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Noche y ma?ana
Casal, Julian Del

NOCHE
Y MAÑANA
Julián del Casal

Durante la noche del martes último, se ha celebrado
la fiesta de Navidad. Nuestra población presentaba
un aspecto verdaderamente encantador. Tal parece que, olvidada
de su cruenta miseria y des­pierta de su mortal letargo,
surgía rejuvenecida ante los ojos, mos­trando
el entusiasmo juvenil y la estruendosa animación
de pa­sados días.
Los hombres del pueblo, cuyos corazones laten al unísono
y cuyos cerebros abrigan las mismas ideas, han sido los
héroes de la noche. En el parque central, donde la
luz eléctrica difundía sus fulgores; en las
calles céntricas, donde las tiendas se hallaban abier­tas
y deslumbradoramente engalanadas; en el interior de los
cafés, donde el perfume de los manjares y el color
de los licores prome­tían la devolución
de las fuerzas perdidas; los grupos eran más numerosos,
las carcajadas más sonoras y la alegría más
comunica­tiva. De cuando en cuando se presenciaban algunas
disensiones, camorristas se ponían de pie, se arrojaban
los vasos, se cubrían de insultos y hasta se iban
a las manos; pero todo se arreglaba de seguida, terminando
pacíficamente la querella por medio de frases cambiadas,
abrazos fraternales y repetidas libaciones. Entonces re-doblaba
el júbilo, resonaban los aplausos y la algarabía
era más infernal.
La fiesta más importante de la noche fue la misa
del gallo y templo más concurrido el de la Merced.
Antes de sonar la pri­mera campanada de las doce, las
anchas naves de la aristócrata iglesia estaban invadidas
por una muchedumbre abigarrada, mitad creyente y mitad incrédula,
que ocupaba los asientos, se apoyaba en los pilares o circulaba
impaciente por el interior. De esa masa compacta, luminosa
y ondeante brotaba sordo murmullo de voces, entrecortado
por la explosión de una carcajada o el silbido de
un pito, que hacía volver los ojos y tomar actitudes
severas a los en­cargados de mantener el orden y el
respeto debidos.
Al fin, empezó la misa. Los sacerdotes, con sus casullas
de seda blanca, rameadas de flores y galoneadas de oro,
aparecieron en el altar, donde la imagen sagrada, desde
el hueco de su nicho mar­móreo envuelta en manto
de armiño y aureolada de estrellas, mos­traba
su sonrisa virginal y abría amorosamente sus brazos.
Largos cirios chisporroteaban en el ara y guirnaldas de
rosas esparcían sus perfumes. Los labios sacerdotales
prorrumpieron en frases latinas, el órgano estalló
en notas armónicas, voces angélicas entonaron
los villancicos y el incienso se difundió en azules
espirales.
Oída la misa la concurrencia se dispersó por
las calles. Las casas estaban interiormente iluminadas.
Detrás de los vidrios de las ven­tanas, no empañados
por el hálito de la noche, se veían las familias
agrupadas a las mesas cubiertas de ricos manjares; se oía
la deto­nación de las botellas destapadas, donde
espumeaba el rubio cham­pagne; y se percibía
el alegre rumor de voces confundidas, entre el chocar de
las copas y el sonido argentino de los cubiertos.
Así transcurrió la noche. Las primeras blancuras
del alba em­pezaron a disipar las sombras nocturnas.
El sol tardó en aparecer, como si hubiera andado
de juerga y no hubiera podido desprenderse de sus sábanas
de nieblas. Algo tarde mostró su pupila de oro e
iluminó la ciudad. Ésta parecía un
campo de batalla en el que los combatientes lucharon con
botellas, huesos y latas.
Hoy todo ha cambiado. El árbol de Navidad está
deshojado y todavía saboreamos sus ricos frutos.
El obrero ha vuelto al taller, el dependiente al mostrador,
el empleado a la oficina, el periodista a la redacción
y el aristócrata a la ciudad. Al sonido de las copas
ha sustituido el golpe del martillo. A los templos en que
se reza, los talleres en que se trabaja. Al humo de los
incensarios, el humo de las chimeneas. A la noche, el día.
¡A la ilusión, la realidad!

HERNANI
La Discusión, 26 de diciembre de 1889.