Poemas y Relatos
Web de poemas y relatos
Poemas y Relatos » relatos » Un angel duerme en las aceras
Un angel duerme en las aceras
Sin Clasificar

Un
Ángel que Duerme en las Aceras.-

La vida nunca había
sido fácil para él, se había convertido
en un transcurrir del tiempo lento y cruel. La vida se había
convertido en una carga difícil de llevar pese a gran
fortaleza que se tuviese.

El gran mar de transeúntes que discurría por
la calle se abría, como Moisés abrió
el Mar Rojo, evitando toparse con un pordiosero, a sus ojos,
sentado en mitad de la acera.

La gente lo miraban con repugnancia y desprecio, niños
y jóvenes se reían a su paso, madres cruzaban
con sus niños de acera. Sentado en la acera, rechazado
por la sociedad, visto con unos ojos que no eran capaces de
comprender que cualquier día podrían ser ellos
los que ocupasen su lugar.

Su corazón lloraba de tristeza. Pena y pesar se habían
apoderado de su alma sumiéndola en un dolor que lo
devoraba desde lo más profundo. Dos gruesas lágrimas
resbalaban por sus mejillas, cubiertas por una espesa barba.

Sus ojos cerrados, evitando mirar su propio reflejo en los
ojos de los demás, siendo incapaz de aguantar la visión
que tenían de él, miraban un tiempo futuro en
el que aquel tormento perpetuo no fuera más que pesadillas
de un pasado borroso en la memoria y en el corazón.

Los días eran agujas clavadas en su paciencia, únicamente
soportables por una férrea fe en un futuro mejor, en
un paraíso prometido. Los transeúntes siempre
lo evitaban como si su desgracia fuese contagiosa, cerrándole
así puertas de esperanza para poder vivir el día
a día.

Tras el paso de los años se había convencido
de que su situación no era más que el resultado
de un castigo divino, un tormento que era menester sufrir
para redimirse. Sin embargo, algo en su corazón le
decía que aquello no era más que un tránsito
y no un castigo, que su lugar no era aquel sino que un día
llegó de otro lugar y allí se quedó,
durmiendo en las aceras. Era como si sus alas se hubieran
caído y no recordase quien era ni de dónde venía.

Al anochecer en su nube de cartón, incontables lágrimas
derramaba de tristeza y soledad, nada comprendía, no
encontraba un por qué, no hallaba nada a lo que aferrarse
para continuar su deambular. El dolor y la amargura se extendían
como un implacable cáncer maligno, devorándole
las entrañas y sumiéndolo poco a poco en un
pozo al cual no entraba luz alguna, un abismo de muerte y
olvido que lo llamaba con su embelesada voz en un susurro
irresistiblemente tentador.

Aquella noche, en la que su espíritu flaqueaba, era
fría e inhóspita. Un viento helado y cruel soplaba
a través de las calles, amenazando con disipar en jirones
aquella nube de cartón inestable y precaria. Una maldad
arremetía contra aquel islote, lleno de sueños
perdidos, hasta que terminó por ceder y precipitarse
los jirones de nube arrastrados por el frío viento.

Su corazón latía cada vez más débilmente
retando, tímidamente, el silencio interior de su alma
congelada. El viento paró dejando nada más que
silencio, congelando aquel instante con su frío mortal.
La noche pasó y el sol derramó sus cálidos
rayos sobre el callejón, cubierto de pedazos de lo
que había sido una nube de cartón de un pequeño
ángel que cada noche, tras caer el sol dormía
en las aceras. No había rastro de lo que había
sido de él, el viento se había llevado los últimos
suspiros de un alma que regresaba al lugar del que provenía,
arrastrando aquella última chispa de vida consigo hasta
la eternidad.

David Manuel Alcalá
Martínez