sabe usted qué pasó con su pobre
esposa?

—No
lo sé—dijo Burmín—, no sé
cómo se llama la aldea en que me casé, no recuerdo
de qué estación de postas había salido.
Por entonces le di tan poca importancia a mi criminal travesura,
que, al dejar atrás la iglesia, me dormí y desperté
al día siguiente por la mañana, ya en la tercera
estación de postas. Mi sirviente, que entonces viajaba
conmigo, murió durante la campaña, de manera
que ahora no tengo ni la esperanza siquiera de encontrar a
la mujer a la que gasté una broma tan cruel y que ahora
tan cruelmente se ha vengado de mí.

—¡Dios
mío, Dios mío! —dijo María Gavrílovna
agarrándole la mano—. ¡De modo que era
usted! ¿Y no me reconoce?

Burmín
palideció… y se arrojó a sus pies…