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Yo decido cuando
Lopez Rivera, Rafael

YO DECIDO CUANDO

Se hace muy difícil vivir como un vencido en la propia tierra que te ha visto nacer. Rodeado por los vencedores, por sus familias y sus hijos, a modo de invasión civil, respirando bajo su yugo, bajo sus leyes y bajo su control.
Tiempos de manipulación y de represión. No existe libertad de expresión, al menos la nuestra, porque lo que se tiene que decir, no se puede decir sin gritar, sin vomitar toda la rabia interior contenida y generada por el odio hacia los enemigos ocupantes de nuestra tierra.
Triste destino para un pueblo orgulloso de sus orígenes y su tradición. ¡Algún día seremos libres!. Éste era el tema de conversación en nuestras casas, en las reuniones familiares. Envidiaba aquellos hogares en los que la tertulia se centraba en el fútbol, en el tiempo o en las pequeñas cosas que acontecen en el día a día. Debía ser una gozada volver a realizar una comida familiar, como cuando era un niño, sin tener que hablar de penurias o de desgracias.
Hace meses que dejé el pueblo para vivir con mi hermano en la ciudad. Abandoné aquel lugar después del fallecimiento de mi madre, ya anciana. Nunca sospeché que echaría tanto de menos el calor de aquel lugar. Últimamente, las cosas iban mal para todos pero, aún y así, disfruté tanto el año pasado, cuando nos juntábamos los seis hermanos en la casa, todos con sus familias, los niños alborotando alrededor de la abuela y ella, llena de satisfacción fabricaba galletas caseras para todos los diablillos. Mientras tanto, los niños corrían sin parar, incesantemente de aquí para allí, insuflando alegría en nuestra monótona y tranquila vida. ¡Era fantástico!.
Mi hermano, con el que actualmente vivo, y yo somos los únicos solteros. La verdad es que soy el más joven de todos y, todavía, no tengo ni edad, ni recursos para casarme. El caso de mi hermano es diferente. Él no tiene tiempo, siempre está trabajando intentando ganar un poco de dinero y ahorrar. Hoy por hoy, su único objetivo en la vida, es el de sacar mínimamente la cabeza de la miseria y encontrar una buena chica para formar un hogar y tener hijos.
Por mi parte, yo intento buscar un empleo que me permita ganar algo de dinero, pero la cosa está muy mal. Tengo una edad complicada para encontrar faena. Los trabajos fáciles se los dan a los niños, porque con miseria ya les pagan. Ya soy demasiado grande para comenzar como aprendiz de nada. Los trabajos que son un poco más difíciles, se los dan a muchachos mayores que yo, porque cobran lo mismo y éstos son más responsables y maduros, ya que necesitan el salario y el trabajo para pensar en el futuro, al igual que hace mi hermano. A los jovenzuelos sólo nos queda, como única alternativa, el vagabundear durante todo el día y poco más.
Desde hace unos tres meses, ya no estoy tanto tiempo ocioso. Hice amistad con un grupo de chicos, que están, más o menos, en mi misma situación de desocupación. A menudo, me suelo reunir con ellos en un local social y hablamos de los problemas de nuestro pueblo, de la opresión e injusticia que estamos sufriendo. Está muy bien, te sientes acompañado y rodeado de gente que piensa como tú. Además, allí nos dan, gratis, algo de comer y hablamos de las cosas que a los jóvenes nos interesa.
Existe una particularidad que me hace diferente y que no me deja sentirme cómodo en aquel ambiente, ésta es que nadie en mi familia ha luchado nunca por la causa.
No entiendo muy bien por qué no pelearon por lo que es nuestro. Me pregunto…, cómo fueron capaces de mantenerse al margen si estos problemas también les afectaban. Mis compañeros no lo comprenden y creo que yo, tampoco.
No obstante, ellos no me reprochaban nada y aunque no sirve de excusa, saben que en las zonas rurales de donde yo procedo, se vive de forma diferente el problema de la ocupación. No es tan evidente la invasión y la presencia del enemigo, allí sólo existen suelos áridos y pobreza, por ello quizás, no les interesan a los opresores. Por otro lado, la ciudad siempre resulta más atractiva, es el centro de poder, realmente puede que éste sea el motivo por el cual, la inmigración enemiga se concentró en las ciudades y no se aventuran a los pueblos y poblados. En estos últimos no hay riquezas ni influencias, sólo aislamiento. Son parajes de vida dura y esforzada.
Mis compañeros no me dicen nada, pero yo noto que hay un cierto recelo hacia mi persona. Por eso, para no ser menos, cuando hablamos sobre nuestros opresores, siempre intento enfatizar mis sentimientos en contra de ellos. En público, hago muestra de esta aversión manifiesta, maldiciendo y deseando al enemigo, todos los males habidos y por haber; entonces, a mis amigos, se les ve muy complacidos.
Sin embargo, a pesar de este inconveniente mío, podría afirmar que ya me consideran uno de ellos. Cuentan conmigo en sus escaramuzas nocturnas. Mi pobre hermano, llega demasiado cansado a casa y cuando se pone a dormir, ni siquiera se da cuenta que salgo y entro cuando me da la gana. Es habitual que, al menos una o dos noches por semana, salgamos a destrozar algo.
Me gusta cuando salimos arropados por la noche, en pandilla, como buenos colegas, con un objetivo común, es como si se tratase de una manada de lobos en una batida de caza colectiva. Un fuerte sentido de compañerismo y lazos de amistad nacen entre nosotros. No hacemos daño físico a nadie, sólo rompemos y destrozamos aquello que sabemos que se ha financiado con nuestro sacrificio y en beneficio de los opresores. Hemos aprendido a fabricar dispositivos de guerrilla callejera, artefactos realizados con productos elementales y cotidianos: un poco de gasolina, un trapo, una botella y obtenemos un cóctel molotov; un tubo de PVC, unos cohetes de fuegos artificiales y conseguimos un arma de fuego. Hay quien nos tacha de vándalos y alborotadores, nosotros preferimos llamarnos luchadores de la libertad.
Últimamente, han aparecido los muchachos mayores por el centro de reunión. Estos son considerados unos héroes, son los «guerreros de la patria». Muchos de ellos, estuvieron aquí antes que nosotros, les gusta decir que nuestro local es «la guardería» y eso nos llena de orgullo.
A ellos, comúnmente se les conoce, por el sobrenombre de los «ejecutores», porque son los que se enfrentan, cara a cara, llevando a cabo las acciones duras de hostigamiento al enemigo. Ellos ponen en peligro su vida y hacen que nadie olvide nuestra causa ni nuestras reivindicaciones. Son los soldados de la patria y forman el ejército que no podemos tener. A todos mis amigos les gustaría llegar, algún día, a ser como ellos para sentirse respetados y envidiados por todos, por supuesto, a mí también me gustaría.
Yo he entablado muy buenas relaciones con el grupo de los ejecutores, tal vez, sea porque soy un poco mayor que mis otros compañeros o, quizás, porque no tengo familia. Ellos me respaldan, me apoyan y, esto se nota, aunque a mí, me gustaría que fuese más debido a méritos propios, que no porque alguien pensase que era un pobre huérfano.
Desde que los ejecutores llegaron a la guardería y medio me aceptaron entre ellos, mis colegas me miran con brillos de admiración en sus ojos, bromean diciendo que pronto me integraré en el grupo de los mayores. Éste hecho constituiría un gran orgullo y un honor para cualquiera de nosotros.

Hace casi dos meses que me he incorporado al grupo de los ejecutores. La guardería forma parte del pasado. Ahora estoy en «el refugio», conviviendo con la gente adulta y me tratan como tal.
Estoy sensiblemente emocionado, hoy haré el juramento de lealtad a mi pueblo y juraré muerte al enemigo, aún a sacrificio de mi propia vida.
Dicho así, de esta forma, suena muy seco, pero la fórmula del juramento está muy bien redactada, suena orgullosa y, dicha con convencimiento, suena rotunda.
Este acto es grabado en cinta de vídeo y celebrado por los compañeros. Te regalan una copia de la cinta para los familiares, es un paso más hacia la madurez. Para nosotros, representa simbólicamente la jura de bandera de nuestro propio ejército.
Tras este trascendental paso en mi vida, me he integrado en las células de combate. He realizado algunas tareas de apoyo logístico e informativo para nuestras acciones contra puestos de vigilancia militares, retenes de la policía y otros objetivos de interés.
En verdad, a todos los efectos, ya soy un guerrero de la libertad. Me he ganado un buen nombre entre los miembros de los diferentes comandos. Todos me tratan con respeto y consideración; al fin y al cabo, ellos son mi familia. Hace semanas que me peleé con mi hermano, a él no le parecían buenos, ni aconsejables, mis compañeros. No obstante, es mi vida y, sobre ella, sólo yo tengo derecho a decidir.
Hoy me incorporo al comando Púrpura, es el más respetado, secreto y sanguinario de todos. Mi inclusión en este grupo, constituye una gran distinción y proyección personal.
Por la información que me han anticipado, voy a tener el privilegio de colocar un artefacto explosivo en la Plaza de la Estrella. No es una bomba de verdad, es de mentira; sólo pretendemos que, cuando se active, se genere una columna de humo, de color rojo sangre, que pueda ser vista en toda la ciudad. Es un acto simbólico para conmemorar el tercer aniversario del asesinato de tres de nuestros combatientes en dicho lugar. De hecho, se trata de un gesto de propaganda, a modo de recordatorio, para que no se pierda en el olvido, la memoria histórica de nuestra lucha.

Mis nuevos compañeros vinieron a recogerme al refugio. Estoy listo para partir, he realizado mis oraciones y, como cada día, me he encomendado a Dios quedando preparado para enfrentarme a lo que sea, nunca se sabe que clase de tropiezos nos podemos encontrar y, posiblemente, la plaza y sus inmediaciones estén vigiladas en tan significativa fecha.
Al entrar en la furgoneta veo caras desconocidas, sólo a uno de ellos lo había visto en alguna ocasión, a los otros dos, nunca. Parece obvio que no los conociese, por algo es un comando secreto.
Me siento abrumado e insignificante frente a ellos; imponen respeto y admiración, con tan sólo conocer quiénes son y la trayectoria que se han labrado defendiendo nuestra lucha común.
Tienen aspecto de personas curtidas en estos avatares; parecen mayores y solemnes. Entre ellos, estoy un poco perdido; me siento fuera de lugar, como la niña que está bailando en la función del colegio y pierde el compás, habiendo olvidado los pasos, intentando seguir copiando, en todo momento, los movimientos de sus compañeras.
Nos dirigimos al centro de la ciudad sin mediar palabra entre nosotros. El vehículo se interna despacio en el casco urbano. A ellos se les ve tranquilos. Circulamos por calles y vías secundarías para no ser detectados por la policía que, últimamente, vigila incesantemente.
Hemos llegado al corazón mismo de la ciudad sin percances. Mis acompañantes me piden que me desnude de cintura para arriba, me extraña la petición, pero obedezco sin rechistar. Mientras tanto, abren una caja de cartón y extraen unas trinchas militares y su correaje, llevan enganchadas unas cargas explosivas conectadas entre sí por finos cables eléctricos.
¡Aquello tenía muy mala pinta!. ¡No era lo que a mí me habían explicado!.
Intentan ponérmelas, pero yo me resisto, no quiero que me coloquen las cargas. Estaba preparado para hacer todo lo necesario por la causa, pero no a morir innecesariamente. Yo no era un combatiente suicida o, al menos, nunca había pretendido serlo.
Me miran incrédulos, estupefactos, como no creyendo lo que les estaba diciendo. Por sus caras, parecen molestos y muy contrariados. Ellos intentan convencerme, recordándome todo lo que han hecho por mí, mi juramento, lo crueles e inhumanos que son nuestros enemigos, la represión que vive nuestro pueblo. Continúan hablándome de una forma atropellada, explicándome el gran honor que representa para mí haber sido elegido para esta misión. ¡Sería un mártir de la causa!.
Y yo me pregunto… ¿Por qué no se ponen las cargas uno de ellos y sale ahí fuera a hacer estallar su cuerpo?. No estoy loco, sigo sin estar dispuesto a ello. El ambiente dentro de la furgoneta comienza a crisparse. Puedo apreciar la rabia y el desprecio en sus ojos. El tono de voz y la agresividad van incrementándose poco a poco. No distingo una salida clara.
Sintiendo la intransigencia de aquellos tipos, el miedo se apodera de mí. Les suplico, tembloroso. Les imploro que me dejen marchar. No parece que surta ningún efecto.
Ellos sólo me dicen que es tarde para echarse atrás, hoy es el aniversario y no pueden buscar un sustituto en tan poco tiempo.
¡Cómo si eso, a mí, me importase!.
Continúan insistiendo. Quieren convencerme de la obligación de hacerlo para cumplir mi juramento como ejecutor.
¡A quién le importa ya el maldito juramento!.
Incomprendido, con los ojos llenos de lágrimas, les pido clemencia y que me dejen marchar en paz. Endurecidos por sus propias convicciones, no ceden en su empeño y, el cabecilla del grupo, con los ojos inyectados en sangre por la rabia generada por mi actitud cobarde, me propina un par de bofetadas y me amenaza con una pistola apoyada en la sien.
Pocas alternativas tengo, todas conducen al mismo final, podía morir en la furgoneta por un disparo o bien, en la calle por una explosión, pero siempre la meta final es la muerte.
Bajo la presión de las coacciones, accedo a dejarme poner las cargas, confiando en que, a la mínima oportunidad que se presentase, me escaparía y desaparecería para siempre.
¡Yo no estoy dispuesto a morir!.
Toda mi vida había sido un cobarde y quería continuar viviendo para seguir siendo un cobarde. De nada sirven los honores, los reconocimientos y la gratitud, si no estás vivo para disfrutarlos.

Una de las cargas, lleva una especie de contacto eléctrico y, ésta, me la han puesto justo encima del pecho. Una vez colocadas y ajustadas las trinchas, me explican que, para activar los explosivos, sólo tengo que accionar un dispositivo de control remoto, muy rudimentario. Delante de mí le colocan dos pilas que lo ponen en marcha. Me lo entregan para que lo lleve en la mano, únicamente debo apretar el botón para ejecutar la explosión de las cargas. Me advierten que tenga cuidado para que no se me caiga el aparato al suelo y explosione todo antes de tiempo.
Me animan, diciéndome que no sentiré dolor, que todas las cargas explosionarán a la vez, todo transcurrirá en un instante, no me dará tiempo de saber lo que está ocurriendo.
Me advierten que si intento quitármelas, el interruptor de la carga del pecho se activará explosionando todo igualmente, así pues, cualquier intento en este sentido no servirá de nada. ¡Aquello era una trampa mortal!. Lo pintasen como lo pintasen.
¡Qué ignorante había sido!.
Permití que me colocasen las cargas y, ahora, no tengo escapatoria posible.
La suerte estaba echada desde el preciso momento en el que entré en la furgoneta. De una forma u otra, estaba condenado a muerte.
Me colocan una cazadora y la abrochan hasta arriba. La mortífera carga queda completamente disimulada y oculta bajo la prenda.
Han retirado la pistola de mi cabeza, ya no me apuntan, intentan que me tranquilice, supongo que tienen miedo que haga cualquier locura y que aquello estalle dentro de la furgoneta. No obstante, ellos no están muy seguros de mí; el arma continua en la mano del individuo. He conseguido apaciguar un poco mis nervios y dejar de llorar, pero no he podido sacar el miedo de mi cuerpo.
El vehículo ha llegado a la plaza. Uno de ellos baja y realiza una vuelta de reconocimiento por los alrededores en busca de policías o de vigilancia.
Durante la espera, no dejo de observar inquietamente a aquellos hombres. Intento descubrir un ápice de compasión y de humanidad en sus rostros, pero sólo reflejan dureza y determinación.
Unos ligeros golpes en la chapa de la portezuela me sobresaltan, es la contraseña que indica que no hay peligro, la puerta se abre, la luz me ciega por un instante. Desciendo torpemente, con inseguridad, con miedo frente a lo que me espera.
Comienzan a andar junto a mí, escoltándome, queriéndome acompañar unos metros para romper mi resistencia inicial al avance, al igual que el instructor da el empujón que lanza al saltador novato, al vacío, desde la puerta del avión en su primer lanzamiento con paracaídas.
La improvisada y forzada escolta se retira y continuo solo caminando hacia la plaza. Unos pasos más allá, me detengo y miro atrás, montados en el vehículo, controlan mis movimientos con mirada amenazante. Sin poder retroceder, sigo caminando hacia mi nefasto y trágico destino. Mi andar es lento y pesado.
Hasta este momento, no me había fijado en el buen día que hacía. El sol brilla difundiendo su confortable calor, pero sin llegar a agobiar. El cielo está despejado y, el ambiente en general, invita a sentarte en el césped, a leer un buen libro en la compañía lejana de la multitud con su murmullo lleno de vida, permitiendo que la mente escape de su ósea prisión, volando hacia otros lugares y parajes.
Estoy sudando, sin embargo, tengo frío. Las palmas de mis manos están heladas y mi corazón late a un ritmo muy acelerado, como si acabase de correr unos metros. Paso al lado de un escaparate y, yo mismo, me asusto de mi propia figura. Tengo el rostro desencajado, poseo un tono blanco marmóreo que resalta con mi pelo negro pizarra y ensortijado. La frente poseía un brillo perlado a causa del sudor frío que me invade. A causa de mi tétrico aspecto enfermizo y la cazadora abrochada hasta arriba, cualquiera, podría confundirme con un drogadicto en pleno síndrome de abstinencia.
Por un segundo me siento observado. ¡Ojalá alguien me detuviese!. Creo que se puede leer en mi rostro la misión que me ha tocado desempeñar. Quiero que alguien se dé cuenta y que me paren, no quiero que me dejen hacerlo.
¡No quiero morir!.
Con decepción aprecio que nadie se ha percatado de ello. Yo no puedo hacer nada, soy un cobarde.
Prosigo mi camino con la resignación del condenado a muerte en su último paseíllo. Miro de nuevo a mis guardianes y ellos continúan vigilantes, observándome. El vehículo se ha situado en el extremo de la calle, están prestos para la fuga. Estoy cerca del centro de la plaza, en cualquier momento, los miembros del comando desaparecerán del lugar para evitar ser alcanzados por la onda expansiva.
El dispositivo de activación en mi mano, me recuerda el objeto de mi macabra misión. Me paro en seco, mirando alrededor, observo caras desconocidas que se cruzan conmigo, personas absortas en sus problemas cotidianos, vidas anónimas que van a quedar inevitablemente interrumpidas.
Unas palomas pasan revoloteando frente a mis ojos. Las sigo con la mirada. Se posan en el suelo, a tan sólo unos metros de mí, creando junto a otras, un pequeño tumulto de plumas, una «melé», arremolinadas a los pies de dos niñas que ríen inquietas por la emoción y disfrutan contemplando como las aves acuden a comer el grano que su padre esparció en el suelo. Risas nerviosas de satisfacción y asombro propios de la niñez y su inocencia.
Al lado, una pareja de adolescentes habla de algún tema, embobados y encandilados mutuamente derrochando felicidad en sus miradas. En otro banco cercano, se encuentran sentados unos ancianos con sus manos temblorosas apoyadas en los callaos; cuentan batallitas y hablan de temas, los cuales, hace mucho tiempo que dejaron de importar al mundo.
Ninguna de estas personas ha percibido mi presencia allí, ni sospechan lo que va a suceder, ni siquiera creo que, para ninguno de ellos, signifique algo nuestra lucha y nuestra causa. En este preciso instante, sus vidas estaban en mis manos, tan sólo una decisión, un movimiento del interruptor y morirían. Gritos, sangre, horror, dolor y muerte sería la imagen que recibirían sus familias. Vidas marcadas por la desgracia, infelicidad por doquier. Todo eso era lo que iba a generar la explosión. Ese era el único mensaje que transmitiría aquel acto suicida, lo demás, sería demagogia.
Acaso… ¿Tengo yo la potestad de jugar a ser Dios?. ¿Qué derecho poseo para truncar la vida de aquellas niñas, jóvenes y ancianos?. ¿Quién soy para decidir sobre sus destinos?. ¿Quiénes eran mis colegas para decidir sobre el mío?. Todas estas preguntas pasan fugaces por mi cabeza, torturándome y llenándome de dudas sin proporcionarme ninguna respuesta ni sosiego.
Miré de nuevo hacia la furgoneta, en ese preciso momento, arrancaba perdiéndose en el callejón lateral ante la inminencia de la explosión.
Tenía una gran responsabilidad en mis manos y me sentía solo e impotente ante el destino. ¡Por una vez en mi vida iba a ser valiente!. Agarré con fuerza el mando en mi mano y con determinación que proporciona el miedo, comencé a correr con todas mis fuerzas, tratando de poner, de por medio, la mayor cantidad posible de distancia entre la furgoneta y las cargas, no podía estar seguro que ellos no tuviesen otro mando, ni siquiera conocía el alcance de su emisión.
La gente se aparta a lo largo de mi frenética carrera, posiblemente, piensen que soy un ladronzuelo que huye. Después de haberme mantenido corriendo durante todo el tiempo que pude, hasta que mi aliento, ya no fue capaz de oxigenarme, comencé a caminar a paso ligero, temeroso de estar todavía demasiado cerca de la furgoneta. Más tarde, seguro de encontrarme fuera de su alcance, deambulé despacio, pensativo.
Sentía el bombeo de la sangre dentro de mi cabeza, golpe a golpe, latido a latido. Estaba acalorado y cansado tras el esfuerzo. Ahora, más sosegado, debía pensar en el futuro que me esperaba… ¡Era necesario encontrar una salida!. Quizás …¿Quitarme las cargas?… ¡Explosionarán! …¿Buscar a alguien que me las pudiese quitar?… Sólo la policía disponía de los medios para anular y neutralizar las cargas evitando que estallasen. Eso significaría que me meterían preso y me harían muchas preguntas, hasta puede que me torturasen, tendría que delatar a todos mis compañeros, el refugio, la guardería. Igualmente, aquello no me libraría de ir a parar a la cárcel por pertenencia a banda armada y terrorismo. Allí, con total seguridad, moriría en manos de mis colegas o de fanáticos afines a la causa. ¿Qué otra cosa puedo hacer?.
Sigo pensando y pensando, buscando una solución, centrándome en lo que iba a hacer, analizando nuevas posibilidades. Poco a poco, me iba convenciendo de mi propia agonía, no disponía de salidas posibles. Todos los caminos conducían inequívocamente a la muerte. Durante un largo rato, mis esfuerzos fueron en vano, hasta que una idea se cruzó como un rayo en mi mente, abriéndola hacia una nueva posibilidad. No tenía justificación, ni razonamiento, pero parecía la única salida honrosa para todos.
Con determinación me dirigí hacia mi destino, los objetivos estaban claros: no sacrificaría a ningún inocente, no viviría como un cobarde con el temor a morir, no deshonraría a mi familia, no traicionaría a mis ideales y sería recordado por mis compañeros como un verdadero defensor de la causa. ¡Lo veía bien claro y nítido
en mi mente!.
Tras una larga marcha, llego por fin al lugar. Llamo a la puerta y me abren con cautela, me dirijo tranquilamente hacia el interior, como tantas otras veces había hecho y, entonces, en un instante de valentía y convencimiento, me digo a mí mismo con rabia: «¡Yo decido cuando!».
Sin dar lugar a que ninguna nimia duda se interponga en mi decisión, acciono el dispositivo activador de las cargas.
Una terrible explosión sacude el refugio, suena de repente, con el estrépito de un gran trueno de una tormenta eléctrica, reventando ventanas, haciendo volar los vidrios hechos añicos, destrozándolo todo a su paso y estremeciéndose hasta los cimientos del edificio. Muchos ejecutores, todos ellos luchadores por la libertad, perecen en éste, según las crónicas, desafortunado accidente, pasando el acontecimiento a formar parte de los anales de nuestra gloriosa historia y engrosando la lista de los mártires por la causa.
Desde entonces, en la guardería se cuenta la historia de aquel muchacho, que al poco de dejarlos, se había convertido en todo un héroe entregando su vida en plena juventud. Ahora, en el nuevo refugio, más nuevo y amplio, su foto cuelga en el pasillo del honor junto a la de sus compañeros mártires, quienes murieron luchando por sus ideales y la libertad de su patria.

Autor : Rafael López Rivera