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Nos invadieron las langostas
Lopez, Ruben

NOS
INVADIERON LAS LANGOSTAS

El
sol se escondió como un chiquillo tímido tras
la saya de mamá. La penumbra invadió los cañaduzales
y millares de langostas se despertaron, sacudieron las hojas
de los cultivos, desplegaron sus alas y volaron en inmensos
grupos y el crujido de las mandíbulas de los insectos
parecía anunciar el fin del mundo.

A cien metros de los cañaduzales vivía el alcalde
Alfonso Verano de la Rosa y su familia. Aunque el sol se había
ocultado, el intenso sofoco hacía sudar a mares. Eduardito,
a quien llamaban «Dito», preguntó:
-Papá ¿cuándo vas a comprar un ventilador?
-No hay plata, mijo -respondió el alcalde.

El niño salió de su casa con una cometa de colores
en la mano. Las langostas revolvían la vida cotidiana:
devoraban los sembrados, tapizaban de verde los techos de
zinc, de teja o de eternit; se metían a las casas para
caer sobre las ollas hirvientes, los tanques y los lavamanos;
se posaban en las ropas de los moradores, en los espejos de
los escaparates, en los patios y en las matas.

Aquel atardecer de abril en que Dito vio por vez primera semejante
cantidad de vuelos verdes, fue tal el impacto que se olvidó
de elevar su cometa de colores y tuvo que apretar los labios
para que las langostas no entraran por su boca. Echó
a correr hacia su casa y llegó jadeante con pedazos
de alas enredadas en el pelo y manchas de color verde bajo
sus raídos tenis blancos.

En el pueblo las calles adoquinadas, bien distintas a las
calles empedradas de antaño, tenían los nombres
de los árboles que en ellas se plantaron en un comienzo:
la Calle de los Sietecueros, la Calle de los Naranjos, la
Calle del Madroño, la Calle de los Algarrobos… Y
bien, las calles del pueblo se cubrieron de alfombras hechas
de langostas que caían muertas como escarcha. Dito
no tuvo que explicarle nada a su madre Floralba, que espantaba
con el trapo de la cocina los despreciables insectos que aleteaban
y se zambullían en el consomé con menudencias
que preparaba.

Al día siguiente el patio amaneció tapizado
de verde y el niño, angustiado, preguntó:

-¿Por qué se están muriendo las langostas?

-No lo sé -respondió Alfonso.

¾Yo tampoco sé ¾dijo Floralba.

Para no atraer las langostas en la noche, las viviendas del
pueblo fueron sometidas a un racionamiento voluntario de luz.
Y la casa de Dito no fue la excepción. El alcalde Alfonso
Verano de la Rosa prohibió encender las luces entre
las seis de la tarde y las ocho de la noche.

No se podía prender un bombillo más temprano
porque las langostas aparecían como por milagro y con
sus aleteos invadían la sala, la cocina y las habitaciones,
y eran destrozadas por las aspas de los ventiladores, mas
no así en casa de Dito pues la avaricia del alcalde
les impedía tener un ventilador.

-¡Nunca había visto tantas langostas en mi vida!
-dijo Alfonso.
-Yo tampoco -añadió Floralba.

En esos atardeceres de abril las ráfagas de langostas
revoloteaban y arruinaban las sopas y las sobremesas pintándolas
de verde. Era la plaga más numerosa de aquella especie
en los últimos cincuenta años.

Los niños correteaban en los prados, se columpiaban
en las ramas de los árboles y corrían tras las
langostas, que además invadían la escuela en
que estudiaba Dito. Se posaban en las ventanas, en las paredes,
en las vigas de los techos, en el tablero, en los pupitres
y en las cabezas de los niños. En los recreos Dito
sostenía un monólogo caminando por el patio
de la escuela y se preguntaba por qué insectos voladores
tan hermosos se estaban muriendo, monólogo que las
langostas escuchaban atentas sin darle ninguna respuesta.

Los más preocupados eran los agricultores, ya que la
langosta era una temible plaga que se comía todos sus
sembrados y amenazaba con matarlos de hambre.

-Hartan y hartan -dijo Floralba mientras bebía un refrescante
guarapo en la mesa del comedor.
-Pero son muy lindas -afirmó Dito-. Y yo no entiendo
por qué se están muriendo.

-Así es la vida, mijo -lo consoló su madre-.
Todo en la vida tiene su comienzo y su fin. ¿No le
has preguntado a la maestra por qué las langostas se
están muriendo?

-Le pregunté -respondió el niño-. Pero
tampoco supo explicarme.
No sólo se atravesaban en el camino, también
surcaban las carreteras y morían estrelladas contra
los parabrisas de los carros, y al llegar a su destino los
conductores tenían que regar con mangueras las manchas
verdes de los vidrios.

-Mamá, es como si las langostas quisieran morirse –
dijo Dito, angustiado de nuevo.

-Ya dejarán de morirse -le respondió Floralba.

No contentas con invadir las casas, los árboles, los
parques y sus estatuas, las iglesias y los supermercados,
amenazaban con extenderse como una plaga por el Departamento
de Quirica e incluso desparramarse por todo el país
de República de los Cocos.

Los agrónomos hicieron aplicar cebo envenenado a las
langostas, pero no fue suficiente. Además se seguían
muriendo misteriosamente sin causa aparente.

-¡Son miles y miles! –
dijo Dito cuando entró corriendo a la cocina en que
guisaba su mamá.
-Sí, mi amor. Y verdes como un prado de verano.
En la noche Dito entró a su casa con una bolsa de plástico,
en la que tenía cazadas más de cincuenta langostas
que se transparentaban y hacían el ruido de un ventilador
viejo.

-Papá, ya tenemos ventilador -dijo con cierto aire
de burla.
-¡Qué tal esa! -dijo Alfonso Verano de la Rosa
mirando la verdeante bolsa que el niño sostenía
en su mano. Esperaba que las langostas emigraran hacia otro
lado para volver a ver el noticiero de las siete, ya que eran
atraídas por el reflejo de las imágenes y tapaban
la pantalla del televisor y después caían sin
vida sobre el suelo.

Los habitantes de La Felicia aprendieron a cogerlas en pleno
vuelo. En la esquina los jugadores de billar sentían
que la suerte les cambiaba cada vez en que una bandada de
alas verdes interrumpía su concentración antes
de una jugada de carambola. En los billares las langostas
se escondían bajo las mesas, los asientos y el mostrador,
revoloteaban en medio de las miradas bizcas de los jugadores
de cartas y se posaron sobre la boina vasca de don Rodrigo
Zuluaga, el padrino de Dito, que nunca había ganado
un «chico» de billar y esta vez tampoco tendría
chance alguno de lograrlo.

Zoila, una de las mejores clientes de la gorda Isidonia, una
mujer que vendía chance a la entrada de los billares,
le dijo:

-¡Estas malditas langostas no respetan ni a los santos!
El domingo en la misa las vi posarse sin ningún pudor
sobre los pechos de La Virgen, en las caderas de san Antonio
y hasta en los ojos de Cristo crucificado. Pero, eso sí,
se quedaban quietecitas mientras el padre Ángel Custodio
echaba su cantaleta.

En el bello atardecer de aquel día Eduardito entró
corriendo a su casa y, efusivamente, dijo:

-¡Papá, mamá, las langostas resucitaron
y se convirtieron en hadas verdes y se fueron volando para
el cielo y atravesaron el arco iris que estaba echando lágrimas!

Rubén
López